EL CAZADOR
Wolfgang Eberhardt, duque de Loreley, miembro de la aristocracia más rancia, es un afamado cazador y un automovilista empedernido.
No sabía qué hacer aquella tarde de primavera. Había reposado lo suficiente, de acuerdo a la prescripción de su médico que, a raíz del grave accidente de circulación, le tenía como cautivo en su mansión. Aquel desgraciado choque le había causado todos los males posibles, excepto la muerte. Ya no podría tener más hijos, entre otras calamidades… No le importaba, había disfrutado lo suficiente de la vida, como para poder vivir de sus recuerdos. Su hijo de diez años, garantizaba la continuidad de su afamada estirpe que se remontaba a Las Cruzadas.
Afortunadamente, sus extremidades estaban intactas; podía volver a cazar y a correr. Su grandes pasiones. Daba vueltas y más vueltas por su despacho sin saber qué hacer. Afuera, la tarde, despacio, caía entre las sombras del bosque. Un ciervo asomó en un claro. Dio un respingo.
Aquel sería su entretenimiento vespertino: Darle caza.
Corrió a la armería y tomó su rifle preferido. Ese viejo rifle, con incrustaciones de nácar, filigranas de plata y el águila imperial en oro con diminutos brillantes, regalo a sus antepasados del Káiser Guillermo. De éste saldría la bala, sólo una, que acabaría con la vida del ciervo; no necesitaba más.
Salió y se adentró en el bosque. Buscó las huellas y allí estaban, recientes. Las siguió husmeándoles como un sabueso. Aquí se había detenido a comer. En este otro sitio, habían girado al valle. Ahora bajaban. Otra detención y más comida. Ahora penetran en el bosque de hayas, le atraviesa y suben hacia los robles; siguen subiendo… No, no suben… ¿Donde han ido? Entre la espesura, se le hace difícil ver con claridad. La tarde sigue cayendo, inexorablemente cayendo. Se desespera, busca y las vuelve a ver. Inconfundibles. Continúan hacia arriba. Ve con dificultad. El cielo muestra un azul pálido y por el oeste, ligeramente naranja, contrasta con la suave cresta de la montaña, tupida por una maleza de distinto espesor.
Mira al suelo, oscuro y húmedo, en busca de las señales inequívocas del ciervo. No las ve, imposible ver con claridad. Las ha perdido,
definitivamente perdido. Se dice para sí con abatimiento. Se siente humillado, hundido en la desesperación. Nunca, en su intensa vida de cazador, había dejado de cobrar la pieza por él deseada. Mira con desesperanza hacia abajo. Allí está su casa, envolviéndose en la bruma de la tarde. Está oscureciendo, con dificultad ve al jardinero recoger sus útiles. Más abajo, la casa de los guardas, con un penacho de humo colgado de su chimenea y una luz, todavía inapreciable, en el dintel de la puerta. No tiene ánimos para bajar. Ha fracasado, su primer fracaso. El desaliento le invade y mira distraídamente arriba, donde se rompe el monte y empieza un cielo todavía vivo…
Pero no, no le ha perdido. Allí está entre la maleza. No le ve con claridad, pero es él, seguro. Le adivina haciendo contraluz con la espesura. Es esa sombra que se proyecta hacia donde él está. Ahora entra en la maleza más tupida y le pierde… Ahora sale a otra más clara. Es él, aquella es su pieza, la que tenía por perdida.
Levanta el rifle, despacio, abre las piernas, enfila la mira hacia esa sombra que se dibuja entre el oro del cielo, mantiene la respiración y dispara. La sombra cae despacio, como si fuese un pañuelo mecido al viento. Corre monte arriba. Ese trofeo figurará en el lugar de honor, sin duda alguna. Corre, corre. Al fin llega a su pieza.
Un grito de horror inunda todo el valle y sube al cielo lamiendo las laderas de los montes. En suelo, de un certero balazo en el corazón, yace su hijo.