Historia del muchacho que era asesino.
Autor: Raul Bonilla.
“…Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum.
Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito
corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas,
tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba.
Y todavía faltaban el movimiento lento y
el canto hermoso del último movimiento…”
Anthony Burguess - La naranja mecánica
Yo sabía que ella iba a morir y no hice nada por evitarlo. Tengo quince años, no tengo amigos y no sé nada de la vida. Todo lo que ha cambiado desde que ella murió es que soy un año mayor. Ella se llamaba Larisa.
El que la mató Danilo. Danilo es mi hermano mayor. Hace un año vivíamos con nuestros padres adoptivos en un barrio de San José. Era una casa grande, de dos pisos, con suelo de madera, techo de teja y paredes blancas. Tíos, abuelos y primos vivían junto a estos señores que nos daban vivienda, en perfecta armonía familiar.
Danilo y yo nos la pasábamos encerrados en nuestro cuarto el sótano, en realidad para no incomodar a los habitantes de la casa con nuestra presencia. Doña Paz, la madre del hombre que nos adoptó, nos llevaba la comida todos los días. Dejaba la bandeja al pie de la puerta y tocaba avisándome antes de irse. Ella nunca le hablaba a Danilo.
Nuestra existencia transcurría en espera de un solo acontecimiento: la mayoría de edad de Danilo, próxima a cumplirse, que significaba el fin de maltratos, degradaciones y familias adoptivas. Danilo había sido expulsado del colegio por decirle sus cuatro verdades a un profesor de álgebra, un alcohólico. Era la enésima vez que Danilo causaba problemas y la familia con que vivíamos se terminó de hastiar de nosotros y nos devolvió a la institución. Nuestra nueva familia ni se inmutó en buscarle un nuevo colegio a Danilo y de a milagro siguieron pagando mi educación. Los dos últimos años los había pasado rehabilitando y era seguro que repetiría el que cursaba.
Danilo tenía que pagar renta, ya que no estudiaba. Trabaja un tiempo aquí y otro allá, haciendo de todo un poco. Nunca duraba en un empleo porque siempre terminaba de pelea con sus compañeros de trabajo. A veces renunciaba, otras lo despedían. El decía que mientras no le pagaran lo justo no le iba a aguantar nada a nadie. Mientras tanto ahorraba en espera del gran día. Soñaba con conseguir un apartamento barato, fundar una pequeña compañía y ser independiente.
Yo lo escuchaba avergonzado de mi mismo. Me la pasaba haciendo nada sin poder reunir la mínima concentración para estudiar. En las contadas ocasiones que estudiaba algo, no lograba memorizar nada. La mente se me ponía en blanco cuando llegaba a clases.
Yo asistía a la misma escuela que Ruth, una de las hijas de los señores que nos adoptaron. Ruth no me determinaba en la casa, mucho menos en el colegio. En cierta ocasión en que unos chicos que solían pegarme me robaron el dinero del almuerzo y fui a pedirle prestado, la encontré con unas amigas. Ruth palideció y me arrastró a un rincón, me dio el dinero y regresó donde sus amigas. Antes de irme alcancé a oír que respondía: El no es nadie.
Otro día la sorprendí inventando una historia a su madre para escabullirse a una fiesta. Al tratar de desmentirla, me gritó: ¡Cállate, recogido! y yo miré a su madre mientras esta desviaba la mirada y no decía nada.
En época de exámenes Ruth solía traer amigas a la casa para estudiar en grupo. Una de ellas fue Larisa. La vi desde la ventana, fuera, en el jardín, pues la entrada al sótano era por ahí. No solía hacer esa clase de cosas, pero antes que llegaran sus amigas, Ruth me dijo que no saliera del sótano hasta que ella me avisara. Sabiendo que no tenía voz ni voto, obedecí, pero cuando oí llegar gente, salí y me asomé por la ventana, para ver qué era lo que tenían esas personas que yo no tenía; lo que hacía tan simpáticas y que todo el mundo quisiera conocerlas y estar con ellas, y a mi todo lo contrario.
Al ver a Larisa, tuve que reconocer que era lógico que la gente se desviviera por alguien así, lleno de luz, vida, esperanza, felicidad, y despreciara, por comparación, a un melancólico inconsolable como yo. No pude comprender cómo Larisa podía estar tranquila siendo así de bella. Ni Ruth ni sus amigas se sorprendían ante su presencia sobrenatural.
Definitivamente, yo no podía entender a las personas.
Danilo llegó del trabajo y me preguntó qué hacía, asomándose cautelosamente. Yo me retiré de la ventana, asegurándole que nada. Danilo cambió de expresión. Se quedó muy callado, mirando fijamente dentro. Su rostro expresaba lo que yo sentía hace un momento.
¿La viste? le pregunté.
Sí… respondió sin dejar de verla. Todo quedó claro en ese momento: los dos estábamos enamorados de Larisa. A partir de entonces dejamos de tratarnos como hermanos. Nos mirábamos mal. Hablábamos poco. Ninguno quería dar el brazo a torcer, porque ello significaba ceder a Larisa al otro.
Ambos creíamos que un hombre no debía ser novio o esposo de una mujer a menos que estuviera en condiciones de ofrecerle lo mejor de sí mismo, para hacerla sentir como una reina y que fuera absolutamente feliz. De los dos, Danilo era el que estaba más próximo a cumplir estos requisitos. No obstante, yo la había visto primero. Eso me daba más derecho sobre ella que a él, según nuestro complicado código moral, que nadie más que nosotros mismos comprendíamos.
La noche del 24 de diciembre los amigos de Ruth vinieron a buscarla un poco antes de la medianoche. El que conducía el auto, un Mercedes-Benz, era el novio de Larisa. Era apuesto, ya mayor de edad, tenía licencia de conducir desde los 16 años, y hacía la pareja perfecta junto a ella.
Danilo y yo lo vimos desde ventanas separadas durante la media hora que estuvieron él y sus amigos en la casa, tras lo cual volvimos al sótano.
En los siguientes días, Danilo dejó de hacer caso a mis indirectas y dejó de molestarme. Una noche, entrada la madrugada, salió sin decirme dónde iba. A la mañana siguiente, mientras Doña Paz buscaba el punzón por todos lados, la señora Noemí, tía de Ruth, avisó que habían llamado para dar la noticia que al novio de Larisa le habían sacado los ojos.
Encontré el punzón bajo mis almohada, impregnado de sangre seca. Me apresuré a esconderlo en un hueco en la pared frecuentado por ratas y cucarachas, lo que me aseguró que nadie husmearía por ahí mientras yo no estaba. Por la noche lo arrojé a un río que quedaba a un kilómetro de la casa. No le dije nada a Danilo. El sabía que yo sabía. Para mi eso era suficiente.
Para Danilo no lo fue. Esperó tres días lo suficiente para que Larisa olvidara a su novio y fue a declararle su amor.
No recuerdo bien qué hacía ahí, pero lo presencié. Conserve cierta distancia, esto me impidió escuchar la conversación. Sólo escuché pedazos de lo que ella dijo en voz alta.
¿Quién eres tú? eso lo dijo cuando Danilo se le presentó en el patio de su casa, saltando la cerca.
¿Cómo? fue lo que dijo cuando Danilo se puso de rodillas frente a ella.
Antes que se levantara, ella añadió dos cosas: “¿Qué dices?” y “Pero si sólo eres un niño”. Esto último me extrañó, pues ambos tenían más o menos la misma edad.
Cuando Danilo se levantó y la zarandeó por los hombros, como queriendo
hacerla entrar en razón, Larisa se zafó de él, pegándole una bofetada,
diciendo:
¡Cállate, que mi novio está en el hospital! y se dirigió a la casa
llamando a su padre.
Danilo salió huyendo. Yo lo seguí. Los siguientes días Danilo actuó como si yo no existiera. Ni siquiera fue a trabajar. Los cañones de barba llenaron su rostro y cuello, pero a él no le importó. El 30 de diciembre se levantó y se fue. Supe que iba a matarla. Fui tras él sin atreverme a darle alcance, llamándolo por su nombre: “¡Danilo! ¡Danilo!”.
Danilo volvió a saltar la cerca, entró por la puerta trasera, que estaba abierta y daba a la cocina, y ahí mismo la sorprendió. No dijo nada. La agarró por el cuello y empezó a ahorcarla. Yo me quedé en la puerta, rogándole que se detuviera.
Cuando parecía que a ella ya no le quedaba aire, Danilo la soltó y se volteo a mi. Larisa cayó pesadamente, tosiendo con los ojos vidriosos.
¡Débil! me gritó con asco ¡No eres más que un débil! A continuación, interceptó a Larisa en su lento arrastre a la salida y terminó de ahorcarla.
A los pocos segundos que Danilo se marchó, los padres de Larisa entraron por la puerta del frente. Yo estaba parado en un ángulo desde el cual podía ser visto. El padre me descubrió y avanzó a mi preguntándome enérgicamente qué hacía ahí. A medio camino vislumbró el cuerpo inerte de su hija a mis pies. Se echó encima de mi como una fiera, golpeándome y acusándome de asesino. La madre de Larisa lloraba con voz atiplada desde el umbral de la sala, temblando de pies a cabeza. Yo sólo atiné a decir: “Pregúntele a Danilo”.
Me la pasé repitiéndole eso a la policía, los fiscales, al juez, al jurado, y a los doctores del manicomio, hasta que me cansé que nadie me hiciera caso. A veces sucede que me duermo un lunes y despierto un miércoles o un jueves. Los amarres de la camisa de fuerza están flojos, los colchones que cubren las paredes de la celda están rasgados, y algunos doctores y enfermeros lucen moretones y rasguños en los brazos y cara. Entonces me dicen que Danilo estuvo de visita.
Yo no les creo. Cuando Danilo me visita llamo a viva voz a la enfermera para que lo vea. Ella se limita a asomarse por la ventanilla de la puerta y me ordena que me calle o me dará una inyección. A veces sucede que Danilo la reta a que lo haga y le echa una mirada oscura. La mujer se pone como si hubiese visto al Diablo y cierra la de golpe ventanilla.
Danilo está más alto, ya no es tan flaco, y se recoje el cabello con una cola de caballo. Se sienta en una esquina a burlarse de mi o me habla de Larisa. La llama perra y se lamenta no haberle hecho más cosas cuando la mató. Trato de no escucharlo, pero la camisa de fuerza impide que me tape los oídos. LLega a desesperarme a tal punto que termino gritando que se vaya. Danilo sigue hablando hasta que entran los enfermeros y me sujetan fuertemente, para que no me mueva mientras me administran la inyección, y esta surte efecto.
FIN