La Escolta
Lo seguían a todas partes, dejando un tenue rastro de luz. A Guillermo no le gustaba sentir que tras desí iba semejante horda; en realidad ya estaba cansado. Al principio el asunto le había parecido gracioso, hasta poético. Luego intentó deshacerse de ellos, pero las “limpias” no dieron resultado; les gritó y por contestación sólo obtuvo tiernas risitas. Rezó por su liberación, y lo siguieron cada vez más de cerca.
Ya desesperado, tomó clases de tiro al blanco y les disparó mil veces; de nada sirvió, no se daban por vencidos. Guillermo tampoco.
Ni cuando viajaba en avión lo abandonaban, los podía ver murmurando y sonriendo junto a la ventanilla más próxima. Eran hermosos, pero Guillermo estaba fastidiado de tan peculiar compañía. Al cabo de tres años de hacer los más locos intentos por alejarlos, tomó la decisión final. Cuando el velorio acabó, los pobres ángeles, confundidos, no supieron a dónde diablos seguirlo. Nadie pudo explicar por qué costó tanto trabajo cerrar el ataúd.