Hacia una Psicología del Mal
—Daniel Meléndez—
“Gran parte de la historia de la humanidad puede explicarse, si no justificarse, por el conflicto entre la gente de baja inteligencia (que consideran objetiva la diferencia enttre el Bien y el Mal) y la gente de alta inteligencia (que consideran subjetiva la diferencia entre el Bien y el Mal.” —Michael Aquino
Según Freud, existe un antagonismo entre el malvado instinto o “pulsión de muerte” (Thanatos) y la bondadosa “pulsión de vida” (Eros). Una especie de duelo en la que el mal siempre termina imperando. Jung, por su parte, “empleó el término [nietzscheano] de “sombra” para referirse a la maldad del individuo y reservó el concepto de “mal” para maldad colectiva”. Según éste punto de vista, no debemos buscar el origen de lo patológico, de lo negativo y de lo malo en la cultura sino en la actitud moral del individuo ya que la causa original del mal no radica en la moralidad colectiva pues ésta sólo “se transforma en algo negativo cuando el individuo considera sus mandamientos y prohibiciones como algo absoluto e ignora el resto de sus pulsiones”.
En opinión del psicoanalista Rollo May, el término de diablo “es inadecuado ya que proyecta el poder fuera del Yo y abre las puertas a todo tipo de proyecciones psicológicas”. Es por ello que May opuso la noción de daimon al símbolo juedo-cristiano del mal cósmico, el “diablo”.
El concepto Jungiano de sombra y, más concretamente, el modelo de May de lo daimónico, han abierto el camino que nos conduce a una psicología más comprehensiva del mal.
Durante mucho tiempo los diablos y los demonios han sido considerados como la causa y la personificación del mal. Según Freud, los pueblos aborígenes proyectaron su hostilidad sobre demonios imaginarios. “Es muy posible que el concepto de demonio esté relacionado con la muerte […] el hecho de que los demonios siempre hayan sido considerados como los espíritus de las personas que acaban de morir testimonian la influencia del duelo en el origen de la creencia de los demonios.”
Históricamente hablando, los demonios han servido de chivo expiatorio y de receptáculo de todo tipo de impulsos y emociones amenazadoras e inaceptables. Pero la versión popular y parcial es unilateral de los demonios es psicológicamente simplista e ingenua.
Refiriéndose a la idea medieval de lo “daimónico”, Jung dice que “los demonios son intrusos procedentes del inconsciente, irrupciones espontánas de complejos del inconsciente en la continuidad del proceso de nuestra conciencia. Los complejos son comparables a demonios que hostigan nuestro pensamiento y nuestra acción. Es por ello que, en la antigüedad y en la Edad Media, las perturbaciones neuróticas agudas eran consideradas como una consecuencia de la posesión”.
Al elaborar su concepto de lo daimónico, Rollo May nos recuerda que el moderno término demonio viene de la antigua noción greiga de daimon, y como tal explica que “lo daimónico es cualquier función natural —como la sexualidad, el erotismo, la cólera, la pasión y el anhelo de poder— que tiene el poder de dominar a la totalidad de la persona. Lo daimónico puede convertirse en el acicate para la creación o en un terremoto destructivo y, con mucha frecencia, en ambas cosas al mismo tiempo. Pero cuando este poder funciona mal y un fragmento termina usurpando el control de toda la personalidad padecemos de una ‘posesión daimónica’, el término tradicional con el que se denominado a la psicosis a lo largo de la historia. Obviamente, lo daimónico no es una entidad, sino una función arquetípica fundamental de la experiencia humana, una realidad existencial”.
Así pues, los daimones eran buenos o malos, constructivos o destructivos, según la relación que la persona sostuviera con ellos. Durante la época helenística y Cristiana se acrecentó la división dualista entre los aspectos positivos y negativos de los daimones. Siguiendo esta línea, hemos llegado en la actualidad, a tener una población celestial dividida en dos campos, los ángeles, encabezados por Dios, y los diablos, aliados de Satán.
Quienes siguen perpetuando esta dicotomía artificial no alcanzan a comprender que es imposible conquistar a los llamados diablos y demonios destruyéndolos sino que, por el contrario, debemos aceptarlos y asimilar lo que simbolizan en nuestro Yo y en nuestra vida cotidiana.
Aunque existen importantes similitudes entre el concepto de sombra y el de daimónico existen, no obstante, considerables diferencias entre ellos. La revitalización del modelo de lo daimónico realizada por May constituye un intento de contrarrestar y corregir e dogmatizmo, deshumanización, mecanización y abuso que ha hecho la moderna psicología profunda del concepto jungiano de sombra y de su tremenda significación psicológica con respecto a la naturaleza de la maldad en el ser humano.
Cuando nos ponemos de acuerdo con lo daimónico, es decir, cuando asumimos nuestros “demonios” internos —simbolizados por aquellas tendencias que más tememos y rechazamos— los transformamos en útiles aliados, en energía psíquica renovada y apta para los propósitos más constructivos.
El problema del Mal en la actualidad El mito cristiano permaneció inexpugnable durante todo un milenio hasta que en el siglo XI comenzaron a advertirse los primeros síntomas de una transformación de la conciencia. A partir de ese momento, la inquietud y la duda fueron en aumento hasta que, a fines del segundo milenio, vuelven a percibirse los atributos de una catástrofe mundial que amenaza a la conciencia. Ésta amenaza consiste en una hipertrofia de la conciencia —una hubris, en otras palabras— que puede resumirse en la frase: “No hay nada superior al hombre y sus hazañas”. El mito Cristiano ha perdido su trascendencia y, con ella, ha desaparecido también la noción de la totalidad ultramundana propuesta por el Cristianismo.
A la Luz sige la oscuridad, la otra cara del Creador; y éste proceso ha alcanzado su punto culminante en el siglo XX. Esta emergencia del mal, cuya primera erupción violenta tuvo en Alemania, coloca al Cristianismo frente al Mal (representado por la injusticia, la tiranía, la mentira, la esclavitud) y la opresión de la conciencia) y revela hasta qué punto el Cristianismo ha sido socavado en el siglo XX. “El mal ya no puede seguir justificándose con el principio de la privatio boni [ausencia del bien] y se ha convertido en una realidad determinante que ya no puede eliminarse del mundo por medio de una simple paráfrasis. A partir de ahora debemos aprender a controlarlo porque va a permanecer junto a nosotros aunque, de momento, resulte difícil concebir cómo podremos convivir con él sin experimentar sus terribles consecuencias”.
Permanecer en contacto con el mal supone el riesgo de sucumbir a él. Sin embargo, ya no podemos seguir sucumbiendo, ni siquiera al bien. Un bien en el que “caemos” deja de ser un bien moral. No se trata de que se convierta en algo malo sino de que el mismo hecho de un de sucumbir puede generar todo tipo de problemas. Cualquier forma de adicción —ya se trate de la adicción al alcohol, a la morfina o al idealismo— es mala. Debemos dejar de pensar en el bien y el mal como términos absolutamente antagónicos. Debemos dejar de lado el criterio de la acción ética que considera que el bien es un imperativo categórico y que podemos soslayar el llamado mal. De este modo, al reconocer la realidad del mal necesariamente relativizaremos al bien y al mal y comprenderemos que ambos constituyen paradójicamente dos mitades de una misma totalidad.
En la práctica esto significa que el bien y el mal dejan de ser incuestionablemente evidentes y que debemos caer en cuenta de que es nuestra propia valoración la que los hace reales.
Es imposible eludir el tormento de la decisión ética. No obstante, por más extraño que pueda parecer, debemos ser lo suficientemente libres para evitar el bien y para hacer el mal si nuestra decisión ética lo requiere así. Dicho en otras palabrs, no debemos caer en ninguno de los opuestos. En determinados casos el código moral se abroga y la decisión ética se deja en manos del individuo. Sin embargo, el individuo suele ignorar totalmemte su propia capacidad de elección y busca ansiosamente en el exterior normas y reglas que puedan orientar su conducta. Gran parte de la responsabilidad de ésta situación reside en la educación, orientada exclusivamente a repetir viejas generalizaciones pero totalmente silenciosa respecto a los secretos de la experiencia personal. De este modo, individuos que ni viven ni vivirán jamás de acuerdo a los ideales que proclaman, enseñan todo tipo de creencias y conductas idealistas sabiendo de antemano que nadie va a cumplirlas y, lo que es todavía más grave, nadie cuestiona siquiera la validez de este tipo de enseñanza.
Para obtener una respuesta al problema del mal, es absolutamente necesario el autoconocimiento, es decir, el mayor conocimiento posible de la totalidad del individuo. Debemos saber claramente cuál es nuestra capacidad para hacer el bien y cuántas vilezas podemos llegar a cometer. Si queremos vivir libres de engaños e ilusiones debemos ser lo suficientemente conscientes como para no creer ingenuamente que el bien es real y que el mal es ilusorio y que ambas fuerzas forman parte de nuestra propia naturaleza.
La Cristiandad sigue sin contestar a la antigua pregunta gnóstica: “¿De dónde proviene el mal?” y la cauta insinuación de Orígenes de la posible redención del Mal sigue siendo calificada como herética. Hoy nos vemos a reformular esta pregunta pero seguimos con las manos vacías, desconcertados y confusos y ni siquiera podemos explicarnos que —a pesar de la urgencia con la que precisamos— no existe ningún mito que pueda ayudarnos.
De la misma manera que el Creador es completo también lo es Su criatura, Su hijo. El concepto de totalidad divina es global y nada pude separarse de Él. No obstante, sin ser conscientes la totalidad se escindió y de ésa división se originó el mundo de la luz y el mundo de las tinieblas. El cristianismo perpetuó posteriormente esta escisión metafísica. Satán —que en el Antiguo Testamento pertenecía todavía al entorno próximo a Jehová— constituyó a partir de entonces el polo eterno diametralmente opuesto al mundo divino.
Sólo podremos construir comunidades basadas en la honestidad y el reconocimiento de las limitaciones humanas y descubrir la auténtica vida espiritual cuando recuperemos las proyecciones de sabiduría y heroísmo que habíamos depositado sobre los demás.
El Mal y la Religiosidad Uno de los objetivos fundamentales de la religión es, y siempre ha sido, el de definir a la sombra, enfrentar el mundo de la luz al mundo de la oscuridad, y dictaminar la conducta moral de sus acólitos. Toda religión tiene su manera peculiar de escindir la totalidad en Bien y Mal, y cuanto más afilado es el instrumento que se utiliza, más específicos sn los dieales éticos que prescribe. En el Antiguo Testamento, Isaías nos dice: “¡Ay de aquéllos que llaman bien al mal, que confunden la oscuridad con la luz y la luz con la oscuridad, que toman lo amargo por lo dulce y lo dulce por lo amargo… porque contra ellos se dirigirá la ira del Señor!”
En un Universo dividido entre el blanco y el negro, el camino de lo correcto y el camino de lo equivocado, se dirigen en direcciones completamente diferentes que pueden conducirnos a los cielos o llevarnos por el contrario a las profundidades de los infiernos. Los creyentes de este tipo de religión afirman que debemos elegir entre uno u otro sendero. En palabras de Bob Dylan: “Debes servir a alguien. Puede ser el Diablo o el Señor, pero debes servir a alguien”.
También hay quienes reconocen la relación existente entre el Lado Oscuro y el Lado Luminoso, y aceptan la relatividad del mundo humano. Según Maimónides: “la maldad sólo lo es en relación a algo”. Las fuerzas parejas del Bien y del Mal, de la Luz y la Oscuridad, aparecen, con pequeñas variaciones en casi todas las tradiciones.
Según las tradiciones —ocultas hasta hace muy poco tiempo— místicas y esotéricas (de sufís, alquimistas y chamanes) la sombra no es una realidad objetiva y externa, sino que por el contrario son energías internas mal compendidas y por consiguiente mal encausadas. Como señala Joseph Campbell: “Quien es incapaz de comprender a un dios lo percibe como un demonio”.
Para los místicos, en cambio, el bien y el mal se asientan en nuestro interior. Es por ello que sus enseñanzas no apuntan a prescribir una moral sno que tan solo aspiran a ofrecernos fórmulas para llevar a cabo el trabajo espiritual. En este contexto, una determinada práctica meditativa o una ceremonia chamánica puede ayudar al individuo a armonizar una energía dañina, como la rabia o la lujuria, y reencausarla hacia el lugar que le corresponde en nuestro mundo interno.
Las tradiciones ocultas suelen tratar a la sombra con una mezcla de respeto y de cautela, porque la sombra es una figura clave a la que no podemos dejar de tener en consideración. En términos Jungianos, podríamos decir que los practicantes de la magia negra han invertido la polaridad blanco / negro y están poseídos por el arquetipo de la Sombra. Sólo a la luz de lo anterior es posible comprender la devoción diabólica de Anton LaVey.
Tal vez si descubrimos nuestra proclividad hacia la magia negra satánica podamos conquistar los miedos irracionales que paralizan nuestra voluntad y nos impiden enfrentarnos y relacionarnos con el Diablo. Quizás el terror de Hiroshima —con sus epantosas secualas para la Humanidad— puedan permitirnos vislumbrar la monstruosa silueta de nuestra diabólica sombra.
Cada nueva guerra pone en evidencia nuestros rasgos más diabólicos. Hay quienes llegan incluso a afitrmar que la guerra cumple precisamente con la función de revelar —y recordar— a la humanidad su enorme potencia para el mal de un modo tan crudo que no nos quede más remedio que tomar conciencia de nuestra propia sombra y establecer contacto con las fuerzas inconscientes de nuestra naturaleza interior. Según Alan McGlashan, por ejemplo, la guerra “es el castigo por la incredulidad del ser humano con respecto a las formas que moran en su interior”.
Paradójicamente, sin embargo, a medida que la vida consciente del ser humano se torna más “civilizda” su naturaleza animal se declara en guerra y se vuelve más salvaje. A este respecto dice Jung:
“…las fuerzas instintivas reprimidas por el hombre civilizado son muchísimo más destructivas —y por consiguiente más peligrosas— que los instintos del primitivo que vive de continuo en estrecho contacto con sus aspectos negativos. En consecuencia, ninguna guerra pasada puede competir —en cuanto a su colosal escalada de horrores se refiere— con las guerras que asolan hoy a las naciones civilizadas…”
Jung continúa diciendo que la imagen tradicional del diablo —mitad hombre mitad bestia— “describe exactamente los aspectos más siniestros y grotescos de nuestro inconsciente con el que jamás hemos llegado a conectar y que, por consiguiente, ha permanecido en su estado salvaje original”.
Si examinamos más de cerca ese “hombre-bestia” que se nos muestra en la figura del Diablo, descubriremos que en él no hay ninguna parte que destaque sobre las demás. Lo que a muchas personas les parece detestable es el absurdo conglomerado de rasgos tan dispares. Este agregado irracional atenta contra el mismo orden de las cosas y socava el esquema cósmico sobre el que descansa nuestra visión de la vida. Afrontar esta sombra significa afrontar un miedo que no solo espanta al ser humano, sino que aterra a la misma Naturaleza.
Pero esa extraña bestia que todos llevamos en nuestro interior y a la que proyectamos como Diablo es, después de todo, Lucifer. Y según el mito, Lucifer sigue siendo un ángel —aunque haya caído— el Portador de Luz y, como tal, nos ofrece beber de las fuentes del Conocimiento. Es imprescindible, pues, que aprendamos a establecer contacto con él.