El Frasco
Ingvar se despertó a las diez y media del día en que todo empezó. Dio la media vuelta para intentar dormirse otra vez, porque no solía levantarse tan temprano.
Pero entonces su madre empezó a cantar, y renunció a conseguir más sueño aquella mañana. Soñoliento, se tumbó de su cama y se fue a la cocina. Después de una grandiosa búsqueda consiguió encontrar algunos restos de copos de maíz tostados, que echó en el plato más limpio que podía encontrar. No había ninguna leche, como siempre, pero tampoco hacía falta, tomándose un trago de agua de vez en cuando.
Ingvar tampoco dejó que le perturbaran algunos sonidos indicando que se hubiera soltado un rinoceronte desbocado en el dormitorio.
Sólo era su padre, llegando como siempre a derrumbar la mayoría de la mobiliaria antes de despabilarse. Cinco minutos más tarde había logrado encontrar la puerta y apareció en el pasillo. Se fue avanzando a tientas, bajó en una rodilla y entró en el cuarto de baño, gateando.
El padre de Ingvar siempre se sentía mejor una vez que hubiera lavado los dientes. También era una buena crema de dientes, sin aditivos de ninguna clase.
Por supuesto, el agua del grifo estaba contaminada, así que el padre de Ingvar siempre guardaba un botellín de güisquí para gargarizar después.
El padre, quien por cierto no era fanático en cuestión de higiene, siempre se lavaba los dientes antes y después de cada comida.
-Tus dientes son para toda la vida, -dijo a veces, enseñando los suyos a Ingvar, a quien le parecía que llegaba a contar cinco.
Su madre vino para enjuagar sus pinceles. Eso lo hacía en la cocina, después de la mañana en que su padre por poco se había tomado su trementina.
-¡Buenos días, cariño! -dijo-. ¿Has dormido bien?
-Que sí, -tosió Ingvar, echando maíz a todos lados.
-¿Y qué vas a hacer hoy? -preguntó, pero no parecía esperar ninguna respuesta. Cuando la madre estaba pintando siempre estaba muy ocupada, y casi siempre estaba pintando.
Papá salió del cuarto del baño, ya casi humano, y se fue a su despacho.
Ingvar se fue a su cuarto y se vistió. Sí, ¿qué iba a hacer? Hace dos años que había salido del noveno grado, y desde entonces en realidad no había hecho nada, pues los padres de Ingvar no creían en acuciar a sus hijos.
-¡Ya encontrará algo que le interese! -dijo la madre de Ingvar. Ya hacía tiempo que los padres de Ingvar habían encontrado algo que les interesaba. La madre pintaba, como dicho, y el padre escribía poesía. A veces recibió una carta gorda de una editorial.
Entonces andaba un par de días dando portazos, hablando en voz alta del sistema capitalista.
Había una cosa que le interesaba a Ingvar, digo las muchachas, y eso en tal grado que tenía los cajones llenos de ellas. En el colegio había pensado que las chicas eran estúpidas.
Si bien era porque ahora era más mayor, o porque se trataba de otra clase de chicas, en todo caso, pasaba mucho tiempo con ellas.
Había muchas de ellas, y a veces era difícil elegir, pero eso tampoco era necesario, claro. Otra cosa era que le gustaría sentir alguna vez como se sintiera tocando una chavala. En la calle, a veces pasó algunas de ellas tan cerca que casi se lo podía imaginar. Por desgracia no había ninguna de ellas que se podía imaginar algo con Ingvar. Ingvar decidió ir al cine. Solamente hacía un par de días que habían recibido la subvención cultural, y, por lo tanto, Ingvar estaba seguro que su madre estaría dispuesta a darle algo. Siempre era ella quien fue a recoger la subvención cultural, en un sitio que se llamaba el Departamento de Asistencia de la Dirección Social. Ahora Ingvar tenía que tomar una decisión difícil. La cuestión era si tenía que ver “Alumnas Acuchilladas” o “Mutados bacalaos de karate”.
Al final se decidió a ver “Bichos Mucosos 3”. Sin duda era verdad que se había levantado demasiado temprano, casi se estaba durmiendo durante la publicidad, que por eso tenía un efecto casi hipnótico en Ingvar.
Desde una niebla vio aparecer en la pantalla la criatura más maravillosa que jamás había visto. Parecía irse directamente hacia el, pero en el último momento dio la vuelta y se sentó al lado de un fastidioso joven que estaba guiñando y señalando a la cámara, sacando del bolsillo de la chaqueta un frasco negro con la inscripción PETIT BOURGEOIS. Después, todo fue como un sueño. Los bichos mucosos luchaban y salivaban en vano, por que Ingvar sólo era capaz de pensar en la muchacha joven y el enigmático frasco.
Aun después de haber salido del cine no logró quitarlo de su mente, las letras doradas del frasco, negro como la noche. Al final entró en un gran almacén.
-Perdone, -preguntó en la información-. ¿Sabe usted lo que será Pedro Burgués?
-Burshoa -dijo la mujer-. Me parece que es una loción para después de afeitarse. Sube la escalera y sigue todo recto. El remedio maravilloso resultó estar de oferta, y antes de advertir bien lo que estaba haciendo, Ingvar ya había comprado un frasco por lo que quedaba del dinero que le había dado su madre. Vuelto a casa husmeaba, cautelosamente, al frasco.
El olor fue paralizante, pero no exactamente desagradable. Hizo que le atravesara un estremecimiento, y se irguió de inmediato.
¿Pero qué iba a hacer con el chisme? No se afeitaba, pues sólo tenía tres pelos en la barbilla que su madre solía cortar. Intentó chapotear un poco del líquido azul en las mejillas como había visto en las películas, mientras se estaba mirando en el espejo.
-¡Dios mío!, -pensó-. ¡Qué pinta tengo! No es raro que huyen las chavalas. Silbando, llenó la bañera con agua y abrió una nueva pastilla de jabón. Su madre oyó el sonido del agua corriente y corrió aprisa, llamando ansiosamente en la puerta.
-¿Ingvar? ¿Te sientes bien?
-Sí, -gritó en respuesta-. Sólo que me voy a bañar.
-¿A bañar? -preguntó su madre, pensativa-. ¿Estás seguro que te sientes bien? Ingvar se dejó sumergir en el agua caliente, que para más seguridad había añadido un par de gotas del fuerte líquido. Después se metió a buscar, desesperadamente, en su armario.
Al final encontró un jersey cuello cisne y un par de pantalones medianamente presentables.
Cuando volvió a salir a la calle se sintió como James Bond. Sólo le faltaba la radio de pulsera - ¿o eso era Dick Tracy? Guiñó, alegre, a una hermosa muchacha que se rió y le echó una mirada que reconoció. Era así que había sonreído la muchacha de la pelicula publicitaria. Así que había funcionado. ¿Qué tal si la invitara a cenar? Pero Ingvar no tenía ni un duro. ¿Y por qué lo iba a tener?
Si era un sinvergüenza perezoso que en su vida había hecho el trabajo del día. Ahora sin embargo, todo sería diferente. Ingvar encontró una empresa grande en la guía telefónica y se presentó en el despacho del jefe de personal. El hombre detrás de escritorio le miró, críticamente, y le preguntó que clase de formación profesional tenía, etcétera.
-Voy a ser perfectamente sincero, señor, -dijo-. ¿Espero que no le moleste que le diga señor, señor? No tengo ninguna formación profesional. Sencillamente pasé por su edificio tan impresivo y vi los hombres trabajando tras mil ventanas, y le digo, señor, ¡era como regresar con su familia después de diez años en un bote salvavidas!
Pensé: Si sólo pudiera ser parte de esa maravilla, darle todo lo que tengo en mí… Diez minutos más tarde, Ingvar tenía un trabajo en el envío. El jefe de personal debió haber soltado alguna palabra, por que después de un rato vino un hombre en un traje de chaqueta a hablarle.
-Bueno, -dijo-. ¿Cómo va?
-Es terroríficamente interesante, señor, -dijo Ingvar-. Mire, allí entran las cartas, y por allí salen y ya tienen el sello y todo. Hace una hora llegó una carta de Malmö. Entonces se sobresalta uno un poquito. Pero- sí, solamente llevo dos horas aquí, pero…
-¡Diga, mozo! -dijo el superior, amable.
-Bueno, -dijo Ingvar, entusiasmado- es la publicidad que estamos mandando. Aquello de éxito y tal. Yo creo que eso ya no vende. Lo que quiere la gente es algo de solidaridad, fiesta y alegría, un alma sano en un cuerpo sano…
-Yo creo que estamos desperdiciando a usted aquí en Envío, mozo. Yo pienso que debe ensayarse en Public Relations. Yo me encargaré de ello.
Antes de cesar el trabajo, Ingvar había diseñado un nuevo anuncio de gasolina. Era una familia que había salido a dar una vuelta al bosque.
El sol brillaba de un cielo despejado, y una niña pequeña estaba intentando coger las mariposas saliendo del tubo de escape del coche aparcado.
Después, su jefe le preguntó si no quería ir con él a una reunión en el Partido del Bienestar, que esa noche, exactamente, tenía su asamblea nacional. Ingvar conocía esa clase de mitines, pues su padre solía verlos en la televisión y comentarlos en voz tan alta que nadie en el comedor se podía enterar de lo que estaría diciendo el que estaba hablando. Le parecía divertido si sus padres le vieran en la televisión y asintió, por lo tanto, y pronto estaba sentado, escuchando al orador principal de esa noche.
Apenas había concluido, sin embargo, hasta que a Ingvar le entraron unas ganas tremendas de ensayarse él mismo. Los oyentes se sorprendieron un poco al ver el joven que se estaba acercando a la tribuna. Ingvar también empezó disculpando por ser tan descarado, pero añadió que le parecía bien que dijera un par de palabras. Levantó a las nubes a su jefe y a su empresa y destacó ambos como un ejemplo de lo que podía hacer Dinamarca, internacionalmente, si sólo se quisiera liberar de un lastre de personas que no querían ni sabían trabajar. Nadie, dijo, le podía acusar de tener prejuicios de raza ya que ni se le ocurriría negar que muchos negros eran altos, y, por lo tanto, jugaban bien el baloncesto, pero un poco sí le costaba entender que Dinamarca tenía que pagar el pato de otros países que usaban a Dinamarca como un sitio donde deportar a los individuos delictivos y remolones que no tenían otro objetivo que convertir a Dinamarca en una dictadura musulmana. Durante su discurso, Ingvar mostró tanto idealismo juvenil que hasta los hastiados hombres de negocio tenían que disimular una lágrima, y en el acto fue nombrado presidente de la Juventud del Bienestar y le entregaron una bonita bandolera. Sintiéndose desbordado, volvió a su casa sólo para encontrarse con su padre en la puerta.
-¡He alimentado un fascista en mi pecho!, -gritó.
-Pero, papá, -dijo Ingvar.
-¡Papá? -vociferó el padre-. Yo no tengo ningún hijo. Y se fue a escribir una carta al editor. La madre de Ingvar estaba en lágrimas.
-¿Cómo podías hacerlo? -sollozó-. Tú de quien tanto esperábamos.
Entonces Ingvar también rompió a llorar.
-¡Perdona, mamá!, -chilló-. No sé qué me habrá pasado. No lo haré nunca más. Se abrazaron, y poco después vino también el padre de Ingvar y leyó en voz alta su carta al editor, y la madre sirvió galletas.
-Al final llegó a ser un buen día -pensó Ingvar justo antes de dormirse. Al día siguiente, Ingvar se despertó a las once porque su
padre estaba atravesando el piso, corriendo.
-¿Dónde está mi ropa? -dijo-. ¡Si tengo un aspecto fatal! Mamá secó las manos en un trapo y lo miró, preocupado.
-Tienes el traje de chaqueta del tio Oscar. Aquel que heredaste.
-Del tio Oscar. Bueno, que sirva. Pero, ¿dónde puede estar? Tengo una reunión… En el cuarto de baño los peores presentimientos de Ingvar se confirmaron. Porque aunque apenas se había disminuido el contenido del botellín de güisquí de su padre, el frasco negro estaba casi vacío.
Ingvar se vistió y salió a la calle, absorto en la meditación, el frasco en el bolsillo de atrás. Cuando llegó al puente de la Reina Luisa lo tiró tan lejos hacía los patos que pudiera. Cuando volvió, la madre de Ingvar había sacado la aspiradora y estaba limpiando el piso.
-Papá ha venido ahora en el descanso para almorzar, -explicó-. Sí, ahora es consulente de publicidad. Ha invitado su jefe a venir aquí, y por eso queremos recogerlo un poco. ¿Me quieres hacer el favor de bajar al supermercado a por un par de bistecs, cariño?
-¿De qué huele aquí? -preguntó Ingvar.
-A, es un perfume nuevo que me ha traído papá. ¿Te gusta?
Se detuvo un momento, pensativa.
-En verdad es bastante raro -dijo-. Yo me creía que esa empresa sólo vendiera loción de afeitar de hombres…
Extracto del libro: “Skrækkens ABC” (El ABC del Terror)