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    El corredor

    EL CORREDOR

    El pequeño Jonathan barría malhumorado el porche de casa cuando vio acercarse por el camino un hombre ebrio, de andar tambaleante que le llevaba de un lado a otro del sendero. No se asustó. Jonathan estaba demasiado acostumbrado a las juergas de borrachos que montaban cada noche de paga los hombres del pueblo. Su padre era uno de ellos, y aunque se volvía ruidoso y malhumorado, pronto caía en la cama y se dormía entre ronquidos. El chiquillo siguió barriendo maldiciendo al otoño y las hojas caducas del bosque, sin dejar de espiar por el rabillo del ojo al hombre que iba aproximándose lentamente a su casa.

    Era un tipo menudo, cubierto con ropas marrones, con remiendos en las huesudas rodillas. Llevaba un zurrón cruzado y una ajustada capucha negra. Al llegar frente a él, el hombre trastabilló y cayó pesadamente al suelo sin que sus manos pudiesen amortiguar el golpe. El trastazo debió ser de cuidado, porque no se levantó. Jonathan se detuvo y miró a un lado y al otro por si había alguien mayor que le dijese qué debía hacer. Al fin dejó la escoba apoyada en una de las columnatas del porche y se acercó vacilantemente hacia la figura caída. El hombre no se movió, ni siquiera cuando el chiquillo le zarandeó vigorosamente un brazo.

    -¡Jonathan! gritó una voz a su espalda- ¿Se puede saber qué haces? La hermana mayor del niño estaba en la puerta, secándose las manos en el delantal de cocinar.Jonathan se apartó levemente a un lado y la chica pudo ver al hombre desfallecido.
    -¿Pero?
    Bajó apresuradamente las escalinatas del porche y corrió hasta el camino.
    -Apártate le ordenó con un gesto imperativo de la mano. Jonathan retrocedió un poco.
    -No sé quién es, Eli se apresuró a aclarar el chico- Venía por el sendero del bosque y se ha caído aquí mismo. Creo que está borracho como una cuba.
    La joven se arrodilló sobre el hombre y arrugó la nariz asqueada del olor que desprendía. Pero no notó efluvios de alcohol. Agarró al desconocido por un hombro y le dio la vuelta, extrañada por lo poco que pesaba.
    Tenía la cara enjuta, con los rasgos afilados claramente marcados bajo una piel pálida y de tono enfermizo. Bajo los ojos cerrados mostraba profundas bolsas violáceas, y estaba cubierto con una pátina de sudor.
    Tenía la mejilla izquierda cruzada por una fea cicatriz que había cerrado mal, y al desatar la capucha para buscarle el pulso en el cuello, Eli descubrió otra señal, como una quemadura que le había arrugado la piel. Estaba hirviendo.
    -Este tipo está enfermo le dijo la joven a su hermano.
    Jonathan miraba al desconocido con una mezcla de compasión y miedo.
    -¿Qué podemos hacer?
    Eli se apartó unos mechones de la cara intentando pensar con rapidez.
    -¿No irás a dejarlo aquí? preguntó el chico.
    -Ayúdame a moverlo. Cógelo de las piernas y estira fuerte cuando cuente tres.
    Entre los dos lo llevaron dentro de la casa y lo tendieron en la cama de Jonathan. Al quitarle el zurrón y librarle de un pesado cinturón, Eli descubrió un grupo de terribles puñales en perfectas condiciones. Para no asustar a su hermano, las escondió en la habitación del padre y rezó para que éste llegara pronto de la carpintería.
    Había algo peligroso en aquel hombre.
    Abrió los ojos lentamente, pero estaba todo tan oscuro que por unos instantes le invadió el terror de haberse quedado ciego. Bajo su cuerpo notaba una superficie fría y regular, de tacto rugoso. El aire tenía un denso olor a humedad. El silencio era total.
    Alguien chasqueó los dedos y al instante se iluminó vagamente un espeso mar de niebla.
    El hombre se levantó con dificultad, como si sus músculos estuvieran entumecidos, y los huesos de las rodillas crujieron alarmantemente.
    Notó un molesto picor en la garganta y no pudo evitar toser. Se tapó la boca con la mano para amortiguar el sonido. Limpió distraídamente la mano en la camisa mientras observaba el lugar. No le dijo nada. No podía imaginarse dónde estaba ni qué hora era. Aquel sitio le hacía sentir inquieto. Tiritó involuntariamente.
    La niebla comenzó a dispersarse y fueron apareciendo gradualmente los contornos de piedras a sus pies, a sus lados y sobre su cabeza. Dos cabezas de antorcha brillaban débilmente en las paredes del túnel, iluminando una parte del recorrido. Tras él el estrecho pasaje se perdía en la oscuridad; a su frente, el camino de piedra seguía y seguía hasta perderse en la distancia, una línea discontinua de manchas claras y oscuras, círculos de luz anaranjada cada vez más aislados que titilaban en las tinieblas.
    Las piedras a su alrededor estaban gastadas y había trozos de argamasa sueltos. Las teas se consumían fuera de su alcance proyectando un espacio de resplandor vacilante de límites opacos.
    Unos pasos descalzos llegaron hasta donde estaba, y surgió de entre las últimas brumas una menuda figura, cubierta con un sucio sayo marrón, con los cabellos negros peinados hacia atrás y recogidos en la nuca con un sencillo y deshilachado cordón rojizo.
    Al llegar bajo las antorchas, vio que era una chiquilla que apenas le llegaba a la cintura. La carita levantada hacia él era la de una niña de poco más de seis años. Demacrado y demasiado blanco, su rostro era de una belleza tan delicada y perfecta que provocaba una cierta repulsión. Aquellos grandes ojos grisáceos le miraban con una intensidad extraña en una persona tan joven.
    Se detuvo a unos pasos de él y después de lo que pareció una eternidad, levantó un dedo minúsculo con teatral parsimonia.
    -¿Quién eres? -preguntó con curiosidad.
    El hombre la miró receloso.
    -No lo sé -reconoció. Su voz le había sonado como un gruñido. Sentía la boca seca y pastosa- No lo recuerdo.
    La niña sonrió enseñando unos pequeños dientes de leche.
    -Oh, qué lastima -dijo con pena.
    Al hombre no le gustó su sonrisa.
    -¿Te sientes solo?
    -Sí. No. No sé.
    -¿Es que eres tonto?
    -¿Quién eres tú? - gruñó el hombre molesto por la sensación de opresión del túnel.
    -Yo he preguntado primero -repuso la niña sin dejar de señalarle con ese molesto dedo de uñas transparentes.
    -¿Qué?
    -Que si eres tonto.
    El hombre contó hasta tres para no darle un bofetón a la cría y saltarle un par de dientes.
    -Sí. Muy tonto.
    La sonrisa descarada de la pequeña se hizo mayor. Más dientes de leche.
    -Lo suponía.
    -¿Y tú quién coño eres?
    -¿Yo? -el dedo infantil señaló a si misma. Miró la uña con curiosidad.
    -¡Sí, tú! -gritó el hombre perdiendo la paciencia.
    -¿Yo? -repitió como si la pregunta le sorprendiese.
    Las manos del hombre la agarraron por el sayo y la levantaron hasta que la chiquilla quedó de puntillas. Los iris claros de la niña bizquearon un momento y luego volvieron a mirarle con insolencia. No parecía tenerle miedo.
    -¿De veras quieres saberlo?
    Antes de darse cuenta, la lengua de la chiquilla le había lamido la barbilla y había dejado un húmedo rastro de saliva pegajosa. La soltó con un grito de sorpresa y se limpió la cara con el antebrazo mientras la niña reía escandalosamente.
    -Tienes gusto a fiebre.
    -¿Cómo?
    -Estás enfermo -rió la niña con satisfacción.
    -¿Tú como lo sabes?
    -Te vas a morir.
    El hombre dio un enfurecido paso hacia delante y la chiquilla escapó ágilmente fuera de su alcance. Al ver cómo había molestado su comentario al hombre, le sacó la lengua y repitió:
    -Te vas a morir.
    El hombre rugió y volvió a saltar hacia ella. Le esquivó con pasmosa rapidez.
    -Te vas a morir. Te vas a morir. Te vas a morir.
    Estuvo a punto de rozar su cabeza. Si la agarraba la iba a golpear contra el muro hasta reventarle el último hueso de la cara. No soportaba que nadie se burlara de él. La niña corrió hacia delante y se detuvo, mirándole sobre el hombro, provocadora.
    -Albert, -siseó con crueldad- estás enfermo y vas a morir.

    Desapareció por el pasillo. Albert la siguió cegado por la rabia, guiándose por las antorchas que iluminaban el corredor a intervalos regulares, dejando anchos espacios a oscuras. Delante suyo oía la descarada cancioncilla de la niña repitiendo su maldición. Aparecía y desaparecía como un parpadeo cuando pasaba bajo un grupo de antorchas, rápida y veloz. Cada vez permanecía más rato oculta. Albert siguió corriendo sin detenerse, apresurándose aún más al pasar por los aterradores espacios oscuros, donde únicamente podía orientarse gracias a corretear descalzo de la pequeña y sus burlonas risas. Las piedras se deslizaban a su alrededor, borrosas.

    Luz, oscuridad, luz, oscuridad, pasillo, nada, pasillo, nada.

    Estaba cruzando una zona sin luz cuando se hizo el silencio ante sí. Se detuvo en el acto, notando como el corazón le bombeaba en los oídos. Silencio. Nada se movía en la oscuridad. Comenzó a sentir miedo. Sabía que la pequeña arpía estaba allí, junto a él. No se atrevía a seguir adelante, ni tampoco a retroceder hasta la última antorcha. Agudizó el oído sin distinguir nada. Estaba allí. ¿Pero dónde?

    -¡Te vas a morir!- aulló una voz a su lado.

    Albert brincó con un susto de muerte. Algo frío le rozó al pasar. Giró sobre sí mismo con los brazos alzados para tantear el camino. Sus ojos eran incapaces de distinguir nada. Notó un doloroso mordisco en los dedos y apartó la mano de golpe con un grito, más de pánico que de dolor. Una risa siniestra estalló a su espalda. La niña seguía con él.

    Y podía verle perfectamente.
    -¿Dónde estás? -gritó Albert intentando dominar su miedo.
    Silencio.
    -¿Dónde estás, pequeño saco de mierda?
    Silencio.
    -Maldita hija de puta

    Oyó los pasos de la niña alejándose otra vez. Se volvió apresuradamente y la persiguió apretándose la mano herida. Vio su menudo cuerpo aparecer a la luz de la antorcha, con la melena suelta ondeando a su espalda como una siniestra capa.

    El túnel no parecía que se fuera a acabar nunca, y seguía en línea recta sin una sola curva ni un solo desvío. No había puertas ni ventanas. Cada vez las antorchas iban espaciándose más y más, y las zonas de negrura se hacía más amplias. Y la voz de la chiquilla sonaba más cavernosa y malévola cuanto más se acercaban a no sabía dónde. Solo sabía que tenía que atraparla antes de que se acabasen las antorchas.

    Llegó hasta las antorchas sin verla. Al menos vez estaba con luz. Oteó el reducido espacio que se veía de corredor frente a él y se pregunto si la niña estaría esperándole en las tinieblas, como un pequeño vampiro. El largo trecho negro sería interminable si entraba en él caminando, y no se atrevía a correr sin guiarse por ella. Esa pequeña estaba endemoniada. Se miró la mano palpitante y vio la marca de unos afilados dientes en la primera falange. Si hubiese mordido con más fuerza, le habría cortado el dedo de cuajo. La sangre goteaba hasta el suelo.

    Notó un feroz mordisco en la parte posterior del muslo y vio claramente la cara de la niña mirándole con sus ojos claros, bizqueando horriblemente con la menuda boca roja de sangre. Estalló en carcajadas de loca y huyó hacia delante internándose en la obscuridad.

    Albert corrió tras ella notando un agudo dolor donde le había mordido como un animal rabioso. Ni por un sólo instante pensó en abandonar la persecución. Cuando la alcanzara iba a arrancarle la lengua para que no pudiera reír más.

    -Eres muy lento -oyó sisear roncamente a su alrededor.

    Durante los minutos siguientes siguió corriendo sin descanso, tras las ocasionales risotadas, pero llegó un momento que la voz se apagó totalmente y sólo oía los veloces pasos escapándose.

    Luz de nuevo, la pequeña deslizándose ligera como una sombra, y de nuevo el pasillo negro.

    Comenzaba a fallarle las piernas y la respiración era un martillazo a cada inspiración, pero siguió, ahora demasiado asustado para parar. Se estaban acabando las antorchas. Volvió el silencio.

    Estaba en un lugar tenuemente iluminado. Las teas crepitaban al quemarse el sebo. Dio vueltas lentamente sobre sí mismo, consciente de que la niña volvería a atacarle cuando menos se lo esperase. Sus sombras resbalaban por el suelo a su alrededor, bailando a sus pies con diversas medidas y tonalidades. Nada. Un aterrador silencio y una franja de luz como una mancha entre tinieblas.

    Nada.

    Ni un susurro.

    Tardaba demasiado.

    Levantó la vista por casualidad y dio un grito, apretándose contra la pared. La niña estaba estirada contra el alto techo, con los brazos encogidos en el pecho como zarpas y los largos cabellos desperdigados como una corona alrededor de su cabeza, como si no le afectase la gravedad. Tenía los ojos abiertos de par en par y enseñaba una lengua delgada entre la boca llena de pequeños dientes.

    Albert siguió gritando enloquecido, protegiéndose la cabeza.

    Oyó un golpe a su lado y al atreverse abrir los ojos, vio a la niña sonriente ante él, con el cabello negro revuelto y las manos inmóviles a ambos lados del cuerpecito.

    Albert volvió a gritar.

    La niña le olfateó con la cabeza ladeada desde su posición y de sus labios rojizos salió una risita malévola.

    -Hueles a fiebre.

    Y volvió a desaparecer.

    Albert se quedó allí petrificado. Estaba a punto de llorar.

    Volvió a oír la risilla por el pasillo. Por un instante pensó en dejarla marchar, y quedarse allí, resollando. Pero al mirar hacia atrás y enfrentarse con la oscuridad de la que venía, le asaltó el temor a que no hubiera nada allí, como si el corredor fuese deslizándose tras él. Si había una salida, debía ser hacia delante, hacia la niña. Notó la palpitación dolorosa en la mano ensangrentada y en el muslo, y no supo cómo encontró la rabia necesaria para seguir tras ella. Se internó en las sombras y tras unos instantes de duda, sus piernas comenzaron a correr de nuevo. Tenía que cazarla antes de la próxima zona oscura. Esta vez espió el techo al entrar jadeante en el halo luminoso. Sólo la bóveda de piedra sobre su cabeza. Retrocedió de espaldas hacia uno de los muros, con los ojos saltando de un lado a otro, vigilando atentamente los límites desdibujados del círculo de luz.

    Sintió una húmeda respiración en su nuca. La llevaba a cuestas.

    Se revolvió cegado por el miedo y la furia, como un animal acorralado, y la empotró contra la pared. La cría estaba silenciosa, con los ojos clavados en la mano que le apresaba el cuello, dejando colgar sus pies y sus manos sin hacer ningún esfuerzo para soltarse. Albert apretó la garganta pero la cara de la niña no cambió ni un ápice.

    -Malditazorra.

    La niña comenzó a babear sobre su mano.

    Estampó una horrible bofetada con la mano herida contra la mejilla de la mocosa, que parecía una muñeca sin vida.

    -Puerca asquerosa.

    La cabeza volvió a la desmayada posición inicial y siguió babeando sin hacer ningún movimiento.

    La separó un poco de la pared y la volvió a golpear haciendo que la cabeza infantil rebotase del empujón. Los ojos de la pequeña se movieron lentamente hasta clavarse en su cara. Sonrió con su boca babeante.

    Albert notó como su mano temblaba.

    -Albert -canturreó la niña.
    -¿Qué? -gritó el hombre.
    -Albert
    -¿Qué?
    -QUE TE JODAN.
    Y estalló en dementes carcajadas, escupiendo mientras reía.
    -¿Quién eres? -la zarandeó furiosamente con los ojos inyectados en sangre.
    -Esta vez has tardado más en alcanzarme. Antes lo hacías mejor.
    -¿Cómo?
    -Esta vez has sido muy lento.
    -¿¡De qué coño estás hablando!?

    La golpeó repetidas veces contra la pared hasta que oyó claramente el ruido del hueso al partirse. Se detuvo bruscamente, pero la niña le miraba bizqueando de aquella manera repulsiva sin dar muestras de dolor.

    -Esta vez te tengo -murmuró con orgullo la pequeña.
    -¿Pero quién coño eres?
    -La Muerte, ¿quién sino?

    La última palabra había surgido de su destrozada garganta como un graznido, que hizo que Albert se sintiera enloquecer.

    Los cabellos se movían alrededor de su cara como serpientes, rozando repelentemente los brazos sudorosos del hombre.

    -¿Me reconoces ahora, Albert? Revoloteo a tu lado como un pájaro carroñero -repitió el graznido de buitre- Siempre esperando recoger los restos que dejas a tu paso, para alimentarse con las almas de los que has matado.

    La risa sacudió los miembros laxos de su cuerpecito.
    -Asesino -chilló como una hiena- Asesino, asesino.
    Albert la golpeó de nuevo contra la pared hasta que los sesos se esparcieron sobre el muro, pero la niña seguía insultándole.
    -ASESINO.
    El hombre sabía que era verdad. Recuerdos y fragmentos en blanco y negro estallaron con tal violencia que por unos instantes quedó mirándola con expresión de idiota.
    -He venido a buscarte dos veces, Albert. Y las dos veces te has escapado. Una pelea mortal a navajazos, un intento de ahorcamiento-enumeró con fastidio- Pero esta vez estás enfermo, débil, moribundo. Voy a arrastrarte conmigo.
    -NOOO. Ni hablar. Te tengo, zorra estúpida. No te voy a soltar.
    -No -repuso la chiquilla con voz seria- Yo te tengo a ti.
    De repente los cabellos negros le apresaron las manos y el cuerpo cobró vida, agarrándose con pies y manos al hombre, que trastabilló hacia atrás hasta que su espalda chocó contra la pared opuesta.
    Los ojos grises de la niña giraban vertiginosamente a unos dedos de los suyos. Luego uno se detuvo y el otro seguía rodando horriblemente, hasta que acabó mirándole con expresión hueca.
    -¡Mátame de una vez! -gritó Albert histérico- ¡Mátame de una puta vez! La Muerte cloqueaba con jadeos, con una risa que resonaba como una lluvia de pedazos de cristal. Abrió la boca hasta desencajarse las mandíbulas y de allí salieron lamentos de hombres y mujeres, niños y ancianos, aullidos de lobos hambrientos y siseos de serpientes venenosas. Oyó un perro apaleado y un bebé recién nacido abandonado.

    Chasqueó la lengua y volvió el silencio.
    -Quiero pactar contigo.
    Albert la miraba aterrorizado sin comprender.
    -Quiero pactar contigo -dijo con su voz de niña descarada, como si se le hubiese ocurrido de repente.
    -¿CoQué? -tartamudeó el hombre.
    -Te he cogido afecto. Trabajarás para mí.
    -No entiendo
    -Somos amigos.

    La niña le soltó y saltó al suelo. Se arregló los revueltos cabellos y se tapó cuidadosamente el boquete del cráneo. Albert la contemplaba incapaz de reaccionar. La pequeña acabó de arreglarse con un bufido molesto, insatisfecha del resultado. Se acercó un poco. El hombre retrocedió frenéticamente buscando la inútil protección de la pared.

    La pequeña hizo una mueca horrible y celebró a carcajadas el terror desquiciado de Albert.
    -Basta, ¡Basta! -gimió en un lloriqueo.
    La niña torció la boca.
    -No eres divertido. Quiero volver a correr y tú ya estás muy cansado. Tráeme juguetes.
    -Estás loca.

    Alguien chasqueó los dedos y el corredor entero se iluminó de pronto con millares de antorchas que se encendieron con un bramido. Frente a ellos había una enorme puerta de madera tachonada de metal, con figuras de gárgolas retorcidas talladas en las jambas, inclinadas hacia el interior con las manos engarfiadas señalando hacia dentro. No había pomo ni cerradura. Albert sabía qué puerta era aquella.

    -Ya casi estás -le animó la chiquilla con un eco tétrico- Sólo unos pasos.
    -¡Pactaré contigo, pactaré!

    Sus aullidos resonaron en el pasaje hasta que se quedó sin voz y volvió a posarse el silencio en el corredor de la muerte.
    -¡Ya vuelve en sí!- grito Jonathan excitado.
    Su hermana se acercó a la cama y comprobó que el chico decía la verdad. El hombre se sacudía ligeramente y había hecho caer el paño frío que le habían puesto sobre la frente. Tenía la cara delgada cubierta de sudor y la fea cicatriz que le cruzaba la mandíbula destacaba como un latigazo sobre la palidez cadavérica del rostro.
    Eli le tomó la temperatura. Había bajado mucho.
    Unos dedos huesudos le estrujaron la muñeca haciéndole lanzar un chillido de sorpresa.
    -¿Quién eres tú?
    El hombre tenía los ojos desencajados y la miraba con miedo.
    Eli le explicó que le habían encontrado en el sendero y que el médico aún no había podido llegar porque había un brote de gripe en la aldea.
    -¿Cómo te llamas?
    -Albert.
    De repente el hombre se incorporó en la cama como si hubiese recordado algo muy importante.
    -¿Y mi bolsa? preguntó asustado.
    -Está guardada.
    Se recostó contra la almohada, más tranquilo.
    -¿Eres cazador?
    Él la miró con sus ojos vidriosos sin contestar.
    -Los cuchillos -insistió Eli- ¿Eres cazador?
    -Sí.

    La joven suspiró aliviada. Jonathan apareció por la puerta con una bandeja de madera donde humeaba un tazón y su hermana aprovechó para volver a la cocina. El chiquillo dejó la bandeja en la mesilla e hizo ademán de marcharse para no molestar al enfermo.

    -Tienes buenas piernas apreció el desconocido con una escuálida sonrisa- Pareces un tipo ágil.
    -Oh, -enrojeció el chiquillo- Lo soy.
    -¿Se te da bien correr?
    -Bastante. ¿Por qué?
    -No, por nada. Simple curiosidad.

    Publicación February 24, 2021
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