El invierno se excedía en el norte. La nieve encerraba en sus casas a los vecinos de sus aldeas. Los pocos previsores en apilar leña en el otoño pagaban ahora su negligencia. El viento luchaba con los escuálidos pinos. Nieve y frío se daban la mano. La noche podía más que la blancura de los prados.
Todos dormían. Ni luz ni chimenea daban señales de vida. De una de las casuchas, ubicada en las afueras de la aldea, mitad cubierta por la nieve, mitad derruida por los años, salió una sombra. Encorvada, negra y lenta, iba dejando huellas pausadas en la nieve. Al fin, se detuvo frente a una de las casas, la más grande y lustrosa del lugar. La sombra sacó de su negrura una mano huesuda y golpeó la puerta que tenía ante sí.
Los golpes sonaron como blasfemias en la noche. El ambiente nocturno y dormido tembló. Un perro aulló con escándalo. Después, otro y otro. Más golpes y más ladridos. Un niño dejóse oír. Su llanto era un leve murmullo de protesta.
Primero fue una luz apenas perceptible a través de los postigos de una
ventana. Después, unos goznes chirriaron…
–¿Qué pasa? ¡Estas no son horas!
–Perdone que le moleste, señor Manolo, pero me encuentro mal y…
–¡A mí que me importa! ¡Largo de aquí, Bruja! ¡Estoy más que harto! ¡A
ver cuándo te mueres de una vez y dejas de pedirme!
–¡Sólo necesito un poco de leña para calentarme una sopas! ¡Por favor,
llevamos ocho días de nieve y no me queda nada de leña!
–¡Vete al infierno!
El portazo sonó lejos, la pobre vieja retrocedió encorvándose más sobre su sombra nocturna sobre la nieve. Todavía se oyó dentro de la casa la más grande y lustrosa del lugar la queja vociferante: “¡No le parece poca la guerra que nos da pidiendo a todas las horas del día, que encima nos despierta en una noche como ésta!”
La luz se apagó al igual que los perros.
La anciana volvió al camino pisoteando sus propias huellas, de pronto
se paró, se dio la media vuelta y sacando su mano huesuda, tronó:
–¡Maldito! ¡Mil veces maldito! ¡Que tu hijo se convierta en lobo, en
lobo vil y sea digno de su padre! ¡Así pagarás lo que estoy sufriendo!
Más de uno lo oyó. Tuvieron que oírlo. Al día siguiente alguien lo
comentó en la cantina. Nadie tomó a broma la maldición y más de uno
daba gracias a Dios por no estar en el pellejo de Manolo.
Pasó un día y otro. La nieve se marchó igual que vino, con lentitud. Una semana después, la anciana fue hallada muerta. Como vivió, con la única compañía de la miseria y el misterio, murió. Todo parecía indicar que su agonía había sido lenta y fría.
Mucho se habló de la vieja, de su muerte y su maldición. Pero, nevada tras nevada, año tras año, todo se fue olvidando. Manolo tardó en darse cuenta de que su barba se iba nevando y su espalda, encorvando. Su hijo, el que lloró la noche aquella, era ya un mozo de buena planta. Una mañana totalmente blanca, aunque soleada, el hijo de Manolo salió de caza. ¡Qué fácil es abatir la liebre sobre la nieve! La caza era su ilusión. Pero aquel día no regresó a la casa más grande y lustrosa del lugar como de costumbre. Lo buscaron en vano cuando la tarde se aproximaba a la noche y no volvía de caza. Volvió a nevar. La tragedia atenazaba las gargantas en casa de Manolo.
–Los lobos habrán dado cuenta de él -se decían en el pueblo.
–Lo gracioso es que no hay ni un solo rastro -murmuraban entre sí los
criados que salieron en su busca.
Con las sombras de la noche regresó el viento y su canto desigual. La nieve caía con ganas. Más de uno se acordó de aquella noche perdida tras la montaña de los años, la noche de la maldición de la vieja. Manolo no lo soportaba: “¡Maldito! ¡Mil veces maldito! ¡Que tu hijo se convierta en lobo, en lobo vil y sea digno de su padre! ¡Así pagarás lo que estoy sufriendo!”. Las frases retumbaban en las sienes de Manolo como mazos silenciosos que se mezclaban con los aullidos del viento. Muchos vecinos también se atrevieron a asegurar oírlas como una voz que reptaba sobre la nieve.
Manolo no se levantó de la cama ese día. Sus ojos eran los de un loco. Un criado le informó que en los corrales había huellas de un gran lobo. Efectivamente, las huellas correspondían a un lobo enorme. El pánico se extendió con la noticia, de fogón en fogón, de trébede en trébede. Las puertas de las cuadras fueron reforzadas. Pocos salieron a la calle. Ya nadie pensó en buscar al hijo de Manolo. Nadie hablaba de la vieja muerta de frío hacía muchos años y menos de su maldición, pero todos la tenían pegada en sus mentes. A la noche siguiente los relojes parecían que se paraban o frenaban su andar lento y el amanecer jugaba a retrasar su salida. Fue una noche de alfileres en el alma y de insomnios encendidos. Más de uno cargó la escopeta con bala y la colocó al lado de la cama. Otros rezaron más de lo normal.
El lobo enorme se dejó oír. Sus aullidos parecían los de un moribundo. Ni un solo perro osó responder al reto.
Con el día todo cambió. En la cantina se vieron algunas caras con sueño. El silencio dominaba.
–¡Buenos días! -dijo un joven desconocido por todos. Su rostro estaba
demacrado y el pelo alborotado.
–Mala cara, joven -apuntó el cantinero.
–¡Como que he visto al lobo! -gruñó malhumorado el joven recién
llegado.
–¡Eh! -la exclamación se unió a la sorpresa y al terror.
–Si… -se animaba con orujo el forastero- Vengo de lejos. Vengo a
trabajar de pastor para un tal Manolo. El camino está muy malo. hay
mucha nieve. Al llegar a unos pinos que hay cerca de la primera curva
del pueblo, me salió un lobazo tremendo. ¡Lástima que no llevaba mi
escopeta! Yo ya he visto muchos lobos en mi vida y no me asustan, pero
éste… Le grité, pero ni caso. Debía estar hambriento y un lobo
hambriento es lo peor que puede haber. Le amenacé con esta cachava y se
me acercaba más y más. ¡Las he pasado moradas! Seguí andando… más
bien corrí y el lobo me seguía. Cada vez estaba más cerca. Fui incapaz
de hacerle frente y me subí a un pino escuálido. ¡No sé el tiempo que
estuve allí subido! ¡Cómo me miraba el condenado! Y no se marchaba. De
pronto, tuve la idea de tirarle un bocadillo de queso que llevaba en
este zurrón. Ésa fue mi salvación. Se lo comió y se marchó
tranquilamente. ¡Hay que organizar una batida y acabar con él!
Nadie fue capaz de mover los labios y menos un dedo para sumarse a la
petición del nuevo pastor de Manolo. Ya todos estaban seguros de la
suerte que había corrido el hijo del dueño de la casa más grande y
lustrosa del lugar.
Cinco días después, apareció el joven cazador sobre la nieve sin conocimiento. A su lado había huellas del lobazo. Nadie se lo explicaba. Lo llevaron a su casa. Allí se reanimó enseguida. La alegría hizo milagros en el rostro de Manolo.
–No sé cómo ha sido -explicaba su hijo- Me perdí en la nieve. He estado andando hasta que me han fallado las fuerzas. ¡Qué mal lo he pasado!
No sabía dar otro sentido a lo ocurrido. Pero, dos días más tarde, estando celebrándolo con sus amigos en la cantina…
–¡Buenos días, joven! ¿No has visto hoy al lobo? - preguntó con guasa el cantinero al nuevo pastor de Manolo.
–A ése se le atragantó mi bocadillo y reventó -siguió la broma el joven.
–¡Un momento! ¿De qué te conozco? -se volvió el hijo de Manolo avanzando hacia el pastor- ¡A tí te he visto antes en algún lugar!
–¡Que yo sepa…! -dudó el criado mirando fijamente al hijo de su amo.
–¡Ah! ¡Ya lo recuerdo! -explotó el cazador- Fue hace unos días, cuando
me perdí en la nieve. Te encontré al pie del bosque de pinos. No sé lo
que te figurarías, pero a medida que yo me acercaba, te ibas alejando
hasta que te echaste a correr como… Yo sólo quería que me orientaras.
Yo venga a gritarte y llamarte y tú venga huir. ¿Te creíste que yo era
un bandido o algo por el estilo?
–¡Yo no vi persona alguna en todo el camino!- gimió entre dientes el
pastor retrocediendo.
–No mientas. Me viste de sobra. Te subiste a un pino. Te vi cómo
temblabas. Al final, me tiraste un bocadillo de queso que me supo a
gloria, ¡ja, ja, ja! ¡Debía ser todo tu capital! Seguro que me
confundiste con un ladrón de caminos. Como no me hiciste caso ni
querías escucharme , me marché hasta que te perdí de vista. Eres más
miedoso…
El pastor callaba con el estupor desbordándosele por los ojos. Todos los allí presentes no perdieron sílaba. Unos pálidos, otros desencajados, nadie osó añadir palabra. Alguno sudaba a pesar del frío. El joven criado de Manolo juró y perjuró mil veces que él tiró su bocadillo a un lobo. Y no había hecho falta que lo jurara más veces. Todos estaban convencidos de sus palabras y le creían plenamente. Lo mismo que creían al hijo de Manolo, porque los dos decían la verdad. Era la misma historia contada desde aceras opuestas. Todos sabían, estaban seguros, que la maldición de la vieja, aquélla que murió un invierno de frío, hacía muchos años, se había cumplido.