El relato que aquí nos ocupa ocurrió en una aldea palentina norteña, hoy ya desaparecida. Se trata de un suceso en el que la nieve tuvo parte de culpa.
Una mañana, ya bastante avanzado noviembre, la primera nevada del invierno sorprendió a sus habitantes. Los chavales celebraban los cuarenta centímetros de espesor de blanco elemento con batallas campales a bolazos antes de entrar a la escuela, en el recreo y, mucho más aún, a la salida. Por la tarde, ya cansados de las bolas de nieve y sus consecuencias, se dedicaron a levantar un muñeco en la plazoleta que hay frente a la iglesia.
La nieve tomó forma y el muñeco allí quedó, tieso, gordo, con dos ojos de piedra negra y con su nariz de palo. Hasta le pusieron un enorme cigarro, hecho de papel de periódico.
Antes de llegar la noche, todo el pueblo se recluyó en sus casas en torno al calor y el amor de los leños chispeantes del fogón. Solamente el muñeco de nieve, solitario, firme, ajeno a la helada y a las sombras que le envolvían, como un centinela en medio de aquel desierto blanco, pasó la noche a la intemperie.
Por la mañana, la campana de la iglesia no tocó a misa a la misma hora de todos los días. Don Luis, el cura, entraba y salía del templo con nerviosismo y malhumorado, porque Roque, el sacristán, no acudía, como de costumbre a tocar a misa y a preparar todo lo necesario para el Santo Sacrificio. Roque, solterón y bonachón, siempre con la sonrisa en la boca, nunca hizo mal a nadie. Según él, le daba alegría la tristeza ajena. Prefería los niños a las personas mayores.
Aquellos eran más sinceros, más nobles en sus juegos y palabras. Así, con su cara redonda y colorada, gozaba de justa fama de hombre bueno en exceso, amigo de bromas felices, de chanzas simpáticas y de juegos infantiles. Más de uno, quizá envidioso o tal vez debido a la mala uva, opinaba que Roque estaba a falta de un chaparrón y se llevaba el dedo índice a la sien, moviéndolo como si apretara un tornillo. A consecuencia de esto, en más de una ocasión tuvo que aguantar las bromas pesadas de los mozos más brutos, como aquella Semana Santa, en que subieron un burro al coro y lo vistieron con ropas de mujer. A la hora de cerrar la iglesia, uno de los mozos avisó a Roque que una vieja estaba dormida en el coro. El pobre sacristán, malhumorado, subió casi a tientas las escaleras, pues sólo quedaba en el templo la vela del Sagrario encendida. Una vez en el coro, trató de convencer a la falsa vieja, tumbada en un rincón. Como no le hacía caso, la agarró del mantón y tiró con fuerza. Cuando el burro se puso de pies y comenzó a cocear, Roque espantado, gritó y corrió cuanto pudo. Fue una tarea difícil convencerle que aquello, a lo que él había estado hablando para que se marchara a su casa, no era más que una bestia de carga y no el demonio, como aseguraba en medio de un susto garrafal y las risas escandalosas de media docena de mozos escondidos para no perderse el espectáculo de su irreverente broma.
Don Luis, el cura, se alarmó en exceso cuando llamó en casa de Roque y allí no respondió nadie. Avisó al alcalde y a cuantos vecinos pudo. Entre todos echaron abajo la puerta con el negro presentimiento de hallar al pobre Sacristán más tieso que los carámbanos del alero de la casa del cura. No encontraron a nadie. Estaba todo en orden.
–¿Dónde se habrá metido? -se interrogaban unos a otros sin encontrar
la respuesta.
–Hay que buscarlo y pronto -ordenó el cura.
Ningún rincón del pueblo quedó sin ser registrado. La búsqueda
minuciosa resultó inútil. A un mozo se le ocurrió decir que podía haber
salido de madrugada al bosque cercano a poner lazos a los conejos, lo
cual solía hacer el sacristán y la mayoría de los hombres del lugar y
en especial en invierno.
–Pero… ya es más de mediodía -argumentó el alcalde-. Tenía que haber
regresado.
–¿Y si le pasó algo…?
–¿Y si le han atacado los lobos?
–¿Y si se perdió en la nieve?
Las preguntas se multiplicaban y la respuesta no aparecía. Después de
más sugerencias, opiniones y suposiciones, un grupo de mozos, armados
con escopetas, se dirigió al bosque próximo. Le registraron palmo a
palmo. Ya regresaban con las manos vacías, cuando uno dijo:
–Si al menos hubiéramos visto un conejo…
–Pues… -añadió otro- yo me he quedado con las ganas de hacer un par
de disparos.
–Por las ganas no te quedes. Puedes tirar a aquél árbol -le
tranquilizó otro.
–No soy de los que malgastan los cartuchos y menos éstos que son de
bala y que reservo para el lobo.
–¡Bah! -bromearon sus compañeros- No presumas, ya sabemos que tú no
das ni a una vaca pastando.
–Cuando quieras hacemos una apuesta. Si te parece, una cena para
todos.
–¡Hecho! -exclamaron- Si sale un lobo, te dejamos a tí. Tiene que caer
al primer disparo. En caso contrario pagarás la cena.
–De acuerdo -cerró el trato el joven seguro de no fallar en la primera
oportunidad.
En lugar de regresar al pueblo, olvidados del pobre Roque, el grupo de mozos se dirigieron a un vallejo lleno de brezos. Anduvieron todo el día sin conseguir sus propósitos. Cansados de caminar sobre la nieve, no tuvieron más opción que regresar a la aldea. La noche se asomaba ya por las alturas del bosque. Todos les esperaban con el alma en vilo. Al disgusto por la no aparición de Roque, se unió la tardanza de los mozos y que alertó aún más a todo el pueblo.
Los mozos estaban aún más disgustados, porque sus planes habían fallado. No hicieron caso de los reproches de sus mayores. Sólo les preocupaba la cena apostada.
Ya echada la noche sobre el lugar, todos se retiraron a sus casas, retorciendo y estrujando sus pensamientos en la batidora de sus cerebros. Nadie se podía explicar qué es lo que podía haberle ocurrido al sacristán.
Antes de entrar en su casa, el mozo de la apuesta, con el genio a flor de ojos y con el ansia de disparar al lobo frustrada, se echó la escopeta al hombro, apuntó colérico y disparó al muñeco de nieve, que, sonriente, parecía burlarse de él en medio de la plazoleta.
El estampido del disparo alarmó momentáneamente a los vecinos, pero nadie lo dio más importancia que la que tenía el saber quién era el autor y a quién había disparado. Estaban acostumbrados a las bravuconadas y caprichos moceriles del joven y de sus amiguetes.
Absolutamente nadie se preocupó del muñeco de nieve y del impacto de bala en su pecho.
Aquella noche heló fuerte. Por la mañana, los niños continuaron sus combates, bola de nieve va y bola de nieve viene.
El hijo del alcalde, Joselín, fue el primero en darse cuenta que el muñeco de nieve tenía un agujero en el pecho a la altura del corazón, rodeado de una mancha rosácea, como si alguien hubiera hecho el agujero con un palo embadurnado de tinte rojo. Los niños observaron en silencio, confusos y temerosos. Su obra de nieve presentaba ahora un aspecto trágico.
–Nos han asesinado al muñeco -gimió un chavalín pelirrojo.
–El gracioso de ayer -cortó Joselín- le disparó porque le dio la gana.
–¡Y ha sangrado! -exclamó asombrado un tercer chiguito.
–No seas memo, ¿cómo va a sangrar si todo es de nieve?
–¿Entonces?
–Eso es pintura -se pavoneó Joselín imitando a su padre- ¿O es que no
lo veis?
Como el hijo del alcalde era el más listo de la escuela, al menos eso opinaba su padre, todos los chavales quedaron tan convencidos. Pensaban que algún bromista, para incordiar aún más al mozo del disparo, añadió el color rosáceo al pecho del muñeco, que seguía tieso, con una sonrisa incansable.
Pasó otro día y otro. Y Roque el sacristán no aparecía. Todo el pueblo parecía ya resignado ante la ausencia inexplicable. Trataban de convencerse unos a otros que en algún momento volvería al pueblo. Al tercer día, el tiempo cambió. Un vientecillo del Sur suavizó la temperatura barriendo con prisa la nieve. Era mediodía, cuando en la plazoleta de la iglesia, una de las niñas que jugaba en torno al muñeco de nieve, que poco a poco iba mermando, lanzó un grito histérico que se repitió como un echo tartamudo. A estos gritos se sumaron otros y otros, no sólo de las demás niñas, sino también de las primeras mujeres que asomaron a las puertas de sus casas al reclamo de los chillidos desenfrenados.
En pocos minutos todo el pueblo se congregó en torno al muñeco. Atónitos, con el pánico recorriéndoles las entrañas, contemplaron la cabeza del pobre sacristán que asomaba entre la nieve que se derretía lentamente. Roque estaba allí, rígido, con los ojos fijos, saltones, acusadores y llenos de agua, posiblemente de la nieve recién deshelada o tal vez a varias lágrimas solidificadas en su momento. Poco después, quedó al descubierto la boca, entreabierta, pero sin la sonrisa eterna de Roque. Más tarde, fue la garganta blanca, tersa, como si un mal trago se hubiera quedado a mitad camino.
Nadie se atrevía a tocarlo. Dejaron que la nieve poco a poco se fuera. Cuando el cuerpo del sacristán quedó al descubierto, comprobaron que tenía en el pecho, junto al corazón el orificio de una bala. El pobre Roque allí estuvo todavía un par de horas, firme en medio de la plazoleta, como un chopo en la orilla del río.
En aquella aldea nunca se pudo explicar la verdad de lo sucedido. Al mozo que hizo el disparo no se le pudo culpar de aquella muerte, pues juró y perjuró con rabia que no sabía nada.
–¿Cómo se metió Roque dentro del muñeco? -se preguntaban.
–¿Lo mataron y el cadáver fue convertido en muñeco?
–¿Fue él mismo quien se cubrió de nieve y se puso en la plazoleta para
gastar una de sus inocentes bromas a los niños?
–¿Sabía realmente el mozo que efectuó el disparo que dentro del muñeco
estaba Roque?
Todo el misterio quedó sepultado junto al sacristán. El tiempo, experto en olvidos, se encargó de lo demás. Solamente en medio de alguna nevada, cuando se ven las figuras alegres de los niños jugueteando en torno a un muñeco de nieve, algún anciano recuerda confusamente este suceso, que posiblemente lo oyó de pequeño en idénticas circunstancias.