Infierno
Autor: Al-azraz
Una sensación de desasosiego me invadió cuando me di cuenta de que estaba paseando solo por una de las calles más peligrosas de la ciudad. Las dos últimas horas había estado paseando sin fijarme dónde iba, enfrascado en mis pensamientos más lúgubres.
El día anterior, el destino decidió que perdiera uno de los negocios más claros de toda mi vida, lo que me colocó en una posición difícil ante mi jefe, estando a punto de provocar mi despido. Por si esto fuera poco, las tres letras acumuladas del piso y los gastos diarios, me recordaban constantemente los apuros económicos por los que pasaba.
Decidí acelerar el paso y buscar rápidamente un taxi que me sacara cuanto antes de aquel lugar. Oí unas pisadas detrás de mí, a cierta distancia, e inmediatamente giré la cabeza para ver de quién se trataba. Sólo era una mujer de aspecto normal con un pañuelo en la cabeza, que al poco tiempo giró en una pequeña calle y se metió en un portal.
Seguí buscando un taxi por todos los sitios, cada vez más preocupado.
Débiles farolas alumbraban vagamente las calles. Con tonalidad amarillenta, las sombras se alargaban formando extrañas composiciones sin sentido pero inquietantes, que colaboraban a aumentar mi nerviosismo.
De pronto, me percaté de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. Aparte de mí, no había nadie más en la calle. Ni siquiera coches. Ni perros o gatos. Nada. Cada vez más angustiado, eché a correr hacia una de las calles más alumbradas, con la esperanza de reconocer algún edificio y orientarme. Pero todo era inútil. Todas parecían iguales y en ninguna de ellas parecía habitar nadie.
No podría precisar cuánto tiempo anduve sin saber hacía dónde iba hasta que reconocí el lugar en el que estaba. Era la callejuela en la que había visto a aquella mujer. Con un poco de suerte, viviría allí cerca y me podría ayudar. Todas las casas estaban apagadas excepto una, a la que me apresuré en dirigirme.
Subí por las escaleras hasta llegar al primer piso. El edificio tenía aún peor aspecto por dentro que por fuera, con desconchones en las paredes y manchas por todas partes. Golpeé con los nudillos la puerta y esperé. A los pocos segundos, se abrió la puerta y pude reconocer a la mujer por sus ropas. Ésta no pareció sorprenderse por mi visita, y antes de que pudiera explicarle nada, hizo un gesto para que entrara.
Parecía muy mayor, y aunque no le podía ver la cara debido al pañuelo que cubría su cabeza, sí me fijé en la extraña escamación que sufrían sus manos. Empecé a explicarle lo sucedido, pero lo único que hizo ella fue hacerme una seña con la mano para que esperara y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.
Intenté calmarme sentándome tranquilamente en un confortable sillón en el que estuve varios minutos meditando. De repente, recordé la cara de angustia que había puesto mi jefe al notar cómo mis manos apretaban fuertemente su cuello, obligándole a sacar la lengua en un vano intento de inspirar algo de oxígeno. No tuve la culpa. Él pensaba despedirme.
Lo sé. Y no podía permitirlo. Matarle era la única posibilidad que me quedaba, ya que al no haber mucha documentación del proyecto en el que estábamos trabajando, le achacarían el fracaso y yo no perdería mi puesto de trabajo, e incluso podría conseguir un ascenso.
Si, había estado bien, pero, ¿por qué no podía dejar de pensar en ello?. Lo único importante ahora era salir de aquel lugar. Abrí la puerta y llamé a la señora. Oí unos pasos que se acercaban y esperé a que entrara en la habitación. Fue entonces cuando le vi la cara por primera vez. Me quedé sin habla. En el sitio de los ojos sólo había unas cuencas vacías y unos cuantos dientes sucios ocupaban el lugar de la boca.
Grité con todas mis fuerzas a la vez que me arrinconaba en una esquina de la casa, alejándome lo más posible de la horrible visión. Acerté a abrir una ventana cercana y no dudé en escapar tirándome por ella al vacío. Algo dolorido y aturdido, me levanté y corrí todo lo que pude.
¿Qué era aquello?. ¿Quién era esa mujer?. Mis pensamientos me atormentaban mientras no paraba de correr, cuando a lo lejos, divisé un hombre.
Me dirigí hacia él pidiendo auxilio a gritos, pero mi alivio duró poco tiempo. Cuando el hombre se dio la vuelta, volví a ver los mismos terroríficos rasgos de la mujer en su cara y sólo tuve tiempo de salir corriendo en dirección contraria mientras oía cómo pronunciaba mi nombre con voz de ultratumba.
Empezaron a aparecer más hombres y mujeres. Me seguían llamándome con lamentos y quejidos. Corrí hasta un edificio que parecía deshabitado y subí hasta una terraza que me permitiera ver desde más altura todo el terreno, con objeto de encontrar una salida a aquella pesadilla. Veía a aquellos seres deambular por las calles, buscándome. Parecían olfatear el ambiente, como si fueran capaces de detectarme por el olor.
Desde mi posición, me empecé a dar cuenta de que las facciones de algunos de ellos no me eran desconocidas, y sin embargo no me podía explicar cómo era posible que yo conociera a alguno de esos monstruos.
Y entonces me di cuenta. Todas aquellas apariciones, todos los seres que me estaban persiguiendo, eran las personas a las que yo había torturado y matado a lo largo de mi vida. No sé como llegué allí, pero cuando me di cuenta de la realidad que estaba viviendo, no pude aguantar más y caí desmayado allí mismo.
Me despertó un vagabundo que intentaba robarme los zapatos. Salió corriendo cuando vio que me movía, sin darle tiempo a completar su acción. Me levanté repentinamente, acordándome de lo vivido y mirando rápidamente en todas direcciones en busca de alguno de aquellos seres.
El Sol brillaba radiante en el cielo, y la vida parecía transcurrir de nuevo con normalidad en la zona. Los comercios, antes cerrados con verjas y decrépitos, rebosaban ahora de actividad y colorido.
No entendía nada de lo que estaba pasando. Lo que viví fue real, y sin embargo parecía no haber ocurrido nunca. Me fui a casa y no salí en varios días, sin poder dormir por las pesadillas. Si lo que había vivido era el infierno, no me gustaría volver allí nunca más.
La única manera de redimir mi culpa era entregándome a la policía.
Quizá si confesaba me libraría de mi infierno particular.
Ahora estoy en mi celda. Los forenses estudiaron más de cuarenta cadáveres, todos de personas asesinadas por mí. En el juicio pude ver las caras horrorizadas de jueces, abogados y curiosos sin poder dar crédito a lo que escuchaban. Conté todos los casos. Uno por uno y con todos los detalles. Por supuesto, la cadena perpetua fue la sentencia por unanimidad.
Sólo espero que esto sirva para pagar mi deuda y que al llegar al final de mis días, no vuelva a aquella ciudad fantasma en la que viví prematuramente un infierno que no he podido olvidar nunca.