El desafío del más allá
Autor: C.L. Moore, A. Merritt, H.P. Lovecraft, Robert E. Howard y Frank Belknap Long, Jr.
George Campbell abrió a la oscuridad los ojos aún nublados por el sueño y quedóse mirando hacia el trozo de cielo nocturno y veraniego que se divisaba a través de la abertura de la tienda de campaña, antes de que se despabilase lo suficiente y se preguntase qué era lo que le había despertado. En el claro y fresco aire de aquellos bosques canadienses parecía haber un soporífero tan fuerte como el de la droga más poderosa. Campbell siguió inmóvil un momento, sumergiéndose de nuevo lentamente en las fronteras del sueño, consciente del delicioso cansancio que experimentaba, de la desacostumbrada sensación de haber usado a fondo sus músculos, para dormitar ahora a sus anchas. Aquél era el momento más codiciado de sus vacaciones, cuando descansaba después del trabajo, en la transparente y suave noche del bosque.
Deleitándose mientras su mente volvía a hundirse en la nada, Campbell se dijo a si mismo, una vez más, que aún tenía por delante tres largos meses de libertad. De libertad de las ciudades y de la monotonía, de libertad de la enseñanza, de la Universidad, de los estudiantes sin interés alguno por la geología, que trataba de inculcarles en el impenetrable entendimiento, y con lo que se ganaba la vida, de libertad…
De pronto, la suave somnolencia cesó bruscamente. Afuera, la paz se había visto interrumpida por un estrépito de latas entrechocando entre sí. George Campbell incorporóse súbitamente en su catre y alargó el brazo hacia su linterna. Enseguida, y al tiempo que se reía en voz baja, dejó de nuevo la linterna en su sitio. Al forzar la vista entre las tinieblas de la noche, vio afuera una bestezuela nocturna que al corretear entre los botes de conserva había provocado el estrépito.
Campbell tendió una mano hacia la abertura de la tienda en busca de un guijarro para arrojarlo contra el intruso animal. Sus dedos dieron con una piedra de buen tamaño, y la alzó por encima de la cabeza, dispuesto a arrojarla.
Pero no llegó a lanzar la piedra. No la tiró porque se dio cuenta de lo extraño que era el guijarro que había cogido. Se trataba de un objeto cúbico, cristalino, que tenía aristas redondeadas. La singular sensación de aquellas caras pétreas causó tal curiosidad en Campbell, que cogió de nuevo la linterna y alumbró con ella e1 objeto que sostenía en la mano.
Todo vestigio de sueño le abandonó cuando comprobó lo que había encontrado tanteando en la oscuridad. Era un cubo de caras lisas, tan transparente como el cristal de roca. Se trataba de cuarzo, indudablemente, pero no en su habitual forma cristalizada hexagonal. De algún modo que ignoraba, le había sido dada la forma de un cubo perfecto que media unos diez centímetros por cada una de las desgastadas aristas. Pues, en efecto, estaba increíblemente desgastado. El durísimo cristal aparecía tan redondeado que las aristas casi desaparecían, y el objeto tenía ya cierto aspecto de esfera. Para quedar así, aquel extraño objeto tenía que haberse visto sometido al desgaste a lo largo de milenios, de edades más allá de toda cuenta.
Pero lo más notable de todo era la forma que se podía divisar tenuemente en el corazón de aquel gran cristal. Incluido en el centro del mismo, se veía un pequeño disco de una sustancia pálida y desconocida, con unos caracteres inscritos en su superficie. Eran unos trazos que recordaban vagamente la escritura cuneiforme.
George Campbell arrugó el ceño y se inclinó más aún sobre el pequeño enigma que tenía en las manos, preso de una curiosidad sin límites.
¿Cómo podía haber quedado incluido un objeto como aquel disco, en el interior de una roca de cristal puro? Recordó vagamente antiguas leyendas que afirmaban que los cristales de cuarzo eran hielo que se había congelado tan intensamente que jamás volvió a deshelarse.
Hielo… y escritura cuneiforme. Sí, ¿no se había originado tal escritura entre los sumerios, que llegaron desde el Norte en los más remotos comienzos de la historia, instalándose en la Mesopotamia? Pero Campbell reflexionó un poco y echóse a reír en voz baja. El cuarzo, desde luego, se había formado en los períodos mas tempranos de las eras geológicas terrestres, cuando en el planeta no había mas que rocas y un intenso calor. El hielo no había llegado hasta docenas de millones de años después que aquel objeto se formara.
Y sin embargo… allí se veía una escritura hecha por el hombre, indudablemente, y que aunque desconocida, le recordaba vagamente los trazos cuneiformes. ¿Era posible que en la era paleozoica hubieran habido seres con capacidad para trazar signos escritos? ¿O bien aquel objeto procedía de otros mundos, y cayó a la tierra como un meteorito?
Tal vez…
Decidió no dejarse arrastrar por la imaginación. El silencio y la soledad de aquellos contornos, así como el objeto indudablemente extraño que había hallado, estaban jugando una mala pasada a su sentido común. Encogióse de hombros y dejó el cristal en una esquina de su catre, al tiempo que apagaba la linterna. Quizá el nuevo día, con la mente mas despejada, le permitiera aclarar aquel enigma.
Pero el sueño ya no volvió con facilidad. Por un momento, le pareció que al apagar la linterna el cubo cristalino había brillado unos instantes, como si hubiese retenido la luminosidad antes de que se perdiese en las tinieblas circundantes. Aunque… tal vez se hubiera confundido, y sus ojos habían retenido en la retina la imagen luminosa del objeto.
Campbell siguió despierto mucho tiempo, dando vueltas una y otra vez a las preguntas que él mismo se formulaba. En aquel cubo cristalino parecía haber algo que procedía del pasado más remoto, tal vez de los albores de la historia del planeta, algo que constituía un verdadero desafío para la mente y que le impedía volver a conciliar el sueño.
Le pareció que estaba allí tendido horas y horas. Se agitó impaciente en su catre, y de nuevo encendió la linterna, enfocando al reloj pulsera. Era cerca de la una de la madrugada, tres horas antes del amanecer. Luego enfocó el rayo luminoso hacia el cubo de cristal y lo retuvo así durante algunos minutos. Después apagó la linterna y observó.
No había duda alguna, ahora. Aunque sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, el extraño cristal seguía brillando con un tenue fulgor que parecía proceder del interior, del pequeño disco con sus inquietantes signos. Entonces Campbell comprobó que el disco comenzaba a aumentar de tamaño, y que el cubo se agrandaba asimismo… Aunque no, tal vez fuera una ilusión óptica…
Oyó entonces un sonido. Era un sonido fantasmal, como el de un arpa pulsada por unos dedos ultraterrenos. Campbell se inclinó más. En efecto, el sonido procedía del cubo…
Oyóse un chillido en los matorrales cercanos, un revolcar de cuerpos sobre el suelo, y luego un lamento como el de una criatura a la que estuvieran dando muerte. Una pequeña tragedia del bosque, se dijo, entre la alimaña y su presa. El hombre salió de la tienda y dirigióse hacia el lugar de donde había partido el ruido, pero no pudo ver nada.
Apagó luego la linterna y miró hacia la tienda de campaña. En el suelo de la misma se veía un pálido fulgor azulino. Provenía del cubo. Acercóse para recogerlo, pero obedeciendo a un extraño presentimiento, retiró la mano.
El brillo del cubo parecía disminuir, ahora. Los leves rayos como de zafiro se atenuaban poco a poco. El sonido también había cesado.
Campbell permaneció sentado, observando la luminescencia que aumentaba y disminuía alternativamente, pero extinguiéndose despacio. Se dio cuenta de que se requerían dos elementos para producir el fenómeno: el rayo de luz, y su propia atención fijada sobre el cubo.
Estremecióse, como si se hallara ante algún hecho ultratarreno. En efecto, aquel fenómeno no procedía de la Tierra, no pertenecía a la vida terrestre. Venciendo el instintivo temor, recogió el cubo y entró con él en la tienda. No parecía estar caliente ni frío. De no ser por su peso, no hubiese notado que lo llevaba en la mano. Lo colocó sobre la mesa, manteniendo siempre el rayo de la linterna lejos del objeto, y luego se dirigió hacia la abertura de la tienda y la cerró.
Regresó a la mesa, arrimó la silla de campaña y luego dirigió los rayos de la linterna sobre el cubo, enfocándolos directamente sobre su núcleo. Entonces dirigió todo su poder mental, toda su concentración contra el objeto. Eran los dos elementos: luz y atención profunda.
Como obedeciendo a una orden, los pequeños destellos de color zafiro relumbraron de nuevo. Surgían del disco, se difundían por el seno del cubo de cristal, y luego se reflejaban sobre el disco, con sus extraños caracteres impresos.
Otra vez los trazos comenzaron a cambiar de forma, a oscilar, a moverse en el pálido brillo azulino. Ya no eran marcas escritas, signos cuneiformes, sino cosas, objetos.
Escuchó entonces aquel murmullo musical como el tañer de un arpa. El sonido hízose cada vez más fuerte, y el cubo entero terminó vibrando al compás del ritmo. Las paredes de cristal se volvían borrosas, se deshacían, se dividían y multiplicaban, como si se hubiera abierto una puerta a lo desconocido, y un batallón de fantasmas saliera de allí. La luz se hacia más brillante a cada instante que transcurría.
Preso de un repentino pánico, Campbell trató de alejar su vista y su voluntad del cubo, y dirigió hacia otro lado el foco de la linterna. Pero el cubo ya no parecía necesitar de la luz, y en cuanto a él mismo, diose cuenta que no podía sustraer su voluntad del extraño objeto.
Sentíase absorto por completo en el crecimiento del disco, que era ya una esfera en cuyo interior una serie de formas indescriptibles danzaban al compás de una música singular.
Los rayos del interior del cubo semejaban ahora pequeños soles de zafiro que bañaban la esfera con una luminosidad uniforme.
Ya no había tienda. Sólo había una amplía cortina de niebla reluciente, sobre la esfera.
Campbell sintióse atraído al interior de aquella neblina, absorbido por ella como por un poderoso remolino que partiera del sobrenatural globo.
Luego, la luminosa neblina de los soles de zafiro se hizo cada vez más intensa, y los contornos de la esfera se diluyeron, constituyendo un caos giratorio. El fulgor, el movimiento y la música se combinaban entre sí junto con la absorbente neblina. Los soles de zafiro también se fundieron casi imperceptiblemente con la grisácea inmensidad de aquellas pulsaciones carentes de forma.
Entretanto, Campbell notó que la noción de movimiento hacia delante y afuera se hacia cósmica e intolerablemente rápida. Todo patrón de velocidad conocido en la Tierra resultaba allí empequeñecido, y el hombre comprendió que una retirada a la realidad física significaría la muerte instantánea para cualquier ser humano. Le pareció ver, en aquella pesadilla de infierno hipnótico, un desfile de meteoros que iban a percutir dolorosamente en su cerebro. Aunque no había verdaderos puntos de referencia en aquel espacio gris, pulsante y vacío, Campbell notó que se acercaba, y que incluso sobrepasaba a la velocidad de la luz. Por fin su conciencia se extinguió, y una misericordiosa oscuridad lo envolvió todo.
Las ideas y pensamiento volvieron a George Campbell repentinamente, en medio de las más impenetrables tinieblas. No pudo precisar cuantos años o siglos, o eternidades , habrían transcurrido desde que voló en el seno de. la neblina grisácea. Sólo sabía que se hallaba tranquilo y que no le dolía nada. En realidad, la ausencia de cualquier sensación física era la cualidad más notable del estado en que se hallaba. La negrura parecía ahora menos densa. Era como si él existiera en forma de una inteligencia libre de toda atadura a los sentidos físicos. Podía pensar agudamente y con rapidez, pero no alcanzaba a hacerse una idea de la situación en que se encontraba.
Casi instintivamente, Campbell se dio cuenta de que no estaba solo en la tienda. No había catre de campaña debajo suyo, y él no tenía manos para palpar las mantas y la lona. Tampoco vio la linterna, ni la abertura de la tienda por donde había observado el pálido cielo nocturno. Algo andaba mal. Terriblemente mal…
Lanzó su mente hacia atrás y pensó en el cubo fluorescente que le había hipnotizado. Pensó en eso y en todo lo demás que siguió después. En el último momento sintió un terrible pánico, un miedo subconsciente más profundo aún que el causado por la sensación del diabólico vuelo. El miedo le llegaba de un recuerdo vago y remoto, que no podía precisar con exactitud. Trató de recordar forzando su cerebro.
Poco a poco fue haciendo memoria. Una vez, hacía ya mucho tiempo, y mientras ejercía su profesión de geólogo, había leído algo acerca de aquel cubo. Tenía que ver con aquellos discutibles e inquietantes fragmentos llamados Eltdown Shards, que habían sido extraídos en unas excavaciones de estratos precarboníferos en el sur de Inglaterra, treinta años antes. Su forma y las marcas que aparecían en aquellos fragmentos eran tan extraños, que algunos estudiosos insinuaron un origen artificial. Procedían, según se estableció claramente, de una época en que ningún ser humano habitaba el planeta, pero sus contornos y los trazos que se apreciaban en ellos hacían presumir la intervención de la mano del hombre.
No fue en los escritos de ningún científico, sin embargo, donde Campbell halló tal referencia a un cristal que contenía un disco en su interior. La fuente era menos digna de confianza, pero mucho más interesante. Hacia el año 1912, un clérigo de Sussex, culto pero con inclinaciones hacia el ocultismo, el reverendo Arthur Brooke Winters Hall, procedió a identificar las marcas de Eltdown Shards, y afirmó que se trataba de unos “jeroglíficos prehumanos”, que se veneraban en ciertos círculos místicos. Llegó a publicar, por su propia cuenta, lo que calificó de una “traducción” de las asombrosas inscripciones, escrito que aún es citado respetuosamente por los autores de obras ocultistas. En dicha “traducción” un folleto sorprendentemente extenso, teniendo en cuenta el número limitado de fragmentos originales existentes se aludía a la naturaleza prehumana de aquellas inscripciones.
La narración hablaba de un mundo y luego de innumerables mundos del cosmos en el que existía una poderosa raza de seres con forma de gusano, cuyos logros y cuyo control sobre lo natural sobrepasaban todo cuanto podía imaginar la mente humana. Habían llegado a dominar el arte de la navegación interestelar, y de ese modo poblaron todos los planetas habitables de su galaxia, pero dando muerte a los seres que encontraban y que les estorbaban.
Más allá de los limites de su propia galaxia que no era la nuestra , no podían aventurarse en persona, pero descubrieron un medio de trasponer los espacios transgalácticos por medio de la mente.
Así idearon unos objetos peculiares, unos cubos cristalinos dotados de extraña energía, que contenían talismanes hipnóticos y que al ser lanzados fuera de los limites de su propio universo, sólo eran atraídos por la materia sólida y fría, es decir, por materia planetaria.
Aquellos cubos, unos pocos de los cuales debían caer necesariamente en mundos habitados de otras galaxias, formarían los puentes de comunicación mental. La fricción atmosférica quemaba la envoltura protectora, dejando el cubo al descubierto hasta que fuera hallado por seres inteligentes del mundo donde hubiese caído. Por sus características, el cubo debía atraer la curiosidad de un ser dotado de raciocinio. Aquella atención mental, junto con la acción de la luz, serían suficientes para poner en marcha las propiedades especiales del objeto.
La mente que investigase el cubo, sería atraída por el poder del disco central, y trasladada por un hilo de oscura energía hasta el lugar de donde el cubo había partido: el remoto mundo de los seres con forma de gusano, que exploraban los vastos abismos galácticos. Al ser recibida en la máquina a la que cada cubo estaba sintonizado, la mente capturada permanecería en suspenso sin cuerpo ni sentidos, hasta que fuese examinada por uno de los seres de la raza dominante. Luego, por un proceso especial de intercambio, a esa mente le sería extraído todo su contenido. La mente del investigador pasaría a ocupar ahora la extraña máquina, mientras la mente cautiva iba a instalarse en el cuerpo con forma de gusano del interrogador. Luego, mediante otro intercambio, la mente del interrogador daría un salto a través del espacio sin limites hasta el cuerpo vacío e inconsciente del cautivo que se hallaba en el mundo transgaláctico. De este modo, exploraban los mundos mas alejados con el disfraz, casi podía decirse, de los nativos.
Terminada la exploración el aventurero utilizaba el cubo y su disco para el viaje de regreso. En ocasiones, la mente capturada era devuelta a su lejano mundo, mas no siempre la raza dominante era tan benévola. A veces, cuando hallaban una raza con capacidad potencial para viajar por el espacio, a fin de eliminar rivales procedían a aniquilar mentes por millares, utilizando las exploradoras como agentes de destrucción.
En otros casos, varios grupos de seres con forma de gusano ocupaban permanentemente un planeta trangaláctico destruyendo las mentes capturadas como tarea preliminar, antes de instalarse en los cuerpos vacíos. En tal caso, la civilización madre nunca podía ser duplicada, ya que el nuevo planeta no solía contener los elementos artísticos necesarios para el desarrollo de las artes de un modo similar al que conocían los seres con forma de gusano. Así por ejemplo, los cubos sólo podían ser hechos en el planeta origen de aquella raza.
Sólo unos pocos de los incontables cubos enviados al espacio llegaron a caer en un planeta y a captar la atención de seres inteligentes. Según rezaba el relato, sólo tres habían aterrizado en mundos poblados de nuestro universo. Uno de ellos cayó en un planeta cercano al borde de la galaxia, hacía dos mil millones de años, en tanto que otro lo hizo en el centro galáctico hacía sólo trescientos millones de años. El tercero, y el único del que se supiera que había llegado a nuestro sistema solar alcanzó la Tierra unos ciento cincuenta millones de años antes.
El opúsculo del doctor Winters se refería especialmente a este último cubo. Cuando dicho objeto cayó en nuestro planeta, escribía él, la especie dominante en el mundo era una raza de seres enormes, con forma de cono, que superaban todas las formas de vida anteriores, tanto en capacidad mental como en conquistas logradas. Esta raza era tan avanzada que llegó a mandar también emisarios al exterior, tanto en el espacio como en el tiempo. En consecuencia se dieron cuenta de lo que sucedía, cuando el cubo cayó del cielo y algunos individuos sufrieron la transmutación mental después de observarlo.
Al comprender que los seres captados representaban mentes invasoras, los jefes ordenaron la destrucción de los sospechosos, aun a costa de dejar desamparadas en el espacio las mentes de sus semejantes. Luego procedieron a ocultar el cubo cuidadosamente de la luz y las miradas, para evitar la amenaza que representaba. Pero no querían destruir un ejemplo tan interesante que podía permitir experimentos de gran valor.
De cuando en cuando, algún aventurero carente de escrúpulos trató de llegar hasta el cubo para comprobar sus extraños poderes, pero en todos los casos los inconscientes fueron descubiertos a tiempo y sancionados debidamente.
Los seres en forma de gusano sólo llegaron a enterarse por los nuevos exilados, de lo ocurrido con sus exploradores de la Tierra, por lo que concibieron un odio profundo contra nuestro planeta y sus formas de vida. Lo habrían despoblado, de haber podido, y de hecho enviaron más cubos al espacio, en la esperanza de que cayeran en lugares desguarnecidos, pero tal casualidad nunca llegó a producirse.
Los terrestres de forma cónica conservaron el único cubo existente en el planeta dentro de una especie de altar, como reliquia para efectuar una serie de experimentos, hasta que, después de un tiempo inmemorial, se perdió en el caos de la guerra, al quedar destruida la ciudad polar donde se guardaba. Cuando, cincuenta millones de años antes, los terrestres enviaron sus mentes al futuro infinito, con el fin de evitar el peligro que corrían en la Tierra en ese momento, el. paradero del siniestro cubo era desconocido.
Todo esto es lo que los fragmentos de Eltdown Shards habían contado, según el erudito ocultista. Lo que ahora provocaba un vago temor en Campbell era la exactitud con que se había descrito el cubo espacial: dimensiones, consistencia, disco central con jeroglíficos, y efectos hipnóticos del objeto. Mientras pensaba una y otra vez en el asunto, en la oscuridad del extraño medio en que se hallaba, se preguntó sí toda la experiencia que había tenido con el cubo no sería una pesadilla provocada por el recuerdo de alguna de las ridículas obras que había leído.
Campbell no pudo formarse una idea del tiempo que estuvo reflexionando de aquel modo. Todo lo relativo a su estado era tan irreal que las dimensiones ordinarias carecían por completo de sentido. Parecía una eternidad, pero tal vez no había pasado realmente mucho tiempo cuando llegó la interrupción de aquel estado. Lo que ocurrió fue tan extraño e inexplicable como la negación que se produjo luego. Tuvo una sensación más bien de la mente que del cuerpo de que todos sus pensamientos eran barridos o absorbidos en tumultuoso caos, mas allá de todo control.
Los recuerdos se alzaban de una forma irresponsable y confusa. Todo cuanto estaba en su mente experiencias, estudios, sueños, ideas y tradiciones , se presentó de improviso, simultáneamente, con una velocidad de vértigo y tal profusión, que pronto se sintió incapaz de poder diferenciar los conceptos entre sí. El contenido de su conciencia se convirtió en un alud, una cascada, un torbellino. Era algo tan horrible y vertiginoso como el hipnótico vuelo a través del espacio, cuando halló el cubo de cristal. Por fin, su conciencia se aplacó, trayéndole paz y alivio.
Transcurrió otro lapso de negación, y luego volvieron poco a poco las sensaciones. Pero ahora eran físicas, en lugar de mentales. Una luz de color zafiro parecía herir su retina, al tiempo que escuchaba un retumbar sordo y distante. Notó asimismo impresiones táctiles, y se dio cuenta de que estaba tendido encima de algo, si bien notábase en una postura extraña. Trató de mover los brazos, pero no notó respuesta definida a su intento. En lugar de ello, sentía como pequeños pellizcos nerviosos por toda la superficie de su cuerpo.
Trató de abrir más aún los ojos, pero sintióse incapaz de realizar el acto. La luz de color zafiro llegaba hasta él de una manera difusa, nebulosa, y no podía ser enfocada o definida a voluntad. Gradualmente, sin embargo, imágenes visuales comenzaron a filtrarse curiosa e indecisamente. Las características de la visión no eran aquéllas a las que estaba acostumbrado, pero al menos pudo establecer una correlación con lo que había conocido antes como sentido visual. Cuando la sensación alcanzó cierto grado de estabilidad, Campbell se dijo que debía estar bajo la influencia de una pesadilla.
Le pareció hallarse en una habitación sumamente vasta, de altura regular, pero de superficie muy amplia en proporción. A los lados y según le pareció, podía ver las cuatro paredes a la vez había unas aberturas altas y estrechas que parecían servir simultáneamente de puertas y ventanas. Vio unas mesas extrañas y bajas, como pedestales, y no se apreciaba ningún mueble de forma o proporciones normales. A través de las aberturas fluían torrentes de luz azulina, y por ellas podían verse a lo lejos unos edificios asombrosos, en forma de cubos arracimados. En las paredes, es decir, en los espacios que había entre las aberturas, se apreciaban unos singulares e inquietantes caracteres.
Pasó algún tiempo antes de que Campbell comprendiese la razón por la que aquellos caracteres le inquietaban tanto. Era que aquellas inscripciones de las paredes resultaban muy parecidas a las que había en el disco central del cubo cristalino.
El principal elemento de la pesadilla, sin embargo, fue algo más que aquello. Comenzó con el ser viviente que entró al fin por una de las aberturas, avanzando deliberadamente hacia él mientras sostenía una lámina metálica de rara forma, con una superficie bruñida como la de un espejo.
Aquel ser no era humano, y ni siquiera parecía salido de los mitos o los sueños del hombre. Era un gusano gigantesco, de color gris claro, tan grueso como la altura de un hombre, y dos veces mas largo. Su cabeza, aparentemente sin ojos, tenía forma mas o menos discoidal, estaba bordeada de cilias y poseía un orificio central de color purpúreo. Se deslizaba sobre las patas posteriores, al tiempo que mantenía erguida verticalmente la parte anterior del cuerpo. De las patas o miembros al menos dos pares de ellos parecían servirle de brazos. De su lomo salía una especie de cerdas purpúreas, y su grotesco cuerpo terminaba en una membrana grisácea en forma de abanico. En torno al cuello tenía un anillo de cilias rojas y flexibles de las que parecían emanar sonidos similares a chasquidos y a cuerdas percutidas, en un ritmo preciso y deliberado.
Pero no fue aquella visión de delirio lo que hizo caer a Campbell en un tercer período de inconsciencia. Para ello necesitó algo mas, un choque final e insoportable. Al tiempo que aquel ser parecido a un gusano avanzaba sosteniendo la lámina parecida a un espejo, el hombre echó un vistazo hacia donde debía hallarse él tendido. Pero no fue su cuerpo lo que vio reflejado en la bruñida superficie. En lugar de ello, vio la forma grisácea y repugnante de otro gigantesco gusano.
Campbell salió del lapso final de inconsciencia con pleno conocimiento de su situación. Comprendió que su mente se hallaba aprisionada en el cuerpo del ser de algún planeta lejano, mientras que, al otro lado del Universo, su propio cuerpo estaría albergando seguramente la personalidad del monstruo.
Luchó por dominar el horror irracional que le invadía. Considerada desde un punto de vista cósmico, ¿por qué tenía que horrorizarle su metamorfosis? La vida y la conciencia eran las únicas realidades existentes en el Universo. La forma, en cambio, sólo resultaba algo accesorio. Su cuerpo actual no era repugnante más que de acuerdo con los cánones terrestres. El temor y el desagrado se vieron ahogados por el absorbente interés de la aventura increíble.
¿Qué era, al fin y al cabo, su antiguo cuerpo, más que una cloaca que sería destruida por la muerte? Campbell no alentaba ilusiones sentimentales respecto al mundo del que había sido exiliado. ¿Qué le había dado a él, mas que sinsabores, pobreza y fatigas? Si aquella otra vida no le proporcionaba más, sin duda tampoco le proporcionaría menos. Pero su intuición le decía a Campbell que podía ofrecerle más, mucho mas.
Con la honradez que sólo es posible cuando la vida queda al descubierto hasta su núcleo fundamental, se dio cuenta el hombre de que, en cierto modo, había ya agotado todas las posibilidades de placer físico inherentes a su antiguo cuerpo terrenal. La Tierra, en resumen, no parecía tener atractivos para él. En cambio, la posesión de aquel cuerpo nuevo y extraño, le prometía singulares y desconocidas sensaciones.
Notó que una satisfacción sin limites le embargaba. Era ahora un hombre sin mundo, libre de cualquier convencionalismo o inhibición, no sólo de la Tierra, sino de aquel extraño planeta; libre de toda restricción en los limites del Universo. Sí, era un semidiós. Pensó divertido en su propio cuerpo terrenal, moviéndose entre sus semejantes mientras un monstruo de un mundo lejano contemplaba, seguramente con repulsión, los seres pequeños y frágiles que eran ahora sus iguales, y que huirían aterrados de saber quién era él en realidad.
Allá él en la Tierra; que destruyese a mansalva, lo que quisiera. Su antiguo planeta y las razas que lo habitaban ya no tenían significado para George Campbell. De los innumerables convencionalismos de su vida anterior, sentíase surgir pujante y renovado Aquello no había sido una muerte, sino un renacer: el nacimiento de una mentalidad plena, con una nueva conciencia que en modo alguno le hacía sentirse cautivo en Yekub.
Campbell estremecióse. ¡Yekub! Aquél era el nombre de su nuevo planeta.
Pero ¿cómo podía…? Luego lo supo, del mismo modo que se enteró del nombre que correspondía al ser cuyo cuerpo estaba ocupando. El nombre del ser era Tothe. La memoria, fuertemente impresa en el cerebro de Tothe, estaba agitándose en él, como sombras de las nociones que Tothe había adquirido. Profundamente embebidas en los tejidos cerebrales del ser, le hablaban tenuemente y obraban como instintos, permitiéndole entrever el poder y la libertad que podían proporcionarle. ¡En Yekub no sería un esclavo, sino un rey! Sí, lo sería del mismo modo que los antiguos bárbaros ascendieron al trono de los viejos imperios decadentes.
Por vez primera, Campbell contempló interesado todo lo que le rodeaba.
Aún seguía tendido en la especie de diván, en medio de una fantástica estancia, mientras el ser en forma de gusano seguía sosteniendo delante de él el bruñido objeto, y hacía sonar las cilias rojas de su cuello.
Diose cuenta Campbell de que el otro le hablaba, y lo que le dijo lo comprendió vagamente, a través del cerebro de Tothe. El ser que estaba delante de él era Yukth, señor supremo de la ciencia.
Pero Campbell no atendió, pues estaba pensando un plan, un proyecto tan arriesgado y ajeno al modo de vida del planeta Yekub, que se hallaba más allá de la comprensión de Yukth, y necesariamente tenía que tomarle desprevenido. Yukth, lo mismo que Campbell, vio el objeto metálico de aguda punta que había sobre una mesilla cercana, pero para Yukth el objeto sólo era un instrumento científico. Ni siquiera imaginaba que pudiera ser utilizado como arma. La mente terrenal de Campbell fue la que le suministró aquel conocimiento y le impulsó a actuar, haciendo que el cuerpo de Tothe obrase como ningún ser de Yekub lo había hecho anteriormente.
Campbell aferró el puntiagudo objeto y asestó con él un golpe a Yukth, para después tirar y desgarrar hacia arriba. Yukth retrocedió primero y en seguida se desplomó con las entrañas esparcidas por el suelo. Un instante después, Campbell avanzaba hacía una de las puertas. Su velocidad asombrosa era la primera confirmación de las nuevas cualidades físicas de que ahora estaba dotado.
Mientras corría, guiado por el conocimiento implantado en el subconsciente de Tothe, era como si tuviera una especie de sensación especial en las piernas. El cuerpo de Tothe le llevaba por un camino que aquél había recorrido miles de veces, cuando estaba en posesión de su verdadera mente.
Siguió por un corredor, ascendió una escalera estrecha y pasó a través de una puerta tallada. El mismo instinto que le había llevado hasta allí, le dijo que había encontrado lo que deseaba. Se hallaba en una estancia circular con una cúpula en el techo de la que se desprendía una luz pálida de color azulino. En el centro del piso, tendida con los colores del arco iris, alzábase una extraña estructura compuesta por varios pisos superpuestos, cada uno de ellos de un color vívido y diferente. El piso superior era un cono purpúreo de cuyo vértice se desprendía un vaho azul que ascendía hasta una esfera que flotaba en el aire y que relucía con aspecto translúcido, como el del marfil.
Aquello, según le decían a Campbell los recuerdos profundamente instalados en la mente de Tothe, era el dios de Yekub, al que los nativos del planeta temían y veneraban, sin que supieran exactamente por qué, desde hacia millones de años. Un sacerdote, vermiforme como todos los seres de Yekub, se hallaba ante el altar que ninguna mano mortal había tocado jamás. El tocar aquello hubiera resultado un sacrilegio que jamás se le había ocurrido a un ser del planeta. El sacerdote se horrorizó al ver la actitud de Campbell, el cual le hundió en el cuerpo el arma que aún llevaba con él, quitándole la vida.
Irguiéndose sobre sus patas, similares a las de un ciempiés, Campbell trepó al altar sin escuchar las protestas internas de su conciencia, y sin notar el cambio que se estaba produciendo en la esfera que flotaba en el aire. Se hallaba embriagado por un sentimiento de poderío. Temía las supersticiones de Yekub tan poco como había temido las de la Tierra. Con aquel globo en las manos, seria el rey de Yekub. Los seres vermiformes no osarían negarle nada, cuando tuviera como rehén al dios que veneraban. Tendió una mano hacia la esfera, que ya no era de color marfil, sino roja como la sangre…
El cuerpo de George Campbell salió de la tienda de campaña a la pálida noche de agosto, moviéndose con paso lento y tambaleante, entre los troncos de los enormes árboles, y remontó un sendero tapizado de agujas de pino fuertemente aromatizadas. El aire era frío y vigorizante.
Aparecía el cielo como una cúpula oscura constelada de polvo estelar, hacia cuyo fondo la aurora boreal lanzaba destellos de fuego.
La cabeza del hombre se bamboleaba desagradablemente de un lado a otro. De las comisuras de su exangüe boca caían espumarajos ambarinos que se agitaban a impulsos de la brisa nocturna. Al principio anduvo erguido, como lo haría un hombre, pero luego su postura cambió. Su tronco inclinóse y sus miembros parecieron acortarse.
En un mundo lejano del cosmos la criatura vermiforme que era ahora George Campbell aferró contra sí el dios de color rojo sangre y corrió con estremecimientos de insecto a través de un salón de tonos irisados, en dirección a unos portones macizos, hasta llegar al exterior, donde lucían los rayos de extraños soles.
Oscilando con el movimiento de una torpe bestia, el cuerpo de George Campbell estaba arrostrando un destino desconocido. Sus largos y aguzados dedos levantaban las agujas de coníferas mientras avanzaba hacia una amplia extensión de agua reluciente.
A lo lejos, en el mundo extragaláctico de seres en forma de gusanos, George Campbell corría entre ciclópeos edificios de material oscuro, por avenidas plantadas en los costados con grandes helechos, mientras sostenía con fuerza la esfera roja que representaba el dios de Yekub.
Oyóse un áspero grito animal entre los matorrales, cerca del reluciente lago donde la mente de una criatura vermiforme moraba en un cuerpo al que impulsaba el instinto. Unos dientes humanos se hundieron en la suave piel de una criatura del bosque, y luego desgarraron su carne. El pequeño zorro hincó a su vez los colmillos en la muñeca del hombre, respondiendo al ataque, y luego se debatió desesperadamente, mientras la sangre iba fluyendo de su organismo. Lentamente, el cuerpo de George Campbell se puso en pie, con la boca impregnada de sangre fresca.
Moviendo con torpeza los miembros, se dirigió hacia las aguas del lago.
Mientras la criatura vermiforme que era George Campbell seguía andando entre los bloques de piedra negra, millares de seres en forma de gusano se prosternaban a su paso. Un poder sobrenatural parecía emanar del oscilante cuerpo que ahora tenía George Campbell, mientras proseguía adelante con movimientos ondulatorios, en dirección al trono de un imperio espiritual que dominaba el planeta.
Un trampero llegó asimismo a la orilla del lago, después de atravesar los densos bosques que rodeaban a la tienda de campaña. Habíase perdido en el bosque, y anduvo errante por el mismo toda la noche.
Al aproximarse a las aguas creyó observar algo que flotaba en ellas.
Acercóse al mismo borde, se arrodilló en el blando cieno y tendió un brazo hacia el bulto que allí flotaba. Lentamente lo atrajo hacia la orilla.
Al otro lado del espacio, la criatura vermiforme, que sostenía la roja esfera reluciente, ascendió a un trono que brillaba como la constelación Casiopea, bajo una bóveda de supersoles. La gran deidad que había encima prestaba energía a su organismo en forma de gusano, infundiéndole una espiritualidad sobrehumana y liberándole de las miserias animales.
En la Tierra, el trampero contempló con horror indescriptible el rostro ennegrecido y velludo del ahogado. Era un rostro bestial, repugnante, de expresión primitiva, y de cuya boca contraída fluía una mucosidad negra.
George Campbell sintió contra sí la forma esférica del dios rojo, al que seguía abrazando. Una serie de vibraciones surgían del seno de la deidad y en el momento en que George Campbell sentóse en el trono, sintiendo el poder del imperio en todas sus fibras, la voz del gran dios de Yekub, le habló con un acento que avanzó pulsando por las células de su cerebro.
Aquel que buscó tu cuerpo desde los abismos del espacio, dijo el dios rojo , habitará en un organismo irresponsable. No hay ser de Yekub que pueda controlar el cuerpo de un ser humano.
“En toda la superficie de la Tierra, las criaturas vivientes se persiguen unas a otras y se regodean con increíble crueldad matando a los de su especie. No hay mente de ser vermiforme que pueda controlar los bestiales instintos del cuerpo humano, cuando éstos quedan en libertad. Sólo la mente del hombre, condicionada a través de diez mil generaciones, es capaz de mantener a raya sus instintos. Tu cuerpo se destruirá a sí mismo en la Tierra, buscando la sangre de los seres vivos, y el agua donde pueda refrescarse a su gusto. Pero buscará al fin su propia destrucción, ya que el instinto de la muerte es más poderoso en el hombre que el de la vida, y morirá cuando trate de regresar al medio del que una vez salió.
Así habló el dios rojo de Yekub, a George Campbell desde un lejano lugar del espacio tiempo, mientras el que fuera un hombre, con todos los deseos e instintos humanos anulados, sentábase en el trono y gobernaba el imperio de seres vermiformes con mayor sabiduría, y benevolencia que cualquier ser humano lo hizo nunca en la Tierra en un imperio de hombres.
Fin.