John Flanders
Le diable de cire. Traducción de I. Rived en Las mejores historias* **diabólicas, recopiladas por A. van Hageland, Libro Amigo 338,* **Editorial Bruguera S. A., 1975.
La multitud se había agolpado en torno a una cosa horrible, recubierta por un trozo de tela grasienta.
Las miradas se quedaron fijas por un instante sobre la forma humana que podía adivinarse bajo su grosera cubierta y luego se dirigieron hacia el piso superior de una casa triste cuya vieja fachada dejaba ver un letrero carcomido que decía: «Se alquila».
-¡Miren la ventana! Está abierta. ¡Es de allí de donde ha caído!
-De donde ha caído… o de donde ha saltado.
Era un amanecer gris y algunos faroles brillaban aún, aquí y allá. El grupo de mirones estaba compuesto principalmente por personas que tenían que levantarse muy temprano para acudir al despacho o a la fábrica. Aunque iba a desembocar a Cornhill, la calle estaba casi desierta. Pasó aún algún tiempo antes de que los policías descubrieran el cuerpo, que dejaron allí en su ridícula posición de muñeco desarticulado hasta que llegó el comisario. Este apareció pronto caminando por la acera opuesta, en compañía de un joven de rostro inteligente.
El comisario era pequeño y regordete y daba la sensación de estar aún medio dormido.
-¿Accidente, asesinato, suicidio? ¿Qué opina usted, inspector White?
-Puede que se trate de un asesinato. De un suicidio tal vez, pero la
causa no está todavía muy clara.
-Es un asunto sin importancia -afirmó lacónicamente el jefe de
policía-. ¿Conocía usted al muerto?
-Sí, es Bascrop. Soltero y bastante rico. Vivía como un ermitaño
-respondió White.
-¿Vivía en esta casa?
-No, claro que no, puesto que está para alquilar.
-¿Qué estaba haciendo aquí entonces?
-Esta casa le pertenecía.
-¡Ah, bueno…! No será más que una encuesta breve, inspector White. No
va a llevarle mucho tiempo.
El jurado había desechado la posibilidad de asesinato y el inspector White continuó la investigación por su propia cuenta, pues no estaba de acuerdo con esto. El joven detective se había sorprendido de la expresión de angustia que había conservado después de la muerte el rostro del poco sociable Bascrop.
Entró en la casa vacía, subió la escalera hasta el tercer piso y llegó por fin a la habitación misteriosa: cuya ventana había quedado abierta. Al pasar había notado que todas las habitaciones estaban por completo desprovistas de mobiliario. En ésta, sin embargo, había varios objetos de aspecto miserable: una silla de caña y una mesa de madera blanca; sobre esta última se veía una gran vela que sin duda había apagado alguna ráfaga de aire poco después del drama.
Una fina capa de polvo cubría la mesa, cuya madera no parecía limpia más que en tres sitios. El polvo mostraba en efecto las huellas de dos círculos vagos y de un rectángulo perfecto. White no tuvo que reflexionar mucho para descubrir la causa.
-Bascrop -se dijo- ha debido sentarse aquí para leer, a la luz de esta vela. La marca rectangular debe ser la del libro. En cuanto a estos dos redondeles sin duda son los codos del pobre hombre. ¿Pero dónde está el libro? Nadie más que yo ha entrado en esta casa desde la muerte del propietario. Por lo tanto, el desgraciado debía tenerlo en la mano en el momento de su caída.
White continuó su razonamiento. Por un lado, la calle desembocaba sobre Cornhill, pero por el otro lado daba sobre un barrio sucio, de mala fama y callejuelas infectas. Sobre la mayoría de las puertas podía leerse esta inscripción escrita con tiza: «Llámeme a las cuatro». En los alrededores vivía probablemente algún guardián de noche, o vigilante, y este hombre tal vez supiera algo.
Resultó ser viejo, sucio, y repugnante, y apestaba a alcohol. Recibió a WhIte sin ninguna cortesía.
-Yo no sé nada, absolutamente nada. Lo único que me han contado es que un hombre que estaba harto de la vida ha saltado de un tercer piso. Son cosas que pasan.
-¡Vamos! -dijo secamente White-. Deme el libro que ha encontrado cerca
del cadáver o presento una denuncia contra usted.
-Encontrar no es robar -dijo aquel triste individuo con una risita-.
Además, yo no he estado por allí.
-¡Tenga cuidado! -le amenazó White-. Podría muy bien tratarse de un
asesinato.
El vigilante vaciló aún un momento y luego acabó murmurando con aire
mezquino:
-Sabe usted, este libro bien vale un chelín.
-¡Tenga su chelín!
Es así como White vino a entrar en posesión del libro que buscaba.
«Un libro de magia -murmuró el inspector- que data nada menos que del siglo XVI. En aquel tiempo los verdugos solían quemar esta clase de libros y no andaban equivocados».
Se puso a hojearlo lentamente. Una página que tenía la esquina doblada le llamó la atención. Comenzó a leerla lentamente. Cuando hubo terminado, su rostro tenía una expresión muy grave.
«¿Por qué no he de ensayar yo también?», murmuró para sí.
Poco antes de la medianoche regresó a la calle desierta, empujó la puerta medio desencajada de la casa siniestra y subió las escaleras en la obscuridad.
Esta, sin embargo, no era completa, ya que la luna llena iluminaba el cielo con su luz helada y dejaba pasar bastante claridad a través de los cristales empolvados de las ventanas como para que pudiera verse dentro.
Una vez que llegó a la habitación del drama, encendió la vela, se sentó
donde Bascrop debía haber estado y abrió el libro por la página que ya
había visto antes. En ella estaba escrito:
«Encended la vela un cuarto de hora antes de la medianoche y leed la
fórmula en voz alta».
Se trataba de un texto en prosa bastante confusa que el Inspector no comprendía en absoluto. Pero cuando hubo terminado la lectura carraspeó un poco para aclararse la garganta y entonces oyó como un reloj vecino daba las doce campanadas fatídicas.
Levantó la cabeza y lanzó un espantoso grito de horror.
White no ha podido nunca describir con precisión qué es lo que vio en
aquel momento. Incluso hoy en día duda de que viese realmente algo.
Tuvo, sin embargo, la impresión clara de que un ser obscuro y
amenazador avanzaba hacia él, obligándole a retroceder andando hacia
atrás, hacia la ventana.
Un pánico terrible le oprimió el corazón. Supo que tenía que abrir aquella ventana, que tenía que continuar retrocediendo y que finalmente acabaría por caer sobre la barandilla para ir a estrellarse contra el pavimento tres pisos más abajo. Una fuerza invisible y poderosa le empujaba.
Su voluntad estaba apunto de abandonarle y él se daba perfecta cuenta de ello, pero una especie de instinto, el del policía acostumbrado a luchar por su vida, aún estaba despierto en él. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió echar mano a su revólver y concentrando en su brazo toda la energía de que podía disponer apuntó a la sombra misteriosa y apretó el gatillo.
Una detonación seca rasgó el silencio de la noche y la vela saltó hecha pedazos.
White entonces perdió el conocimiento.
El médico que estaba a la cabecera de su cama cuando se despertó movió la cabeza sonriendo.
-Bueno, amigo mío -dijo el doctor-, no había oído contar nunca que nadie pudiese abatir al diablo con la ayuda de un simple revólver. Y, sin embargo, es lo que usted ha hecho.
-¡El diablo! -balbuceó el inspector.
-Amigo mío, si hubiera fallado usted la vela hubiese corrido sin duda la misma suerte que el desgraciado Bascrop. Porque, sabe, la clave del misterio era precisamente la vela. Debía tener por lo menos cuatro siglos y estaba fabricada con una cera llena de alguna materia terriblemente volátil, de la que los brujos de aquella época conocían la fórmula. La extensión del texto mágico que había que leer fue calculado de tal forma que la vela tenía que arder durante un cuarto de hora entero, que es tiempo más que suficiente para que una habitación se llene por completo de un gas peligroso, capaz de envenenar el cerebro humano y de despertar en la víctima la idea obsesiva del suicidio.
Confieso que esto no es más que una suposición, pero creo, sin embargo., no andar lejos de la verdad.
White no tenía deseo alguno de entablar una discusión sobre este tema. Además, ¿qué otra hipótesis podría él arriesgar? A menos que… No, lo mejor era no pensar más en este asunto.