JIM
Theodore Wallace era un hombre joven. Pero sus 28 años no concordaban en absoluto con aquel cuerpo débil y enfermizo y aquel rostro lleno de arrugas prematuras. aquellos ojos tan hundidos en sus cuencas, su pelo lacio y su cara demacrada le conferían una apariencia tan cadavérica que parecía salido de ultratumba. Nadie en la Nueva Orleans de 1.813 sospechaba siquiera su verdadera edad aunque había habladurias al respecto. Tampoco dejaba de hablarse por aquella época de sus extrañas aficiones y sus aún más extravagantes libros y relatos, de las luces de su mansión encendidas toda la noche o de la extraña mirada de su criado. No faltaba tampoco quien afirmaba que estaba loco.
Pero él sabía que no estaba loco. ¿Cómo podría estarlo? ¿Iban a compararlo con uno de esos locos inútiles que no eran capaces ni de articular una frase coherente? Sería como situarlo junto con todos esos negros que, como su criado Jim, no sabían ni siquiera hablar correctamente, ni mucho menos leer o escribir. El poseía una inteligencia superior a todos ellos, inclusa a la mayoría de los cuerdos (blancos, por su puesto) y no tenía por qué ocultarlo. El era un hombre civilizado, de pensamiento científico, de un genio inconmensurable, incomparable con cualquier negro inculto y salvaje como Jim. Y su manía no podía empañar esa superioridad. Su nictofobia era sólo el fruto de su desbordante imaginación.
Pero, por mucho que quisiera negarlo, su miedo a la noche se había convertido en algo obsesivo. La noche era terrible. En ella se amparaban horrores inimaginables que esperaban al acecho para atraparlo. El no debía darles ninguna oportunidad. Nunca salía de su mansión después de la puesta de sol, con la llegada de la oscuridad le venían sudores fríos y su oído se agudizaba hasta oir el más leve ruido. Se volvía asustadizo, casi paranoico, veía sombras y escurridizas figuras por todas partes y su tez palidecía hasta tan punto que parecia un espectro vagando por su mansión inundada por la luz de las velas. Desde lejos podían oirse las delirantes improvisaciones que ejecutaba al clavicordio para combatir su pertinaz insomnio. Se sentaba largas horas en su escritorio y escribía sus relatos, verdadero reflejo de sus miedos y temores, que luego publicaba en algún periódico de Nueva Orleans. Después, con la llegada del alba, todo se le pasaba, como si nada hubiera ocurrido y se entregaba al sueño hasta bien entrado el día. Irónicamente, ésto le había dado fama de ave nocturna entre la alta sociedad de la ciudad.
Vivía solo con su criado negro Jim. Nadie sabía por qué, ni siquiera él mismo. Tiempo atrás pensó que la presencia de alguien más en la mansión alejaria sus temores; le daría una muestra de realidad en el mundo terrible y oscuro de la noche.
Jim era un negro gigantón, increíblemente corpulento. Era africano y tenía esa mirada y esa expresión indómita que sólo el hombre en su estado salvaje posee.
-Pero señor, éste es peligroso. Los de su tribu se vuelven locos en
cautividad. - le había dicho el tratante.
Pero Wallace se había fijado en aquellos ojos. Había algo en ellos que
le había llamado la atención.
- Éste es demasiado cobarde como para levantar un dedo contra mí dijo.
Ni siquiera creo que sea lo bastante inteligente para hacerlo.
Lo cual resultó ser cierto, al menos para Wallace. Solía pegar al negro
más para satisfacer su sentimiento de superioridad que como castigo.
Entonces el gigante se volvía hacia el con el rostro desencajado por el
odio, sus músculos tensos y sus puños cerrados, con tal mirada que
Wallace había llegado a sentir miedo varias veces. Pero nunca había
llegado a tocarle.
Esto alimentaba el orgullo personal de Wallace, que distrutaba mandándole cosas que no podía comprender o llamándole negro inútil o salvaje. Que Jim no hubiera aprendido el inglés se debía según Wallace a su natural estupidez, aunque el gigante parecía comprender a la perfección todo lo que se le decía. Paradójicamente, Wallace se sentía más seguro con aquel mastodonte que jamás decía palabra y que tanto odio le profesaba. Por la noche Jim estaba obligado a trabajar, ya que el sonido de su actividad tranquilizaba los miedos de Wallace, alejaba los fantasmas nocturnos de su mente atormentada. Esto le había hecho pensar que él era realmente una especie de amuleto contra ellos, aunque en absoluto se había olvidado de que seguían acechando allí fuera.
Fue por aquel otoño cuando, Theodore tuvo que salir de Nueva Orleans para asistir al funeral de su padre, que había fallecido repentinamente. Había estado verdaderamente angustiado ante la posibilidad de pasar una noche viajando hasta el pueblo donde los Wallace tenían su finca, pero había comprobado que, viajando deprisa entre los pantanos, llegaría justo al anochecer. Asi que salió justo al alba y ordenó a Jim que azuzara los caballos todo el camino. Durante todo el viaje sólo se oía el restallar del látigo y el galopar de los caballos.
Wallace se incorporó. No sabia exactamente qué demonios habia pasado.
Tenía el traje cubierto de polvo y barro le dolia el brazo izquierdo.
Había tenido un accidente. - Eso es pensó , el carro volcó y yo perdí el conocimiento. El carro estaba en la cuneta y los caballos habían escapado. Ni rastro de Jim. Ese maldito negro cobarde ha huído y me ha dejado aquí tirado. Fue entonces cuando miró al cielo y contempló horrorizado que estaba anocheciendo. Pronto será noche cerrada. Estaba sumido en estos pensamientos cuando de repente, una sombra cruzó velozmente el camino se internó en el pantano. No podrá escapar pensó, mientras corría tras la gigantesca figura.
Un grito atravesó el pantano. Wallace paró. Aquello no había sido nada normal. Era algo desgarrador, inhumano. La noche se cerraba lenta pero inexorablemente. - Habrá sido un animal pensó no muy convencido de ello. Ahora tenía que encontrar algún núcleo civilizado antes de que la noche lo atrapase. Jim estaba perdido. Aquella bestia corría más de lo que había imaginado. Echó a andar convencido de que habría alguna cabaña por allí cerca donde poder refugiarse. Pero pronto se detuvo.
Estaba perdido. No sabía en dónde estaba ni dónde demonios acudir.
Pronto se dio cuenta de la situación. La noche le atraparía en medio de un pantano con árboles deformes y una densa niebla, pozos sin fondo y arenas movedizas con su cargamento de muertos en las entrañas.
Entonces lo empezó a sentir. Lo sintió entrar y apoderarse de su cuerpo. Era el miedo. Miedo a la oscuridad, a las sombras, a los susurros a todo lo que se amparaba en ella. Miedo a la noche. Miró a su alrededor y vio sólo oscuridad. De nuevo, el punzante sonido de un grito atravesó la oscuridad. Sintió cómo se le helaba la sangre. No era humano, no podía serlo. Aquel alarido provenía de lo más oculto, de lo impensable. Tenía que escapar, huir lejos de alli, hacia la seguridad de lo mundano. Empezó a correr. No veía nada, no sabía a dónde se dirigía. Sólo la esperanza de encontrar un resquicio de realidad en aquella pesadilla le impulsaba a seguir corriendo. Se detuvo. Otra vez aquel grito. Lo sintió más cercano. ¡Me está siguiendo, me persigue! pensó horrorizado. De pronto, más y más gritos empezaron a surgir de la noche, de todas partes, envolviéndolo, atrapándolo. Sintió sus músculos paralizados por el terror pero tenía un único pensamiento: escapar de allí. Corrió con todas sus fuerzas con los desgarradores aullidos siempre en su oído. Tropezó y cayó varias veces pero no podía pensar en el dolor. Al pasar entre los matorrales las espinas le desgarraban la piel pero él no lo sentía.
No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo pero, aunque sentía sus fuerzas flaquear, sabía que no podía parar. Ellos eran fuertes y rápidos y le estaban dando alcance. Tenía ya todas sus ropas hechas jirones y su cuerpo estaba lleno de magulladuras. Los aullidos no cesaban de golpear en su cabeza. Estaban cerca, muy cerca. Sacó fuerzas del puro terror que le consumía. Ya no corría, se arrastraba desesperado entre las raíces y los arbustos. Me están atrapando pensó.
Casi podía sentir su aliento terrible, podia ver sus malvados ojos.
Estaba a punto de abandonarlo todo completamente exhausto, cuando vio
de repente una tenue luz entre los árboles. Estaba salvado. Se lanzó
hacia allí loco de alegría. Ya no los oía, se había salvado, no habían
podido cogerlo. Theodore Wallace había podido con Ellos.
Un cuerpo cayó al agua tranquila del pantano. Entre la vegetación, en
la oscuridad, unos ojos salvajes brillaron.
No se encontró el cadáver de Theodore Wallace. El veredicto del juez fue muerte por accidente. Fue una verdadera lástima que el personal del sanatorio mental cercano al pantano no hubiera oído nada debido al alboroto de los gritos de los enfermos. No se encontró ninguna evidencia contra Jim, que fue encontrado inconsciente junto al carro.
El funeral fue realmente emotivo y asistió lo mejor de la ciudad. Jim también estaba allí. Nadie dejó de notar la extraña expresión de aquellos indómitos y salvajes ojos.