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    El nuevo orden del caos

    El nuevo orden del caos

    PREFACIO

    Son las noches como hoy las que me hacen temer a la oscuridad. Asomarse a la ventana es como mirar fijamente un papel pintado de negro; no ves absolutamente nada, y te equivocas al pensar que nadie te ve a ti. Hay algo al otro lado de la ventana que nos vigila constantemente, día y noche; sin lugar a dudas es cierto eso que dicen… que el día ve y la noche oye. Es horrorosamente cierto. Es en las noches como las de hoy cuando veo sombras donde no las hay y extraños chasquidos húmedos donde no debería ni correr el aire.

    El ambiente está sobrecargado, dificultando mi respiración; quizá sea una excesiva humedad… o mi propio miedo que me persigue.

    En la habitación de al lado descansan mis padres y mi hermano pequeño. Es una lástima que no pueda volver a verlos.

    El día de mañana queda demasiado lejos…

    Discúlpenme, seguiré escribiendo dentro de un momento; debo ir a cerrar la puerta del cuarto de baño. Se ha abierto sola. Habrá sido mi gatito, es muy juguetón.

    Vuelvo ahora.

    PRIMERA PARTE: LA SUBLEVACIÓN DEL FANGO

    El momento de dudar ha pasado,
    no hay tiempo para revolcarse en el barro,
    intentémoslo ahora que sólo podemos perder,
    y nuestro amor se convierte en una pira funeraria.
    Jim Morrison- THE DOORS

    ENCIENDE MI FUEGO
    -Abre la puerta y dime lo que ves.
    -Está muy oscuro.
    -¡Exacto!
    Richard Coot
    La colección de sombras

    1

    En la claridad de la noche y en la oscuridad del día, sinuosos monstruos flotan a merced de nuestra imaginación. Quizá sólo sea miedo. Nadie en la calle parecía haber sobrevivido a la noche. La asfixiante noche. Es en esas horas de tenue luz lunar cuando el desconcierto y el terror brillan al unísono, compitiendo por un territorio que pertenece al Caos.

    Sólo una persona se había atrevido a pisotear las ruinosas aceras desgastadas por el tiempo; fuera quien fuese debía estar loco, simplemente por existir. Su forma de caminar era grotesca, parecía dejarse llevar por los extraños vientos nocturnos, cargados de letales venenos. Flotaba sobre el suelo como la maldad flotaba sobre su alma. Era un alma en pena y nadie parecía contar con la llave para romper su maldición. Para abrir los grilletes de las cadenas que portaba. Pero las cadenas no eran tales, sino terribles deformidades que surgían de la parte baja de su espalda, de sus piernas, de su cerebro… Desde lo que en algún súbito ramalazo pasado en el tiempo fuera su cabeza, ahora tan sólo quedaba la expresión gráfica de la locura. Aquel extracto de hombre formaba parte de una deformidad incipiente. Era algo grotesco pero a la vez hermoso.

    Sus ojos vertían una sustancia amorfa blanquecina, que se asemejaba mucho al incontrolable moco semitransparente de los resfriados invernales. Su cerebro había traspasado la piel y rezumaba por todos los poros, por entre el pelo, uniéndose en una palpitante coleta rosada. Tenía la espalda abierta en canal, y su columna vertebral cimbreaba al aire como un bello junco en una ciénaga infernal. Sus pies emitían al caminar un ruido sordo, como un chapoteo; era casi igual al ruido producido por unos zapatos totalmente empapados. La diferencia estribaba en que aquel despojo del averno iba descalzo.

    Caminó renqueante atravesando la ciudad y llegó, infundido por una aborrecible felicidad, a la entrada principal de las cloacas. Un lugar aquel que desprendía un olor dulzón, proveniente seguro de seres recién muertos en descomposición. Era el olor de la muerte lo que más parecía satisfacer a la criatura. Estaba a escasos metros de la entrada, y apretó el paso, o el chapoteo, o lo que fuera… A sus fangosas extremidades fueron a parar fragmentos de sustancias ciertamente desagradables. La bestia parecía así incrementar su atractivo, con aquel fango marrón cobrizo, semejante a las heces de animales enfermos. El monstruo atravesó la puerta que conducía al entramado que formaban las alcantarillas. Entró en su propio mundo, en su reino de sólida y maloliente oscuridad. Entró en su casa y no cerró la puerta tras de sí; no le hacía falta, nadie tomaría la estúpida determinación de seguirle. Nadie, de hecho, habría podido soportar ni un sólo segundo el hedor de aquel lugar, el hedor del Infierno. Se introdujo en el insondable reino de la locura; se alejó profiriendo insultos y estertores; unas veces insultaba, otras profería los estertores. En ocasiones realizaba ambas tareas ala vez. Y la bestia se reía, y suspiraba orgullosa porque en poco tiempo se reuniría con sus discípulos y semejantes. Había creado una horda de famélicos personajes surgidos de lo más oculto de su imaginación; los había creado de la nada poniendo gran parte de sí mismo en ellos. De alguna forma había conseguido aumentar el desorden caótico de todo lo que existe.

    Pero en lo más hondo de sí mismo permanecía la atroz idea de continuar con su trabajo, de incrementar el desorden, de ampliar su reino. No sabía cómo ni por qué, pero sabía que lo lograría algún día; sus hijos le ayudarían.

    Sus hijos, sus cariñosas pesadillas… ya notaba su presencia. El calor de aquellos incompletos cuerpos al descomponerse inundaba el ambiente en oleadas. Los retoños estaban cerca porque su presencia les delataba. Y gritaban de placer y dolor al reconocer los aullidos del padre que se acercaba. Le tenían miedo. Pero también tenían hambre.

    Y le recibieron con fangosas extremidades a modo de brazos abiertos.

    Fuera de las cloacas, a este lado del infierno, el mundo comenzaba a recobrar vida. El tráfico elevaba octavas el nulo sonido matinal como un chiquillo juega con el volumen de una radio. Seres humanos y criaturas compartieron su despertar.

    En un edificio concreto de Venibeth, un hombre luchaba por salir de su sueño. Era un sueño anormalmente irreal. Veía seres amorfos que se formaban de barro rojizo, seres que aullaban como bebés. Pensaban en la destrucción del mundoTras largos y penosos intentos logró salir de la broma de mal gusto que le había gastado su cerebro. Estaba totalmente empapado. El sudor había sido cosa de los últimos minutos; si llevara mucho más tiempo, desprendería un olor mal sano. Se levantó y preparó el desayuno. A mi edad y aún tomo cereales, pensó; y tras una breve sonrisa inconsciente decidió olvidar la pesadilla que había sufrido.

    Coot no ha soñado nada, Coot no ha soñado nada… y comenzó a comerse los cereales.

    El caótico dios reunió sus creaciones en la sala más amplia de su palacio, donde las basuras y las ratas que flotaban fluían a una menor velocidad; no quería que ningún ruido interfiriese su perorata. Lo que debía decir, las órdenes que debía dar, tenían que ser directas y concretas. Cuando todos los famélicos protoseres estuvieron almacenados en aquel lugar, la Criatura habló, con unas palabras y un tono de voz que no eran de este mundo. Era una voz surgida del infierno, encantadora y apocalíptica.

    -Salid ahí fuera y haced lo que no sabéis, provocad el terror y el pánico sólo con mostraros, comenzad lo que nunca acabaréis. Salid fuera, no hagáis nada… y todo estará ya hecho.

    Sonrió nada más acabar. Levantó los brazos, dirigiéndose a sus súbditos y éstos, horrorizados y contentos por su nueva tarea, le lanzaron vítores en forma de sonidos infrahumanos.

    -¡Yhutfoht!- gritaron todos al unísono. -¡Yhutfoht, Yhutfoht, Yhutfoht…!

    Aquel debía ser el nombre del Caos.

    Coot levantó la cabeza al instante. El nombre extraño y tenebroso resonó en las finas paredes de su cerebro; y lo primero que pensó fue que su sueño aún seguía luchando por mostrarse. De un manotazo mental arrancó aquel pensamiento enfermo de su cabeza. Lo mandó todo lo lejos que pudo y esperó que no volviera más; aunque algo le decía que tendría de nuevo, y muy pronto, el mismo nombre resonando de la misma forma en el mismo lugar. Su razón parecía ya una autopista cuyo tránsito se incrementaba por momentos. Consiguió recuperar su propio control perdido y seguir desayunando, pero de alguna forma las extrañas ideas que le habían rondado toda la noche amenazaban con aguarle la comida. Los cereales ya no le sabían tan bien como al principio. De hecho, le estaban dando arcadas. Se levantó con el tazón lleno a rebosar y vertió todo su contenido en el fregadero. No le gustaba ver toda aquella cantidad de alimento desperdiciado, pero si él no se lo comía, nadie iba a hacerlo. Una acción puede no ser mala si no cabe otro remedio que actuar. Fregó el recipiente y la cuchara, y los dejó escurrirse en el lugar indicado para ello. Volvió a sentarse y volvió a pensar en Yhutfoht. ¿Cómo era posible que un nombre tan carente de sentido como aquel perdurara en su memoria?. No lo sabía; y por un momento prefirió no haberse hecho esa pregunta, tenía miedo de que la respuesta no le gustara en absoluto. En el fondo era más listo de lo que creía.

    Coot era escritor, y aunque en los últimos tiempos no había creado prácticamente nada, lo que había hecho en el futuro era una prueba irrefutable de que él valía para ello. Su máquina de escribir descansaba en un oscuro rincón de la casa, arriba, en el desván. Habían compartido demasiados ratos juntos.

    Pareció darse cuenta de que la maquina no merecía su olvido. Y pensó en volver a escribir. Sintió que su imaginación volvía repentinamente a raudales, y que necesitaba su máquina, una clásica Olivetti de color metalizado. Le faltó tiempo para subir al desván a buscarla. La encontró en el mismo lugar donde la había ocultado del mundo varios meses atrás. El plástico que la protegía se encontraba cubierto de una gruesa capa de polvo. Bajó las escaleras, hacia la planta baja, trasportando su preciado objeto con sumo cuidado. Había olvidado lo mucho que pesaba, y le estaba costando Dios y ayuda descender suavemente con ella. La depositó sobre una pequeña mesa, junto a la ventana (donde siempre se había sentado a escribir) y la miró fijamente, como si supiera que en realidad no estaba allí y quisiera descubrir el mágico truco que le hacía verla. Y entonces recordó sus repentinos deseos de escribir. ¿porqué le habían vuelto precisamente ese día? Comenzaba a sospechar que su vívida pesadilla era la responsable de todo. Pero la pesadilla no parecía estar dispuesta a que todo acabase allí. Obligó a Coot a sentarse y comenzar a teclear. En el folio recién introducido tan sólo aparecieron extraños jeroglíficos al principio; estaba recordando las posiciones de cada letra en la máquina. Recorrió con sus dedos fuertes y ágiles el tablero un par de veces y se consideró en óptimas condiciones para comenzar. Y comenzó. Al principio titubeaba, pero después pareció comprender todos los misterios que las máquinas de escribir encerraban. Escribió como nunca.

    Sus ideas pasaban al papel a medida que surgían. No creía haberse sentido nunca tan bien; tan útil.

    2

    Cuando recuerdo aquella forma de mirar, vienen a mi mente versos ya olvidados de horribles designios. Aquellos ojos, tan profundos como dos abismos confluyendo finalmente en uno sólo, pretendían abarcarlo todo. Eran de un tono enfermizamente amarillo, como las páginas de un libro perdido ya en el tiempo por su remota antigüedad; parecían gastados por el uso, como si hubieran pasado por cientos de manos. ¡Cuántos malignos fragmentos vagarán flotando por sus malolientes humores!, y cuántos permanecerán atrapados por el resto de los tiempos; por toda la infinitud.

    Sólo me miró unas décimas de segundo, pero sentí todo esto… y mucho más. Habría preferido morir antes que soportar todo el peso de aquellos alucinados ojos, que parecían querer ahogarme en mi maltrecha razón. Mi mirada se contrajo de terror al enfrentarla con la suya, fragmentándose dolorosamente hasta el fin de mis días. En pocos segundos pasé de la normalidad más incipiente a la locura, volviéndome un extraño monstruo de muchas cabezas y horrores sin descripción, más elemental y por ello terrible.

    Me he quedado ciego, en definitiva.

    El ser me tendió su mano y agarró suavemente la mía. Lo que yo creí que era una declaración por su parte de culpabilidad, y sintiendo lástima y repulsión por su propio acto, no fue tal; lo que hizo fue recoger el fruto de la semilla ya crecida, que era yo mismo. Con un grácil y sencillo movimiento por su parte, me impulsó, al exterior y hacia arriba, con una fuerza por nadie conocida. Cuando se extinguió el brillo del impulso, comencé a caer hacia mi eterno progenitor; los seres negros y alados surgidos de la noche de los tiempos y del vacío que me rodeaba, me recogieron con sus peludas y afiladas garras al son de una incierta melodía caótica. Se peleaban por mi como las aves carroñeras por su pútrida y exquisita comida. Recuerdo que me volví loco al ver como fragmentos de mi cuerpo eran arrancados de su lugar; y cómo mi cabeza miraba sorprendida, con los ojos de la mente, el espectáculo atroz que surgía ante sí. Cada extremidad vagaba sin rumbo pero bajo los designios de alguna remota y oscura deidad. Me pareció oir, e incluso ver, risas estentóreas en mi cabeza y fuera de ella. De la locura relativa pasé de nuevo a la cordura más fidedigna y racional, que es en realidad la locura absoluta.

    3

    Cuando lo acabó, fuera aquello lo que fuese, lo leyó por encima una y otra vez. No se creía lo que estaba viendo. En realidad no se sabía capaz de escribir algo tan extraño y repugnante como lo que en aquel momento tenía ante sí. Coot recordó de golpe todos sus antiguos grandes éxitos en la literatura; había ganado un par de docenas de pequeños premios y tres de mayor calibre. Nunca había ganado nada por escribir algo sobre la locura o los horrores de la imaginación. Quizá fuera por que nunca había escrito nada en ese estilo. El suyo era más bien la novela romántica, trataba al amor con despecho, provocando al término de sus escritos el inevitable final al que conduce el desamor. Uno de los dos contendientes amorosos solía morir. O eso o alcanzaban la absoluta felicidad en la vida.

    Escribía sobre lo bueno y lo malo del amor.

    Escribía porque le gustaba.

    Escribía sin más.

    Excepto en esta última vez; ahora no estaba contento consigo mismo. No había escrito nada lógico. Nada en el papel parecía tener el mínimo sentido. Comenzaba a temer que no hubiera sido él quien había utilizado aquella máquina durante los últimos minutos. No se había dado cuenta de lo que había hecho desde que se sentó en la silla hasta que sacó el folio totalmente escrito a máquina.

    Entonces temió que fuera la pesadilla que lo persiguió durante toda la noche la que le obligó a escribir. La que le hizo escribir aquello. Decidió volver a leerlo un poco más detalladamente, a ver si así encontraba algo que le diera alguna pista. Tenía la esperanza de que las palabras en el folio eran una llave para comprender la pesadilla y la absurda persecución mental que le acosaba.

    El pequeño relato, en el que ni siquiera figuraba un título, no era en sí mismo una llave, pero hacía entrever lo que se estaba cociendo. Coot se vería envuelto en algo de lo que no querría haber oído ni hablar. El horror tejía una pulcra y original historia; y Coot era el protagonista. O al menos uno de ellos.

    El Otro descansaba antes de su conquista.

    El trono, construido por súbditos hediondos, estaba realizado con las mejores inmundicias que pudieron encontrar. El Señor de lo oscuro retozaba entre la porquería mientras adivinaba el fin de todo lo conocido. Extendería sus tentáculos (nunca mejor dicho) por el mundo y lo corrompería. Haría de él su hogar.

    Coot decidió olvidarlo todo, al menos por el momento; necesitaba descansar su fatigada mente. Aquel tema llevaba demasiadas horas martilleándole los sesos. Le parecía algo inquietante a la vez que absurdo.

    Acto seguido se dirigió al baño a ducharse, quizá así pudiera limpiar los restos sólidos y ya malolientes de su intranquilo sueño. El sudor se había secado, y los gérmenes correteaban por su superficie, arrancando un olor característico; además de alimento. Corrió las cortinas para no salpicarlo todo y dejó salir el agua, hasta que alcanzó la temperatura que él quería. Cuando lo consiguió, se introdujo bajo el suave y débil velo de agua. Se dejó llevar por el hipnotizante chorro que cubría su cara y resbalaba por su cuerpo. Lo que él, libre por el momento del terror, no veía, era que los vapores desprendidos por el agua caliente se extendían cubriendo todas las paredes del baño. Y en el espejo, allí parecía que unos dedos invisibles se hubieran puesto a escribir.

    YHUTFO

    El rostro de la Cosa se curvó en una extraña mueca; debió ser una sonrisa. Su amago de sonrisa se incrementó cuando dibujó, en el aire, las dos últimas letras que restaban de su nombre. De uno de los dedos, del cuál goteaba algo de difícil descripción, surgió la H; y un momento después la T. Era la letra que ponía fin a su tarea. La letra que indicaba el comienzo del horror.

    4

    Coot cerró el grifo y abrió las cortinas. Había demasiado vapor y no podía ver el espejo. Salió lentamente de la ducha y se enroscó en la cabeza la toalla del baño. Se secaba siempre igual; comenzaba por la cabeza y terminaba en los pies. Lo hacía así porque no soportaba la sensación que producían las gotitas de las zonas superiores al resbalar a zonas inferiores. Le producían un cosquilleo desagradable. Terminó de secarse el pelo y la cara y pasó al resto del cuerpo, ahí fue cuando levantó la cabeza y logró ver el mensaje. El vaho casi había desaparecido por completo. Gritó una y otra vez; estaba asistiendo a algo que escapaba a su comprensión. Se sintió mareado, como si hubiera visto muy de cerca las tripas de alguien con el estómago reventado en algún accidente. Y se desmayó. Y soñó de nuevo con aquel horrendo Ser; y lo comprendió todo.

    Supo lo que el monstruo quería hacer con la humanidad. Y tuvo miedo. Por lo visto Yhutfoht había pretendido copiar el proceso de Dios; lo que hizo para crear la humanidad. Dios recogió barro y creó al hombre; Yhutfoht realizó el mismo proceso, pero con fango maloliente de las alcantarillas. Luego insufló vida a la maltrecha obra y el resultado a la vista estaba, aquel era un ejército de monstruos deformes. Pero que correspondía plenamente con su rey, un dios tan deforme o más que ellos. Querían conquistar la Tierra. Así de simple. Creían tener pleno derecho para ello, y en esa tarea se embarcaron. Yhutfoht perseguía la consecución de un nuevo imperio; el imperio que él mismo gobernaría desde las sombras. Desde la pestilente antesala del infierno. Desde su casa.

    Coot dio un respingo dentro y fuera del sueño y despertó. Lo recordaba todo como si lo hubiera vivido. Se levantó del suelo encharcado y tomó una decisión. Aquello era algo que le sumergía totalmente en la historia. Si su cerebro no le engañaba, si no estaba loco, él mismo se ocuparía de todo. Y tendría que ser él y sólo él quien lo hiciera… nadie iba a creerle.

    Yhutfoht volvió a sonreír.

    SEGUNDA PARTE: LA TIERRA EN PELIGRO

    I. Rossanne Doufaux

    1

    Rossanne Doufaux vivía sola.

    Quizá fuera aquel uno de los motivos por los que fue la primera en caer; por eso y por que vivía relativamente cerca de las cloacas. Rossanne era viuda, su marido había muerto doce años atrás. Estaba sola y no le importaba; sus plantas llenaban su vida, y su casa. Eran ellas las que habían transformado la tristeza insostenible de perder un ser querido en algo parecido a un simple contratiempo.

    Tenía un pequeño gatito que no dejaba de retozar entre sus manos, una amiga suya se lo regaló hacía poco tiempo, y lo cuidaba como si fuera su propio hijo. El hijo que nunca había tenido. Su marido había muerto con la horrible sensación de sentir que le quedaba algo por hacer; ese algo era, claro está, haber tenido un hijo. Nunca estuvieron muy seguros de quién de los dos había sido el culpable del fracaso. Quizá ambos tuvieran algo de culpa… Un hijo significaba la prolongación de la rama familiar; el suyo parecía ser un linaje condenado a la extinción. Sus padres hacía tiempo que que habían muerto, cosa lógica por otro lado. No tenía ya vivo a ningún hermano, y ninguno de ellos había dejado descendiente. No le quedaban más parientes. Se había quedado completamente sola. El destino se había confabulado con la suerte para ello.

    Pero aún le quedaba su nuevo gato… y las plantas.

    La señora Doufaux estaba viendo la televisión, como no podía ser menos.

    Era una adicta a las teleseries con elevadas dosis de romanticismo enlatado. Aquella noche era muy especial, el capítulo que entonces se emitía era el último de la telenovela. Allí se decidiría quien se quedaba vivo, quien moría, y quienes acabarían casados.

    Aunque en el fondo lo que veía le parecía una total estupidez, se quedaba enganchada con gran facilidad. En ocasiones alguna lágrima conseguía escapar de la prisión del ojo, y resbalar por las ya envejecidas facciones de su cara. El tiempo no perdona, y la tristeza, junto con las arrugas, aparecen cada vez con mayor asiduidad a medida que pasan los años. Según un viejo dicho, las lágrimas vertidas en el pasado nos ahogarán en el futuro. Y era algo mortalmente cierto.

    Rossanne estaba totalmente enfrascada en la pantalla parpadeante (había avisado a un técnico para que se la arreglara; pero esas cosas ya se sabe, tardan una eternidad) y no parecía en absoluto que fuera a salir fácilmente de la hipnosis… Pero tampoco parecía probable una explosión en el baño; y así fue. Rossanne Doufaux se olvidó de que delante suyo tenía la solución a muchas preguntas trascendentales.

    Había esperado este capítulo desde que la serie comenzó a emitirse.

    Se levantó y fue hacia el cuarto de baño, de allí pareció haber salido el ruido. Dejó atrás a su gatito y a sus plantas; ni tenían vela en este entierro ni podían ayudar. De ninguna forma. Sus viejas zapatillas de felpa la guiaron hasta la puerta cerrada del baño. La abrió con mucho cuidado, estaba muerta de miedo; y su mueca de terror contenido se convirtió en asombro sin límite. El retrete había estallado; restos de lo que habían sido en su momento una taza, una tapa y una cisterna, se hallaban desperdigados por todo el cuarto. Rossanne no pudo evitar quedarse con la boca entreabierta, aquello era demasiado… ¿cómo demonios puede estallar un retrete así por las buenas?. No parecía existir una explicación razonable. Esperaría a limpiarlo todo hasta el día siguiente, era demasiado tarde como para hacer malabarismos con fregonas, bayetas y escobas. Aquel sería un trabajo que debería esperar. Tenía cosas más importantes qué hacer. Su mente recorrió todo el espacio que la separaba de la salita y la hizo pensar en lo que se estaba perdiendo. Volvió atrás, sobre sus pasos y de nuevo se enganchó en la red televisiva.

    Lo que ocurrió fue simple, el primero de los Embajadores del Caos no cabía por el pequeño agujero. No encontró una forma mejor de pasar que haciéndolo explotar.

    Había otros de un tamaño menor al suyo, pero lo de menos era quien lo hiciera, lo importante era hacerlo. Además siempre era mejor trabajar más que el resto; todos perseguían el objetivo de ocupar un cargo importante entre las tinieblas del nuevo Reino.

    Un nuevo ruido se oyó, pero éste de mucha menor intensidad e imperceptible para la señora Doufaux. Sólo el gato pareció darse cuenta de él. Salto grácilmente de los brazos de Rossanne sin que ésta le prestara apenas atención.

    El gato era ciertamente valiente, si señor; se acercó a la puerta del baño, olisqueó y se introdujo con el sigilo característico. No volvería a salir. Lo único que se escucho fue un chasquido húmedo, como si se hubiera roto una bolsa de plástico llena de agua.

    Eso sí se escuchó claramente. Rossanne Doufaux recorrió de nuevo el camino que la distanciaba de los extraños ruidos. Volvió a oírse otro chapoteo. Un ruido sordo. Y luego nada más, el silencio total. La puerta se entreabrió, dejando pasar la sombra de una mujer sumergida en el pánico. Encendió la luz con su mano derecha; temblaba de pies a cabeza. Antes había dado por concluido algo que de absurdo rayaba en lo paranormal, y ahora se daba cuenta de su error; debió percatarse se que algo no era todo lo normal que debía ser.

    ¡Mierda, está claro que hoy no voy a poder ver la tele!, se dijo antes de ver parte de la cabeza del gatito bajo su pie izquierdo…

    Fue la gota que colmó el vaso. Tenía miedo, asco, y encima estaba enfadada. Y la mezcla la hizo gritar. Y gritó hasta que su voz pareció disolverse en ácido sulfúrico. Al cabo de unos segundos sólo consiguió emitir extraños gorgoteos, más propios de un ave que de una persona en su sano juicio. Juicio que al menos conservaba cinco minutos antes de pisar la cabeza de lo que consideraba como su hijo.

    No tuvo que buscar mucho más, a poca distancia encontró una pata.

    De todas formas, uniendo este trozo al anterior, y a todos los que encontraría segundos más tarde, no parecía que terminaran de completar la figura del animal. Allí faltaban muchas piezas del rompecabezas.

    Parecía que alguien o algo se hubiera comido una parte. Una gran parte.

    La señora Doufaux pensó en eso y vomitó justo delante suya; ni siquiera evitó mancharse la ropa y el suelo. No importa, pensó, entre la sangre no se notará… y esto la hizo vomitar de nuevo.

    La sombra apareció tras ella con los labios arqueados a modo de sonrisa. Rossanne Doufaux murió en cuanto vio el montón de ojos que flotaban sobre la carne flácida del monstruo. Murió mucho antes de caer al suelo. Los ojos revolotearon por toda la superficie de la Cosa y luego se posaron, literalmente, sobre el cuerpo de Rossanne.

    Y comenzaron a devorarla…

    Unas fauces de pesadilla, surcadas de infinitud de dientes largos y afilados, se abrieron y cerraron a gran velocidad; tragando y digiriendo al mismo tiempo. Hay miradas que matan, dijo el Caos desde su guarida.

    El cadáver fue encontrado a la mañana siguiente. Los policías más jóvenes no pudieron soportar aquel espectáculo atroz. Gran parte de los veteranos tampoco.

    Los pocos que aguantaron estoicamente advirtieron algo que les dejó alucinados… unas pequeñas huellas se dirigían desde la montaña de carne de la señora Doufaux hasta lo que quedaba del retrete; allí se perdían. Más que pisadas, parecían rastros de lodo entremezclado con sangre. Eran como las grandes gotas de una tormenta que se acerca a pasos agigantados. Una tormenta con un chapoteo firme, ininterrumpible y sangriento.

    II. Ben Colson

    1

    El doctor Colson mordía nerviosamente el borde desgastado de una de las patillas de sus gafas. Pasaba lentamente las hojas de un cuaderno de notas. Las pasaba una a una, como prestando una infinita atención; pero en realidad tenía la mirada perdida. Una expresión ciertamente estúpida. Sus ojos estaban dirigidos a un punto inconcreto de la pared. No llevaba la bata blanca de rigor. Desde que se encontraba en aquel patético hospital nunca se la había puesto. Ni un solo día. Y aquel, desde luego, no sería una excepción.

    El sonido del teléfono lo sacó del sopor y lo devolvió a la cruda realidad. Descolgó el auricular con gesto brusco; se sintió como si le despertaran de un sueño. Antes de poder hacer ninguna pregunta, el personaje que dominaba el otro lado de la línea le rogó que escuchara atentamente. Ben Colson obedeció, no tenía la menor intención de ponerse a discutir.

    -Hemos encontrado al señor Benchley.- Informó la voz grave del interlocutor.- Estaba escondido en la lavandería.
    -Bien, llévenlo enseguida a su habitación y vigílenlo. Procuren que no vuelva a escaparse.
    -De acuerdo, doctor.

    Ben oyó claramente el clic del teléfono cuando colgaron al otro extremo del la línea. Se sentía enormemente satisfecho, habían encontrado al chiflado de Benchley. No era la primera vez que se escapaba, pero esta sería la última.

    A los ojos del resto del mundo, Benchley estaba loco. No dejaba de hablar de que el horror se establecería sobre la tierra, transformando el color verde de la naturaleza en el color gris rosaceo de una cerebro pudriéndose al sol.

    Hablaba y hablaba; y nadie le creía.

    Le llamaban El profeta, porque parecía el vaticinio un trabajo en él constante. Se pasaba el día con los ojos en blanco, decía que durante este proceso interceptaba mensajes provenientes de las cloacas. Que podía saber cómo, cuándo y dónde aparecería aquel que llevaría el mundo a la destrucción.

    Por lo visto se había olido algo, por eso había huido lo más lejos posible; y para él, lo más lejos posible era la lavandería. Pobre ingenuo, pensó Ben para sus adentros, en el fondo es como un chiquillo. Posiblemente Benchley sí estuviera loco; pero si lo estaba, su locura coincidía plenamente con la realidad. Eso no debería sorprender, el mundo está demasiado loco. El doctor Colson se interesó por aquel paciente desde el principio. Sus palabras habían despertado en él recuerdos de su infancia; recordó que hubo un tiempo en el que había creído que toda aquella superchería era una ciencia exacta.

    Pero ante sí había un gran dilema. No sabía si confiar en lo que creía cuando era niño, o en lo que la inexorable madurez adquirida con el paso de los años le ordenaba. Decidió que Benchley estaba loco.

    Destrozó con aquel pensamiento todo posible rastro de infancia.

    No quiso complicarse la vida. No quiso creer en nada. Su espíritu se arrepentiría durante toda la eternidad.

    Lo encontraron al día siguiente en posición fetal; enroscado en la silla volcada hacia atrás de su escritorio. Con el cuerpo destrozado. Tenía los ojos salidos de sus órbitas, literalmente. Uno miraba con insistencia el techo del despacho; el otro escrutaba la ensangrentada oscuridad del cuarto de baño. Todo estaba lleno de fragmentos del retrete. Su boca era una mueca grotesca; y su presunto grito, silencioso.

    El entierro no fue agradable. La asistencia de familiares y amigos al funeral fue mínima. No demasiada gente estuvo presente cuando se le incluyó en uno de los nichos que poblaban el cementerio como un cultivo de estacas, cuando el ataúd rozaba el suelo de su tumba y el ruido que producía podría poner los pelos de punta a todos los allí presentes, vivos o muertos. Finalmente se le introdujo por completo en la tibia oscuridad del que sería su habitáculo definitivo. El panegírico que el sacerdote lanzó en su nombre se perdía entre los espacios vacíos de los nichos desocupados. Produciendo un eco insoportable. Y la entrada fue sellada.

    Al día siguiente todo el personal del hospital regresó a sus respectivos trabajos. No hubo ningún tipo de comentarios sobre lo acontecido. El miedo se palpaba por los pasillos del Centro. Parecía ser un día como cualquier otro.

    En el vestíbulo, junto a recepción, hombres y mujeres con largas batas blancas y llamativas placas de identificación que penden de algún punto situado en el bolsillo superior de la bata, saludaban lenta y cortésmente a la gente que iba entrando por una u otra razón.

    Ordenadores y máquinas de escribir a pleno rendimiento; enfermeras con grandes carros llenos de jeringuillas, gasas, algodones y ropas de cama para ser debidamente desinfectadas. Ascensores repletos de hombres y mujeres que quieren hacer algo y quieren hacerlo rápido; y por último, los seres vivos que más abundan por aquellos parajes; gente perpleja que circula de piso en piso buscando su objetivo; gente inmersa en un sutil círculo vicioso de mala organización.

    Es lo que pasa siempre. Aquel sería un día como cualquier otro. Con la salvedad del aumento del número de muertos.

    III. Nuria Anderson.

    1

    -¡Abre la puerta, Nuria!- resonó en la distancia una voz ajada por su mal uso.
    -¡Ya voy, papá!- dijo mientras trataba de disimular su enorme enfado…

    ¿Quién demonios podía ser a aquellas horas?. Es la policía, le dijo una desconocida voz en su cerebro. Y acertó. Cuando abrió la puerta y comprobó que su intuición no le había fallado, se quedó como de piedra. Los dos hombres uniformados se percataron de su sorpresa y decidieron actuar de forma que no la asustarán más. La chica aún les miraba con la boca entreabierta cuando uno de ellos habló.

    -¿Está tu padre?

    Nuria se olió lo peor, no había hecho nada, pero se le metió en la cabeza lo contrario. Quizá hubiera matado a alguien cuando escupió su chicle por la ventana; aunque también podían acusarla de robo porque por la calle una cartera se le hubiese enganchado sin querer en su cazadora. Había tantas cosas posibles… y tan absurdas… Que tonta soy, pensó sin demasiada convicción.

    -Un momento… ¡Papá!.

    El padre apareció en cuestión de segundos, transportando consigo un periódico, unas zapatillas deshilachadas, y una enorme barrigota producto seguramente de la cerveza.

    -Sí, ¿que desean?- dijo aparentando tranquilidad.

    Nuria se vio apartada de un codazo; señal inequívoca de que lo que ocurría no le importaba lo más mínimo.

    Ella se resistió. Salió del primer plano de la conversación pero continuó agazapada detrás del padre; quizá algo de lo que se hablara allí pudiera interesarle. Y continuó escuchando. A su edad, cerca ya de los veintiuno, el cotilleo comenzaba a incluirse en su vida. No se debe hablar a escondidas de la vida de los demás; pero es algo que da demasiado morbo como para poder ser reprimido.

    -No se preocupe, no venimos para nada relacionado con usted. La cara del padre de Nuria reflejó un amplio gesto de satisfacción.

    Mientras el joven policía seguía hablando.

    -Han ocurrido cosas extrañas por la zona, en los edificios de los alrededores…- El policía calculó sus palabras- … Si observan algo anormal, avísenos cuanto antes.

    -¿Que clase de incidentes?- se apresuró a preguntar el padre- ¿Ha muerto alguien?

    El otro individuo con traje azul, que parecía mucho más veterano, contestó tan honestamente como su sentido común le permitió.

    -Sí.

    Era tan tajante que incluso parecía reconfortar.

    Nuria lo oyó todo. Aquella era una zona tranquila, siempre lo había sido; ¿por qué ahora ocurría aquello?: No parecía tener demasiado sentido.

    La conversación entre los dos policías y su padre no duró mucho más.

    Sólo alcanzó a oir algo así como que los crímenes habían sido terribles; resultaba muy difícil identificar los cadáveres. La puerta se cerró y los policías continuaron en el edificio, en el resto de apartamentos, informando a todo el mundo sobre lo que estaba sucediendo en la zona. Nuria fue a acostarse casi al momento; su padre se lo había ordenado después de contar la historia al resto de la familia. Las caras de todos palidecieron durante largos e intensos segundos; algo estaba sucediendo… y de alguna forma sabían que se escapaba a su control. Nuria se durmió sabiendo que aquella noche iba a ser muy larga.

    2

    Apenas dormiría un par de horas. Y sus sueños fueron sumamente intranquilos. Soñó con largos y pringosos tentáculos que salían de las alcantarillas e intentaban cogerla. Un par de ellos pasaron rozándole las piernas, dejando un rastro semejante a saliva. El cielo se volvió oscuro y comenzaron a caer trozos de carne ennegrecida por el paso del tiempo, y repletos de huevos de moscas que habían encontrado allí su hogar. Huevos que estaban desarrollándose a velocidades increíbles, compitiendo por el alimento con hediondos gusanos.

    Todo lo que la rodeaba mientras corría y se apartaba de la cara las larvas fruto de la descomposición del mundo, se vino abajo como si de un inmenso escenario se tratara. Y detrás de él no había nada; la enorme negrura del espacio se extendía a su alrededor, vacío e ilimitado. Una extraña forma surgió de la Nada que se había formado instantáneamente; si es que no existía desde siempre. Aquello que se movía era un dios; primigenio y absurdo. Era algo amorfo y sin sentido. No sabía cómo, pero estaba segura de que se trataba del Caos. Que se cernía sobre la Tierra como la sombra de un eclipse total.

    Cuando parecía que aquel monstruo abisal, de las profundidades del subconsciente, estaba a punto de abrazarla mortalmente con innumerables tentáculos, también desapareció. Se esfumó tan rápidamente como había surgido… Y en su lugar apareció una cara; era una cara que ella conocía muy bien. Era la cara del chico con quien estaba saliendo.

    Richard Coot, pensó, ¿cómo es posible que estés metido en esto?. Por toda respuesta Coot levantó un dedo y se lo llevó a la boca; le indicó que guardara silencio. Ella así lo hizo tanto dentro como fuera del sueño. Se despertó casi inmediatamente. Un extraño ruido contribuyó a ello. También despertaron sus padres y su hermano pequeño. Todos despertaron a tiempo para verse unos a otros morir. El ruido procedía del baño, y era similar al producido por las tripas cuando el hambre es atroz. Así de atroz parecía ser aquello que respiraba sobre el retrete.

    El padre de Nuria fue el primero en morir; entró en el baño justo cuando aquella cosa salía. Casi la aplasta con el pie. Ojalá hubiera ocurrido eso tan sencillo. Pero como no fue así, la historia acabó de un modo más trágico. El pequeño monstruo, mitad reptil mitad hongo, se abalanzó sobre el asustado hombre y de un zarpazo le arrancó la cabeza.

    Los acontecimientos se dispararon. El niño pequeño comenzó a llorar y eso aceleró su final. Aunque el horrendo ser parecía increíblemente pequeño para lo que estaba haciendo; aún hizo valer sus extrañas capacidades en otra ocasión. Se comió al bebé de un bocado, y como en él no había espacio suficiente para comer algo tan grande, adoptó durante unos segundos la forma del niño y luego lo escupió, semidigerido. Cayó al suelo con el mismo ruido y la misma pestilencia que produciría un queso caducado años atrás. La madre pasó de la histeria inicial a una locura abismal, transformándose en una muñeca estúpida y babeante, esperando su final. Final que llegaría casi al instante de caer lo que quedaba del bebé al suelo. La pequeña bestia avanzó hacia ella lentamente saboreando su triunfo. Cuando estuvo a su altura, expulsó algo de su boca y se quedó observando impasible cómo la cara de la mujer se derretía como una montaña de cera en un incendio.

    La madre de Nuria no fue capaz de gritar porque su mente ya no la acompañaba, estaba a años luz del cuerpo que ahora formaba un extenso charquito en el suelo de la habitación.

    El Ser emitió un gorgoteo triunfal y se dispuso a marcharse, pero se paró en seco al recordar que en aquella casa debían haber cuatro personas. Él sólo había matado a tres… no importa, uno de ellos habrá salido, le dijo una voz que no era la suya. Era su jefe quien le hablaba. Vete, lárgate de ahí rápidamente. Y eso hizo; no podía permitirse el lujo de contradecir a su amo.

    Nuria se quedó allí, escondida bajo la cama, esperando a que todo se acabara. Era muy fuerte, pero eso no significaba ser inmune a la locura. Y creyó enloquecer cuando vio todo lo que vio, esparcido por el suelo. Pero algo dentro de ella impuso su control, y la obligó a salir de casa a toda velocidad, antes de que volviera el culpable de todo. Salió corriendo en dirección a la casa de Coot. Sus ojos eran los más débiles y estaban produciendo lágrimas en cantidades industriales.

    Pensaba en todo lo que había perdido en un momento; y en todo lo que se podría perder. Coot podía ser la única solución; no lograba explicar cómo, pero realmente lo creía.

    Corrió y corrió bajo un cielo surcado de estrellas, rezando para que en ese momento no se viniera abajo y surgiera el Caos.

    IV. El pequeño Charlie.

    1

    Red y Sadie entraron en la habitación de su hijo al escuchar los gritos. Charlie tenía seis años. Lloraba y gritaba de verdadero pánico.

    Tenía los ojos hinchados y las lágrimas atravesaban sus sonrosadas mejillas para ir a desaparecer entre las ropas de la cama; a las que se sujetaba como un loco.

    La luz estaba apagada y la oscuridad era casi total, a no ser por la columna de luz que penetraba a través de la hendidura dejada por la puerta.

    Charlie llamaba desesperadamente a sus padres…

    Red y Sadie le encontraron con el cuerpo envuelto en sudor y completamente pálido.

    Red trató de calmarle:
    -Tranquilo, sólo ha sido una pesadilla, lo mejor será que te vuelvas a acostar y mañana por la mañana me cuentes qué es lo que has soñado.
    -¿Qué…?- Charlie aún parecía estar medio dormido -¡No!- dijo de repente -¡No ha sido una pesadilla!, ¡algo se estaba moviendo a los pies de mi cama!.
    -Sí, es posible que esté diciendo la verdad- intervino Sadie dirigiendo una mirada cómplice a su marido -como también es posible que esta habitación esté llena de fantasmas y que bajo la cama vivan seres terroríficos.

    ¿Cuántas veces te hemos dicho que esas cosas no existen?

    -Muchas- respondió Charlie no muy convencido.

    Otra mirada de Sadie indicó a Red que le tocaba hablar a él. Entendió el gesto de inmediato y se dispuso a sermonear a su hijo, que poco a poco iba recuperando el color.

    -Tu madre tiene razón y tu lo sabes, aparte de que ya eres mayorcito para dejar de tener miedo a esas cosas. ¿Te gustaría que se enterasen tus amigos del colegio?, seguro que no, se reirían de ti. Debes aprender a dominarte, igual que has aprendido a no mojar las sábanas, ¿lo recuerdas?. Podría hablarte durante largo rato, pero sería inútil, lo que quiero que aprendas de esto es lo siguiente: que temer a la oscuridad y a lo que hay en ella es cosa de niños muy pequeños y que, a medida que te haces mayor, ves que nada de esto existe. ¿Lo entiendes?. -Si- confirmó Charlie.

    Red sonrío y vio cómo su mujer también lo hacía. Acababan de pasar por una de las típicas charlas de los padres con los hijos. Charlie vio a sus padres marcharse de la habitación apagando la luz que habían encendido al entrar. Cerraron la puerta totalmente. Ahora la oscuridad sí era completa.

    Charlie se resignó y llegó a convencerse de que sólo había sido un sueño; que no estaba realmente despierto cuando le pareció ver algo extraño. Apoyó la cabeza en la almohada y se tapó completamente con las sábanas. Hacía algo de frío. Intentó dormirse, necesitaba descansar. Cerró los ojos y se abandonó a un profundo sueño, tan profundo que no advirtió la mano que le acompañaba bajo las sábanas, una mano eternamente fría y descarnada. La mano que le llevó, de un tirón, al otro lado de la oscuridad.

    V. Henry Gard

    1

    Dormir era para Henry, como para muchos otros, algo divino y vital; algo a lo que respetar. No se sentía nadie si no había dormido diez o doce horas por noche.

    Y aquella en concreto se acostaría pronto.

    Él mismo se consideraba un vago; no tenía trabajo y no hacía nada por conseguirlo… ¿Qué otra cosa podría ser? De alguna forma, le quedaba el consuelo de pensar que era la vida la que no se había portado bien con él, y que por eso estaba en esa situación. Era muy fácil echarle la culpa a los demás; pero él no quería complicarse la existencia.

    La noche era especialmente húmeda, el sudor asomaba con facilidad por cada poro de la piel. Henry no se molestó al verse empapado por el sudor; le gustaba estar sudado. Su mente trabajaba como la de un vagabundo; su único objetivo era conseguir dinero y comida. También sus costumbres eran propias de un vagabundo. La casa donde vivía no era su casa, como cabía esperar; era tan solo un vulgar Okupa en un caserón viejo y peligrosamente corroído. Se había introducido en la casa por una ventana rota que comunicaba con el sótano. Le daba miedo la oscuridad, pero por un lugar donde pasar la noche, lejos de las extrañas temperaturas otoñales, podría incluso matar.

    Había investigado la casa exhaustivamente, no quería toparse con la tremenda sorpresa de que estuviera ya ocupada. Lo cual le había sucedido ya en un par de ocasiones; o bien la casa no estaba del todo abandonada (aún alguno de los propietarios permanecía allí) o bien ya ha sido ocupada por gente de su misma calaña. Un par de veces tuvo que salir corriendo… La vivienda tenía dos pisos y era más confortable de lo que aparentaba desde afuera. Estaba situada a un par de kilómetros de distancia de los primeros edificios de la ciudad. Ya sé porqué se fueron los anteriores ocupantes, pensó Gard cuando aspiró profundamente. El olor que llegó a su nariz era algo obsceno; por un momento creyó que se le iba a saltar el estómago por la boca. Tras unas primeras y rápidas arcadas, el hedor cesó. Y casi al mismo tiempo las tripas dejaron de revolverse en su barriga. Repentinamente se le juntaron en su cerebro dos sensaciones diametralmente opuestas, las ganas de vomitar, con un hambre desmedido. Gracias a Dios, ese pequeño lío mental fue resuelto al momento.

    Seguro que éstas ráfagas de mal olor fueron las que espantaron a los que en su día vivieron aquí. Y el hedor… ¿De dónde provendrá?. De las cloacas, le contestó una voz. De las cloacas.

    Era tarde y la falta de sueño le hacía oír cosas extrañas. Se iría a dormir y todo sería olvidado. Dormir era una droga, una vez que se prueba. Y Henry Gard tenía el mono en aquel momento. Ascendió por unas carcomidas escaleras al piso superior y se preparó una enorme cama sólo para él. Estaba seguro de que pasaría una buena noche. Sólo debía cerrar los ojos, y el cielo se encontraría entonces a sus pies. Era maravilloso no tener que madrugar; es como un sueño constante el no tener a nadie a tu alrededor para que te diga a todas horas lo que debes o no debes hacer. Y lo que es peor, que te obliguen a levantarte a una hora determinada.

    Se acostó y cerró los ojos, dejándose llevar al mágico mundo al que siempre iba cuando dormía. Pero esa noche no realizaría el mismo viaje de siempre. Esa noche iría un poco más allá, quien sabe si hasta las fronteras mismas del universo, al territorio perteneciente al señor de la noche; al Caos. Soñó con tentáculos y depravados intentos de violación por parte de criaturas de la noche con apariencia de mujer. Y las mujeres le aterraban, y le sacaban de quicio; tampoco soportaba al resto de los hombres. Él era un solitario, un personaje acostumbrado a vagar por la vida sin toparse con nadie, sin pedir, sin pedir ni deber nunca a nadie ninguna explicación. Era el clásico trotamundos. Sólo se diferenciaba por sus ansias de poder y riqueza. Era un hombre muy curioso. Veía el final de los tiempos, el Último Juicio, como algo sumamente romántico. La humanidad se extingue por la promesa de un Dios. Parece algo maravilloso que trata de escapar a toda comprensión. Se durmió dándole vueltas a muchas ideas; una de ellas versaba sobre el fin del mundo, otra sobre el poder ilimitado y el resto sobre la venganza y el odio infundado hacia el resto de los seres humanos. Ellos le habían conducido a su posición actual, y ellos pagarían. Más tarde o más temprano.

    2

    Salió de su letargo cuando una mano fría y dura le acarició la mejilla sonrosada. Otras manos juguetonas se entretenían por todo su cuerpo, correteando de aquí para allá como si fueran una camada de perritos sobre el estómago de su padre. ni ellos eran precisamente peritos ni Henry era su padre.

    Cuando abrió los ojos, creyó que aún soñaba; pero no necesitó propinarse un pellizco para saber lo que ocurría. Se percató de todo apenas unas milésimas de segundo después. Se irguió presa del pánico y observó toda la habitación. Estaba repleta de pequeños seres de pesadilla que iban de un sitio a otro tropezando, como juguetitos de cuerda sin control, dejando rastros de saliva por todas partes. Y en ocasiones disolvían lo que tocaban, sólo en ocasiones. Cuando estaban cerca de él parecían disminuir su poder destructivo. Es como si no quisieran hacerme daño, pensó Gard complacido. ¿Podré utilizar todos estos extraños animales?, ¿Conseguiré llevar a cabo mi venganza…?. NO, AÚN NO, explotó una voz en su cerebro…

    -¿Qui… én eres?- dijo Garth vacilante, sin fijar su vista en ningún punto en concreto. (Pero guardándose de observar atentamente a cualquiera de aquellos seres).
    -SOY UN DIOS- dijo el Caos -Y QUIERO QUE TÚ SEAS MI EMBAJADOR.

    Henry no lograba encajar unas ideas con otras. Estaban sucediendo demasiadas cosas aquella noche como para poder administrarse correcta y ordenadamente en el cerebro.

    -Sí- dijo cuando creyó entender algo -Haré lo que tú me digas.
    -ASÍ ME GUSTA.
    -Pero… ¿quién eres?, ¿un demonio?.

    El dios pareció reír por aquella apreciación.

    -NO, LOS DEMONIOS NO TIENEN NADA QUÉ HACER CONTRA MÍ. YO SOY UN DIOS, Y ELLOS… TAN SOLO INSIGNIFICANTES LAGARTIJAS. PODRÍA PISOTEARLOS EN CUALQUIER MOMENTO; PERO QUIZÁ ME SEAN ÚTILES EN LA SEGUNDA FASE DE MI PROYECTO.

    Henry estaba asombrado; no podía verle pero ya le temía lo suficiente como para pensarse las preguntas con mucha más cautela. De alguna forma podía utilizar al dios para acabar con todos aquellos que le segregaron a su estado actual, el de vagabundo. Sería una venganza completa.

    -¿De verdad tienes tanto poder?
    -SI, ES AÚN MAYOR DE LO QUE CREES. PERO VAYAMOS A LO QUE ME INTERESA…

    TE NECESITO PARA CONQUISTAR EL MUNDO. NECESITO UN AGENTE EN LA TIERRA.

    -¿Y yo qué tengo que hacer, señor?

    Y los dos, tanto el ser humano como el ser divino, elaboraron un plan mucho más refinado y completo para lograr la victoria final. El Caos necesitaba ayuda humana porque, y tenía que reconocerlo, era un estúpido. No por ser un dios poseía la inteligencia absoluta… y mucho menos Él.

    El Caos no era inteligente. Se había embarcado en una aventura inmensa sin los medios adecuados. Pero Henry Gard sí era inteligente, demasiado. Supliría las carencias del dios hasta que éste decidiese matarlo. Aquel era su sino. Y lógicamente Gard no lo sabía. Estaba demasiado ocupado soñando con la muerte de todos y cada uno de los seres humanos que no se preocupaba por su propia existencia. Parecía que no le importara ya demasiado.

    Todos los jugadores se habían sentado a la mesa.

    Las cartas estaban echadas.

    TERCERA PARTE: PROYECTO INACABADO

    EL CAMPO DE BATALLA

    1

    Densos nubarrones habían comenzado a formarse sobre el cielo de Venibeth.

    Una tormenta de enorme magnitud parecía acercarse. La luz del sol se perdía progresivamente entre la inmensidad de las nubes. Parecían nubes malsanas, aquejadas de males espantosos, de infecciones sin nombre. Las negras nubes que insultaban al cielo con su presencia parecían rezumar la misma sustancia que el cuerpo del Caos. Y comenzaban a oler mal, muy mal… era como el olor de las cloacas donde el Gran Señor tenía su refugio.

    Todo parecía salir según su plan. La tormenta sería su tapadera. Las nubes desprenderían extraños gases alucinatorios para volver aún más locas a sus víctimas. Mientras tanto Él enviaría a toda su horda de famélicos y extravagantes seres. Todo parecía tan sencillo y tan fácil que era algo insultante. ESTA NOCHE ACABARÁ TODO PARA ELLOS, Y COMENZARÁ PARA MI, pensó el Caos desde la fetidez de su hogar. ESTA NOCHE SERÉ EL VERDADERO REY. ASUMIRÉ POR FIN EL TRONO DE LO QUE ES MÍO POR DERECHO. Y sonrió de nuevo, como siempre hacía cuando veía que todo le salía a la perfección. Sin errores. Se había propuesto acabar con el mundo en una sola noche y lo lograría, a cualquier precio. Estaba ansioso de estrujar el planeta entre los dedos de sus tentáculos. SERÍA COMO APRETAR UNA GALLETA, pensó convencido de ello. Y se dispuso a intentarlo al menos, pero con todas sus esperanzas puestas en la victoria.

    Las nubes seguían avanzando; los seres humanos que las vieron llegar se temieron lo peor. Se había previsto un día totalmente soleado y la masa negra que se extendía por el horizonte era como una capota cubriendo el descubierto techo del mundo.

    En Venibeth muchas personas decidieron irse a casa antes de lo habitual. La electricidad estática de la tormenta ya se estaba dejando sentir en los cogotes de los ciudadanos. Los pelos se ponían de punta y un agradable cosquilleo se extendía por todo el cuerpo. Era como estar tumbado en una cama vibratoria. La sensación era agradable, pero nadie se dejó llevar por aquella aparente relajación. Algo amenazante se acercaba y lo mejor era huir. Al poco rato el sol desapareció por completo. La noche se apoderó de la ciudas en cuestión de segundos. Abrió sus fauces y todos los edificios cayeron dentro de su buche como caramelos en la boca de un niño. Si ahora la situación era complicada, lo peor vendría después, cuando la noche decidiera hacer la digestión. La gente que aún transitaba por las calles se fue a su casa cuando los primeros rayos verdes cayeron a las afueras de la ciudad. Los verdes cayeron al principio, luego algunos azulados, y finalmente los negros; rayos negros que despedían una luz tan densa pero a la vez tan poco luminiscente que parecía golpearte si te encontraba en su camino. La oscuridad vencía en su lucha contra la luz.

    El Caos salió de las cloacas en dirección a venibeth. Su séquito le seguía, y los que iban delante de él escupían en el suelo para que su amo lo pisara. Era como pisar flores, era como saborear la gloria que contenía entre sus manos. Todo era bueno y todo salía perfecto. Sus seguidores continuaban matando gente sin cesar y la cuenta atrás de su reloj atemporal estaba llegando a su fin. El Caos, en su orgullo y magnificencia, pasó a ocupar las primeras posiciones de su ejército; quería conocer la victoria de cerca. Y eso era porque nunca había ganado nada, siempre había sido un dios menor (muchísimo menor) y parecía no tener los mismos derechos que los demás. Siempre era apartado de los acontecimientos realmente importantes por el resto de los dioses, en especial por el Dios único y verdadero que era venerado en la Tierra. Y precisamente por eso lo odiaba, por que era el único y verdadero Dios. Ahora Él tenía la oportunidad de ser algo, de arrebatar un reino a su enemigo mayor. De hecho se sentía feliz ya sólo con intentarlo.

    2

    Nuria Anderson tropezó varias veces en las escaleras que conducían a casa de Coot. En un par de ocasiones se tambaleó más de lo normal y necesitó apoyarse en las paredes. Estaba muy cansada interiormente, y en su exterior parecía estar rayando con la paranoia. Siguió subiendo y subiendo, y cuando llegó (¡¿qué coño le pasa al ascensor?!) sin detenerse siquiera a tomar algo del aire perdido, llamó a la puerta; una y otra vez, como si estuviera segura de que en la casa no había nadie y expresara así su frustración. Llamó hasta que un individuo armado con una escopeta salió a recibirla; de su boca salían espumarajos de saliva, parecía presa del pánico.

    -Soy yo, tranquilo, ¿no me reconoces?
    Entre las ojeras de Coot surgió un hálito de serenidad y sonrió.
    -Claro que lo sé. ¿Qué te había hecho pensar lo contrario?

    Tu asquerosa pinta de derrotado, cariño, pensó decir Nuria. Pero se tragó sus pensamientos. Los rumió un rato en la boca y los escupió luego. Su sabor era horrible; ¡quería a aquel hombre!. Richard Coot lo era todo para ella. Realmente bonito. Sí señor.

    -No, nada.
    -Perdona por lo de la escopeta, es que he pasado una mala noche.
    -La mía ha sido peor, seguro.

    Y con una frialdad brutal, la mujer enamorada le contó la historia de la tragedia al hombre enamorado; y ambos lloraron cuando ella acabó, como si les hubiera caido encima todo un cargamento de cebollas. El amor era sumamente bonito, pero el terror es un sentimiento aún más fuerte que el del amor. Y no había tiempo para caricias. El fin o no de todo depende de nosotros, pensaron al unísono, casi merece más la pena ir preparando el ataud y el lugar en el que el mundo va a descansar lo que resta de eternidad. No hay apenas esperanzas, todo esto no es más que un mal sueño.

    3

    El Caos se sintió por un momento amenazado. Presentía que alguien estaba pensando en acabar con Él. Al parecer se conocía su existencia, cuando no debería ser así. Miró a izquierda y a derecha para asegurarse de que no había nadie peligroso a su alrededor. ESTÁN CERCA, MUY CERCA, pensaba el Caos mientras aceleraba su marcha. Los que le rodeaban se volvieron para mirarle, cada uno con los ojos que se le habían asignado.

    En otros puntos de la zona las muertes se incrementaron. En ocasiones los muertos cobraban de nuevo vida y arrasaban con todo, ya fuera ser humano o caótico. Ese fue el primer punto en el que se equivocó la loca deidad, no había tenido en cuenta los efectos secundarios de la muerte. Era como si los cimientos del nuevo gobierno que trataba de imponer se estuvieran fisurando; ínfimamente, pero sin cesar. Decidió hacer caso omiso de sus propias conclusiones y siguió adelante, arrasándolo todo.

    4

    Nuria y Coot bajaron a la calle. Coot tenía en sus manos la escopeta y Nuria una pequeña pistola que había encontrado en la casa.

    No se tropezaron con nadie en las escaleras. Descendían como si fueran la primera avanzadilla de un funeral. Lógicamente tenían miedo, pero preferían morir peleando que sentados en el retrete. No sabían a lo que se enfrentaban, pero decidieron actuar. El miedo pudo con la razón.

    La chica iba dispuesta a pelear por venganza. Eso que se dice vulgarmente de que la venganza es un plato que debe servirse frío no era cierto, o al menos a ella no se lo parecía. Cuanto antes acabara con todo aquello, mejor.

    Él peleaba sin motivo ni razón. Se dejaba llevar por la ética normal y correcta de todo ser humano. No debe ni puede permitirse sin más la caida del hombre. Se debe intentar frenar a todo el que lo intenta. Si no vencemos, por lo menos lo habremos intentado, pensó Coot mientras las mieles del triunfo se le resbalaban por las comisuras de sus labios.

    También peleaba por Nuria. La quería demasiado como para quedarse de brazos cruzados sin hacer nada por ella. Salían juntos desde hacía más de dos años, y en todo ese tiempo se había acostumbrado literalmente a Nuria; y no era que la inefable rutina se hubiera apoderado de él, lo que ocurría simplemente era que la entendía a la perfección. Sabía lo que deseaba antes incluso de que lo pidiera con palabras. Comprendía el sufrimiento de la pobre chica y por eso la había permitido acompañarle. El peligro era inmenso, ilimitado, irreal; lo más probable y cuerdo era que alcanzaran la muerte. Coot la había dejado ir con él porque ambos lo necesitaban. Prefería verla muerta que rota por el sufrimiento. Y así, presas de la locura, se atrevieron a atacar a un dios. Le retaron sin pensar en el inimaginable poder que debía poseer.

    La calle estaba vacía. La ciudad se encontraba aparentemente desértica.

    Parecía el día después de una guerra nuclear. Nuria y Coot se miraron con los ojos arrasados de lágrimas. El amor se confundía con el miedo.

    Volvieron a mirar al frente y en esa actitud, amenazante y loca, permanecieron hasta que vieron asomar al Caos por el otro lado de la calle.

    5

    Ya tenía los primeros edificios de la ciudad a sus pies. Habían sido barridos por sus secuaces, el olor en días venideros demostraría el buen trabajo que hicieron los pequeños. Pero el temor del Caos se incrementaba a cada nuevo paso. Era consciente de que avanzaba hacia un lugar donde le harían frente. Tenía miedo, pero seguía avanzando. NO ES POSIBLE QUE ALGUIEN AQUÍ ME CONOZCA, pensó, A MENOS QUE… LES HAYAN AVISADO. Y pensó en Dios, el único y definitivo. QUIERE DESTRUIRME COMPLETAMENTE, SEGURO QUE VENDRÁ A BUSCARME. MIENTRAS TANTO ALGUNOS HOMBRES, GUIADOS POR ÉL, SE LE ADELANTARÁN PARA ATACARME. Se preguntó si un simple ser humano conseguiría vencerle. Y no encontró la respuesta.

    Bajo el cielo negro los deformes individuos que vagaban junto a su amo, señor y creador, caminaban adormilados. Estaban fatigados y necesitaban un descanso. No dejaban de ser simples crías. Ese fue el segundo fallo del Caos. Creó a sus súbditos a su imagen y semejanza por el mismo método que lo hiciera Dios. Se unieron entonces dos errores; los atributos de las criaturas eran: la estupidez y la incompetencia de su creador y, al mismo tiempo, la debilidad humana.

    -Allí están- dijo satisfecho Coot.
    -Si, ya veo a ese cerdo.

    Y el cerdo les veía a ellos.

    6

    Coot y Nuria prepararon sus armas. Colocaron las municiones y se prepararon para lo peor. Ya no tenían nada qué perder. Y, pensándolo detenidamente, nada qué ganar.

    El Caos también se preparó para la batalla. Envió a alguno de los suyos por delante para que la lucha no fuera tan encarnizada. Siguió caminando y pensando. Y resolvió que lo mejor sería enfrentarse cara a cara con quienes le retaban, con aquellos que se interponían en su camino.

    Al fin y al cabo, tan solo eran seres humanos.

    LA BATALLA

    1

    Los que primero se acercaron no tardaron en irse por donde habían venido, rotos por las costuras que se les habían impuesto en el instante de su creación. Salieron despedidos hacia atrás debido a los certeros disparos de la pareja. El miedo agudizaba la puntería. Los restantes seres se acercaron más temerosos que los anteriores, pero no por ello salieron volando de espaldas con una velocidad menor a la de sus compañeros. Se formó un inmenso charco de color rosado, como el vino mezclado con agua. Nadie sería tan temerario como para decir que aquello podía ser confundido con sangre. Quien lo dijese sería por que no habría respirado profundamente. Flotaba en el aire un hedor asqueroso, que casi parecía poder apartarse con las manos de espeso que resultaba para la nariz. El olor a putrefacción llegaba a resultar incluso reconfortante; durante tanto tiempo había estado presente que ahora podía ser considerado como un amigo inseparable.

    Los horrendos Seres Inferiores estaban esparcidos por el suelo; apiñados formando pequeños montoncitos ensangrentados. Los cuerpos de algunos de ellos aún palpitaban, produciéndose un espectáculo grotesco y absurdo; parecía que un inmenso corazón invirtiera sus últimas fuerzas en seguir palpitando, inconvulso y sin sentido. El comienzo había sido relativamente sencillo para Nuria y Coot.

    Acabaron con más de veinte en un momento. Todo resultó más o menos facil porque aquellas cosas caminaban muy lentamente, casi arrastrándose.y así era sencillo dispararles. Pero las municiones comenzaban a escasear, de una manera preocupante. En poco tiempo ya no tendrían nada con lo que defenderse; y el mínimo contacto físico podría ser mortal. No les quedaba más que esperar sentados a ver cómo la muerte se les acercaba, lentamente; arrastrándose y babeando. Un puñado de balas y cartuchos eran el último e irrisorio baluarte defensivo del que podían hacer uso. Y los enemigos eran cientos… Repentinamente toda actividad cesó. El Caos ya no enviaba a más súbditos a morir; desconocía la escasez de municiones de los humanos. Decidió hablar con ellos. Y se acercó en persona. O cosa.

    El Caos se acercó Sólo a los dos seres humanos que le estaban estropeando el plan. Trataría de convencerles para que se unieran a su Iglesia. Contaba con una extrema y extraordinaria capacidad para convencer a los seres humanos, tanto si era por propia voluntad como si no.

    Les contaría sus intenciones y ellos, como cualquier otro ser humano, se dejarían llevar por la ambición. ¿Quién no soñó alguna vez con poseer el mundo?, aquel era un deseo general entre los individuos de la raza humana, y ahora era el Caos quien trataba de conseguirlo. El ser humano es demasiado testarudo cuando se lo propone; saca fuerzas de flaqueza en el momento menos lógico, cuando debería estar muerto. Dios sabía lo que se hacía al principio de Todo.

    El Caos se acercó sonriente y se dispuso a hablar.

    Estaba a escasos metros de la pareja.

    Era un blanco perfecto. Y los ánimos no estaban como para regalar el perdón a todo el que lo pidiera. Cayó al suelo en cuanto abrió la boca para dejar caer la primera andanada de palabras falsamente ociosas y envenenadas. Aquel fue el tercero y último error del Caos. Había subestimado al Hombre, creyó que era muy fácil de manejar y se equivocó ampliamente.

    El hombre y la mujer tenían los ojos inyectados en sangre. La locura se había adueñado de ellos y nada, ni las palabras del dios ruin, habría podido traspasar la enfermiza barrera que separaba el mundo real de sus respectivas corduras. Estaban locos, pero se trataba de una locura especial, era momentanea, se iría si todo acababa bien.

    Por el momento el Caos había sido vencido. Los dos se pusieron a disparar como locos cuando lo tuvieron cerca. Gastaron toda su munición en Él. El resto no eran importantes. Y parecía haber acabado su existencia. Al caer al suelo, después de los proyectiles que recibió, comenzó a deshacerse. Se transformó en una masa reptante de color gris, que farfullaba bajo extraños borboteos en un idioma incomprensible… mientras se sumergía entre las pestilentas aguas de una alcantarilla cercana. Seguramente va a morir en su madriguera, pensó Coot.

    Los otros seres, engendrados por obra y gracia del Caos, se mantuvieron inmóviles por unos instantes. Estaban paralizados por una sensación semejante al terror, era algo que ellos no conocían. Su padre, su despreciable padre, había muerto. No sentían nada hacia Él (nunca le habían querido), pero ahora estaban desprotegidos. ¿Qué harían?, con sus rudimentarias inteligencias no lograban pensar nada coherente. Uno de ellos, el más despierto, acertó a dar un paso hacia adelante sin haber recibido previamente la orden de su fallecido amo. El resto le siguió, sin saber ni importarles para nada qué era realmente lo que estaban haciendo. De pronto, un instinto primario les hizo correr.

    Corrieron como nunca lo habían hecho a la caza y captura de los entrometidos humanos. Había cientos de engendros dispuestos a todo. Unos gemían de odio, otros aullaban de rabia. Todos tenían algo qué hacer y decidieron hacerlo. La calle era enormemente larga, pero bastante estrecha. Nuria y Coot estaban al otro lado, al fondo. La pareja se abrazó y les observó llegar, como una marea negra a la soleada playa, impasibles ante lo que se les avecinaba. Su trabajo estaba hecho, ya no se sentían necesarios. Sólo tenían la intención de rodearse con los brazos el uno al otro y esperar la muerte. La sucia y purificadora muerte.

    Cuando todas las bestias se hubieron adentrado en la calle, ocurrió algo, casi mágico. De los cielos, de arriba, comenzaron a caer los objetos más inverosímiles. Caían lámparas, mesitas de noche, televisores… y disparos. Nuria interrumpió su abrazo y miró hacia arriba. Lo que vio logró reconfortarla y no temer ningún peligro. Coot también tuvo la misma sensación. Todas las ventanas de los edificios a uno y otro lado de la calle estaban abiertas. Había hombres y mujeres asomados, gritando, intentando alejar a los bichejos de sus víctimas.

    Les arrojaron todo lo que tenían a mano. Habían visto cómo dos personas normales y corrientes se enfrentaban con el que parecía ser el jefe de todos, y esa acción les instó a ayudar. Aquellos héroes se merecían seguir vivos, se habían ganado el derecho a pulso.

    Como los monstruos estaban tan juntos y apelotonados, lo que les caía encima casi siempre daba en alguno. Aquello se convirtió en una verdadera carnicería. La mayoría de utensílios caían sobre sus objetivos, aplastándolos. Por la intensidad del enorme choque, el ácido preparado para la batalla de las bestias se disgregaba en todas direcciones; salpicándolos a todos y disolviéndolos. Era un líquido asombrosamente corrosivo y mortal. Eso fue lo que desencadenó el combate final. Combatían entre ellos. Se mataban los unos a los otros porque cada uno de ellos consideraba culpable de su dolor al que tenía inmediatamente a su lado.

    Se despedazaron los unos a los otros. Era un espectáculo infernal. Hubo quien creyó ver incluso a cierto individuo pululando por los cielos, ataviado con una túnica negra, y portando un tridente, cuernos y una enorme cola puntiaguda. Y parecía sonreir sobre la matanza,

    sobrevolando la zona y arrancando pútridas almas que contribuirían a aumentar su colección. Por una vez, el señor del mal estaba contento con los seres humanos; le habían librado de su más serio peligro. Le dolió pensarlo, pero reconoció que debía dar las gracias a su otro eterno enemigo. El verdadero Dios.

    Los cielos comenzaron a abrirse. Débiles pero maravillosos rayos de sol atravesaron la barrera de oscuridad y llegaron a las calles de la ciudad, limpiando de despojos la avenida donde se había producido la batalla. Las bestias, al contacto con el sol, se transformaron en una simple y burbujeante sustancia que, al igual que su amo, corrió a desembocar en las alcantarillas más cercanas. Al poco tiempo apenas quedaba ya rastro alguno de aquella pesadilla, tan solo persistía el dulzón hedor a carne muerta y avanzada putrefacción; seguramente como símbolo de malos tiempos pasados. Lo que era seguro es que aquel olor tardaría en ser eliminado totalmente, si es que alguna vez se lograba tal proeza.

    Las largas y violentas risas de algunos llevaron al resto al júbilo total; todos reían desde sus ventanas. Se veía llegar una enorme fiesta, que señalara ese extraño y victorioso día.

    4

    Nuria y Coot se abrazaron, delirando de locura, amor y tranquilidad total y absoluta. Frente a uno de los muchos portales de la calle se besaron, al estilo de las antiguas películas. Si Nuria no se hubiera dejado llevar por la emoción del momento, quizá habría podido advertir delante suya, y sumergida entre las sombras del tétrico portal, la figura de un hombre. La furtiva sombra acechaba armado con una pistola, demasiado bonita en comparación con sus andrajosas ropas. Era Henry Gard, que había decidido por su cuenta terminar el trabajo. Las nubes en el cielo parecieron cobrar vida, de nuevo trataban de tapar al sol. Un gorgoteo constante parecía salir de las alcantarillas. Y el hedor se incrementó.

    Autor: Héctor Álvarez Sánchez (heko).

    Publicación September 29, 2022
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