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    Al filo de la locura

    Cuando desperté estaba solo en la habitación. Había sido una noche agotadora en el pabellón del área de salud mental del que yo me creía responsable, así que me eché a descansar en una de las camas que se encontraban libres.

    Colgada de una percha, a los pies de la cama, había un bata blanca con una placa de identificación con mi apellido, que a decir verdad, podía ser de cualquiera. Eso era todo cuanto me podía servir para reconocerme: mi cartera había desaparecido, tal vez sustraída por uno de los pacientes o quizá de los enfermeros, y mi apellido era lo bastante vulgar como para no poder ser usado como prueba de identidad.

    Me pellizqué, dejándome llevar por un convencionalismo absurdo, y me eché agua en la cara. Pasada media hora podía recordarlo casi todo, pero no era capaz de discernir si yo era realmente un médico, como creía, o un interno más que se creía médico. Había visto algunos casos semejantes y resultaba muy difícil hacerlos abandonar su papel, pero en aquel trance no hubiera podido decir si había constatado aquel comportamiento en pacientes míos o en compañeros de reclusión, y además tampoco sabía en calidad de qué me hacía aquel supuesto diagnóstico.

    Pensé que lo mejor sería salir de la habitación y comprobar el efecto que hacía en los demás, aunque sin tomar riesgos inútiles: si era médico del centro no podía ir por ahí preguntándolo, y si era un paciente, quizá estuviera a punto del alta, pues mi estado general era bueno, o al menos eso pensaba, y una pregunta inconveniente, lo sabía aunque una vez más ignoraba el origen de mi experiencia, podría retrasarla bastante tiempo.

    Salí temeroso y me crucé con varios internos, pero nadie me dijo nada.

    Me miraban como a alguien conocido, cosa lógica en cualquiera de los dos casos, pero nadie me dirigió la palabra.

    Más tarde un enfermero me dio las buenas noches con muestras de respeto, lo que me hizo concebir alguna esperanza, aunque luego recordé que su comportamiento simplemente podría responder a un fiel cumplimiento de las normas establecidas por la dirección del centro:
    -“Consideración y respeto al enfermo, así debe ser siempre y en cualquiera de los casos” -sonaron en mi cabeza las palabras del director-, un hombre pequeño, calvo y con gafas que arengaba continuamente a médicos y pacientes sin hacer nada realmente efectivo.

    ¿En qué bando escuché aquellas palabras por última vez? Y lo que más me angustiaba, ¿en qué bando las escucharía la próxima?

    Me senté en el salón de la televisión a esperar y a intentar poner en orden mis ideas, meditando bien mi siguiente paso. Encendí un cigarrillo y, no llevaba demasiado tiempo allí, cuando por la puerta del fondo entró alguien a quien no reconocí, quizá un sustituto, no se puede conocer a todo el mundo en un hospital tan grande, o quizá uno de los pacientes de régimen abierto que acabara de llegar, y que si no era de los míos (¿de mis pacientes? ¿de mis amigos de infortunio?) difícilmente podría identificar , y me dijo con voz rotunda:
    -Buenas noches - e hizo una pausa -, doctor. Y desapareció por una de las habitaciones.

    Lo de “doctor” sonó en mis oídos a música celestial, pero después reparé en esa pequeña pausa que me parecía cada vez más y más inacabable, para terminar con un “doctor” escueto, cercenado, que sonaba falso.

    No me fijé la primera vez, pero recordándolo me parecía ver un rictus sospechoso en sus labios, inopinadamente estirados (¿qué había de gracioso en dar las buenas noches?) que más bien parecía sorna. ¿Y por qué no añadió mi apellido?, era lo normal:
    -“Doctor Martínez” -debía haber dicho-.
    -“Buenas noches doctor Martínez”.

    Era lo mínimo que podía decir si quería parecer amable; si no, hubiera sido mejor que se callara, o que dijera simplemente “buenas noches”, sin más, sin sorna, sin sonrisa, sin pausa y sin doctor.

    Era sin duda un tipo despreciable, y me alegré de no conocerlo.

    Por fin me encontré con una cara familiar que venía hacia mí con una sonrisa sincera. Era uno de mis “pacientes” que quería charlar un rato conmigo.

    -Me conoces -le dije-, allí no había peligro alguno. ¿ Quién soy?
    -Pues claro que te conozco, hombre, que no estoy tan loco.
    -No, ya, ya sé que me conoces, pero dímelo.
    -Estás de guasa o qué, vamos hombre, que es muy tarde.

    Aquello iba a ser más difícil de lo que pensaba, así que decidí que debía cambiar de estrategia con él, y no preguntarle de forma tan directa.

    -Sí, claro que era una broma -dije-, es que aquí si no llevas la placa no eres nadie, parece mentira. Ahora mismo ha pasado uno que no sabía quién era yo.
    -¿Qué placa?
    -¿ ? -me quedé pensando en que los pacientes no llevaban placa-.
    -¡Ah!, ¡la chapa !, sí, sí, ¿y quién era? -preguntó-.
    -No sé.
    -¿No llevaba chapa?
    -No sé, no se la vi.
    -Entonces de qué te quejas.

    No pudimos seguir hablando porque cayó al suelo en medio de convulsiones y echando espuma por la boca. Intenté socorrerlo, pero me detuve: si no estuviera capacitado no podría hacer nada por él, incluso sería contraproducente, y si fuera médico, ¿cómo iba a ayudarlo si no estaba siquiera seguro de que lo era? Así que comencé a correr y a gritar pidiendo ayuda.

    Vinieron dos “colegas” y un enfermero que lo reanimaron y lo metieron en la habitación donde yo había estado descansando.

    Al poco rato salió el enfermero llevando en la mano lo que pensé que era la bata blanca que estaba colgada a los pies de la cama.

    -Doctor Martínez, por favor, póngasela -dijo-.

    Aquellas palabras me supieron a gloria. Por fin se había aclarado todo.

    -Sí, claro -dije-. Muchas gracias - sonriéndole de oreja a oreja aunque no había nada gracioso en ello-, era sólo una frase hecha.
    -Permítame que se la ponga -dijo-.
    -Gracias, gracias -volví a decir sonriendo y cerrando los ojos-, dando en realidad las gracias al cielo.

    Extendí los brazos para facilitarle su labor, pero cuando abrí lo ojos pude comprobar que lamentablemente se había confundido y que aquella no podía ser mi bata, porque las mangas me estaban demasiado largas y se empeñaba en recogérmelas a la espalda.

    Publicación April 18, 2022
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