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    Eternamente bruja

    Alena soñó que pensaba en las brujas y aun en sueños no pudo reprimir una sonrisa un tanto maliciosa. Le resultó poco familiar el ambiente del sueño; como si estuviera en otro sitio, en otro espacio, en otro tiempo.

    El tema de las brujas siempre me ha apasionado. Las historias de esas mujeres o esos seres considerados diabólicos y que poseían poderes sobrenaturales me produce una extraña fascinación. La fascinación se debe primero al halo de misterio que invaria-blemente las acompaña y, segundo, al hecho de que a pesar de sus poderes extra-ordinarios sean humanas y, por tanto, vulnerables. No sé de ninguna que haya resultado incólume a las llamas. Tampoco creo que ninguna haya sentido placer al sentir el calor, la sofocación , el olor a su propia carne quemada.

    Cuando de brujas se trata pensamos en una historia lejana, en cuentos de camino, en invención producto de mentes ociosas o retorcidas, en imágenes magnificadas por el paso del tiempo y fomentadas abundante y morbosamente por las películas de terror. En los umbrales del siglo veintiuno creer en brujas puede repre-sentar para algunos infantilismo mental.

    Consideraciones aparte yo sí creo en las brujas. No en las brujas de cabellos largos, maltratados, brujas desconocedoras de la maravillosa creación del Pantene Pro-V o de la línea para cabellos de Mirta de Perales. No en las brujas de cabellos negros-negrísimos o rojos-rojísimos (asociados el negro a lo misterioso y catastrófico y el rojo a los instintos más bajos y por tanto, execrables del ser humano).

    No en las brujas de uñas largas, descomu-nalmente largas y curvas simulando garras y, por supuesto, también negras. No en las brujas agrupadas frente al inmenso caldero y moviendo un extraño brebaje verdoso, maloliente y burbujeante con apariencia de plasticina derretida. No en las brujas acartonadas de noche de Halloween y bulletin-board de escuela, montadas en su escoba sobre el fondo de una esplendorosa luna llena. No en las brujas con verrugas en la nariz y quién sabe en cuántos otros insospechados lugares de su cuerpo. No en las brujas convocadas en aquelarre desenfrenado en el claro de un bosque. No en brujas transformadas en gatos negros –claro– de centelleantes ojos amarillos. Y mucho menos en brujas sofisticadas e importadas e impuestas gracias a la industria de cine. Ni en las inofensivas brujas que realizan cambios con un ligero movimiento de su nariz. Ni en las brujas fantasmales que atraviesan paredes. Ni en las brujas feas que dan a niñas inocentes manzanas envenenadas. No creo ni en éstas ni en ningún otro tipo de brujas que se pueda inventar o imaginar. Cuando digo que creo en las brujas me refiero más que a un físico a una forma de ser, y se es bruja como se puede ser hombre o mujer. Y también se puede ser bruja por afición o por vocación o por distracción o por casualidad o por preferencia. El ser bruja no discrimina por razón de sexo, edad, raza, nacionalidad, creencias políticas o religiosas. Por lo tanto, las brujas en las que creo y de las que se pueden realizar incluso clasificaciones, pueden o no responder a alguna de las características atribuidas a las que ya se han mencionado. Entre las múltiples variantes existentes pueden identificarse con mediana claridad cuatro tipos: brujillas, aprendices de brujas, brujas aficionadas y brujas propiamente dichas.

    Las brujillas son, por lo general, pequeñas de estatura; ágiles de mente; con cabellos muy largos y rizados y ojos grandes como si quisieran abarcar con ellos el mundo entero. Curiosas, juguetonas, nerviosas y sensibles. Son brujillas no por lo pequeñas sino por la manifestación ínfima de la maldad. Casi podría decirse que la maldad, si existe en ellas, es más bien un accidente. Pueden ser traviesas, sí, pero no malvadas. Pueden pensar incluso en la maldad, pero son incapaces de ejecutarla. A menudo confunden maldad con travesura y lo que para ellas es una acción infame para el promedio no pasa de ser un jueguito de niños. Una vez la brujilla Anamarina envió a un amigo diabético una caja de bombones. Terrible si no contamos el resto. El día que se la envió, su amigo estaba solo, sufriendo de un bajón de azúcar. Los bombones de Anamarina sirvieron para salvarle la vida. Se equivocan con frecuencia las brujillas y se divierten con sus equivocacio-nes. Contrario a las aprendices de bruja, son simpáticas y de conversación fácil.

    Las aprendices casi siempre son delgadas y altas y andan por la vida con una expresión de insatisfacción y desagrado. Parecen demasiado conscientes de su condición de aprendices de la cual continuamente se afanan en salir de forma excesiva. No tienen habilidad para tratar a la gente y aun cuando intentan la simpatía, el intento irradia una molestia interna que se hace evidente de inmediato. Prefieren observar con la esperanza de aprender cómo dejar de ser aprendiz . El no aceptar su condición natural es su mayor defecto. Tanto, que muchas veces lo olvidan y pretenden ser brujas. En esos momentos cometen sus mayores errores y como les falta la majestuosidad de las brujas verdaderas, el error se convierte en horror y bien puede costarles la expulsión definitiva de su clase. Si por el contrario, la aprendiz acepta su condición, puede convertirse en ayudante de bruja mayor, rango muy estimado que le permite conocer de cerca las artes ocultas y su ejecución sin cargar con la responsabilidad de las consecuencias.

    Las brujas aficionadas pertenecen a una categoría distinta. Poseen la habilidad natural, pero no les interesa desarrollarla. No consideran con seriedad la condición brujeril y sus ejecutorias responden casi siempre a la casualidad. Son brujas a tarea parcial. Temporeras e inconstantes. En ellas la improvisación juega un papel importante. Son incapaces de repetir siquiera el más elemental de los gestos rituales, olvidan con facilidad. Van por la vida con soltura a pesar de su despiste continuo. Poseen una gracia natural que les permite responder con chispa a los comentarios más mordaces y casi podría decirse que nacieron para hacer reír. Son generosas de cuerpo y espíritu, adoradoras fervientes de la vida, dispuestas al abrazo consolador, a la sonrisa conciliadora, a la dávida, al gesto pacificador, a la marcha solidaria, al comentario asertivo, a la recomendación feliz.

    Si habláramos de brujas, brujas propiamente dichas (Malena sonrió), sería necesario hacer la aclaración inicial de que es ésta, de todas las clasificaciones, la que ofrece mayores dificultades. No existe modelo físico que nos permita establecer con claridad los seres que pertenecen a esta categoría. Las brujas pueden ser grandes o pequeñas, gruesas o flacas, rubias o pelinegras. Tampoco existe un rasgo de carácter que nos permita distinguirlas; esto es, pueden ser simpáticas o ácidas, parlanchinas o calladas, inteligentes o ignorantes. Más que responder a una característica física, las brujas responden a una actitud vital. Actitud vital proveniente de su conocimiento, intuitivo al principio, de pertenecer a un círculo prohibido para muchos, desconocido para algunos, temido por la mayoría. Ese conocimiento fundamental agrega a su carácter, cualquiera que éste sea, una buena dosis de orgullo que raya en la arrogancia.

    Puede la bruja optar por la bondad o la maldad cuando pasa del conocimiento intuitivo a la certeza. No hay términos medios: o se es bruja buena o se es bruja mala, aunque ser una o otra no excluye la capacidad para el bien o para el mal. Tampoco existe posibilidad de cambio en este punto. Una vez se decide por la bondad o la maldad tiene que continuar desarrollándola hasta el final. He sabido de brujas malas que han perdido todo poder al intentar el mínimo gesto de generosidad. Y alguna bruja buena ha perecido a causa de un mal pensamiento.

    Encontrarse con ellas constituye siempre un gran acontecimiento. Una bruja buena puede ayudarte a buen morir. Una bruja mala puede desgraciarte el resto de tus días. Son inolvidables y temibles.

    Malena abrió los ojos con dificultad, trató de incorporarse y desistió al percatarse que estaba de pie. Miró a su alrededor, el humo impedía distinguir los contornos. Su mente no se aclaraba. En vano intentó conjugar ese tiempo con el otro que había visto en el sueño. Por un momento creyó que el sueño era ese instante, quiso creerlo, casi logra creerlo cuando sintió el calor de las llamas lamiendo suavemente las plantas de sus pies. Miró hacia arriba, vio el alcázar con su torre al fondo. Entonces entendió.

    Publicación May 17, 2022
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