Mi profesor y maestro, el Doctor Víctor Garcilaso, no estaría más en el laboratorio dando instrucciones. Esto me lo repetía una y otra vez a mi mismo mientras franqueaba, por primera vez desde el trágico suceso de su muerte, la puerta del laboratorio de Bioquímica de la Facultad de Ciencias de La Universidad de Santiago. El profesor Víctor Garcilaso era extrañamente joven, en apariencia incluso más joven que yo, que era su discípulo. Por palabras del personal de servicio y de otros catedráticos que llevaban años ejerciendo en la Facultad, éste habría superado la edad de jubilación. ¡Quién lo diría!. Nunca le di demasiada importancia a este hecho. Supongo que hay personas que acomodan mejor el paso de los años entre los surcos de su piel. Por supuesto que el profesor llevaba una vida muy controlada, no bebía ni fumaba, y el sol no araba su rostro porque pasaba los días encerrado en el laboratorio, encierro que tan sólo interrumpía esporádicamente para hacerse cargo de las pocas clases que él personalmente presidía. De cualquier forma, el profesor Víctor Garcilaso no había muerto de viejo ni de enfermo, sino a consecuencia de un estúpido accidente de automóvil. Ahora, con tan sólo 40 años de edad, quedaba en mis manos la dura responsabilidad de hacerme cargo del laboratorio y continuar su obra.
Abrí la carta que me acababa de entregar el notario en su despacho y que era, a la sazón, su herencia o, quizá, su voluntad “post mortem”:
“ Querido discípulo, amigo y colega :
Si esta carta ha llegado a tus manos, significa sin duda que el momento del final de mi vida ya ha llegado. Tras tantos años de compartir mis estudios y experimentos contigo, me he dado cuenta de que, además de inteligente y trabajador, eres una persona cuya constancia y sensatez está muy por encima de la media normal de nuestra profesión. Continúa la línea de experimentación con las moléculas inhibidoras del crecimiento, pero solamente en la vertiente destinada al control de las células cancerosas y nunca experimentes ni investigues fuera de este contexto.
A pesar del aspecto joven con el que muero, piensa que la verdadera juventud, así como todo lo realmente importante, radica en el alma y no en el cuerpo. Quiero que sepas que la naturaleza debe seguir el curso establecida por ella misma, y que en realidad doy gracias por tener un final, así como ya tuve un principio. Hoy no entenderás esta palabras, pero si tal vez dentro de cien años.
Tu profesor y amigo.”
Durante todo ese día y varios posteriores trate de descifrar el significado de éstas, sus palabras y legado, sin conseguirlo. Pero el tiempo da paso al tiempo y este al olvido, y poco a poco continué con los experimentos del profesor. Gané la Cátedra de Bioquímica Experimental, lo sustituí en sus clases y, con el aumento de los presupuestos dedicados a investigación, se me asignaron dos nuevos ayudantes para continuar las investigaciones sobre las moléculas inhibidoras. En 1997, dos años después de la muerte del profesor, nuestros experimentos se hallaban en el punto inicial, bloqueados y sin ninguna vía inmediata de salida.
Una tarde, mientras me desesperaba por la lentitud de nuestros avances, se presentó la viuda del profesor en el laboratorio. Era una mujer más que madura; aparentaba muchos más años que su difunto marido. Durante el entierro no había reparado especialmente en ella ni en sus facciones, pero en aquel instante, a escasa distancia de mi, me di cuenta de la abismal diferencia de edad que existía entre ambos, aunque probablemente desde la muerte del profesor, habría envejecido más rápido de lo habitual. Cortésmente me ofrecí a ayudarla en todo cuanto fuese posible y estuviera a mi alcance. Sin embargo, el objeto de su improvisada visita no era solicitarme ayuda, sino el hacerme entrega de una carpeta que el doctor guardaba en su casa y que tal vez, en palabras de ella, pudiera serme de utilidad para continuar los experimentos de su difunto marido.
La carpeta contenía multitud de estudios y fórmulas sobre el crecimiento celular y las moléculas inhibidoras. Durante tres meses me centré en la lectura y estudio de estos documentos. Su planteamiento aportaba una descabellada y absurda visión de la ciencia, contraria a toda ley de experimentación científica conocida; un desarrollo tan simplista como aberrante de los procedimientos científicos y una formulación y reacciones tan paracientíficas como imposibles. De no saber que aquello procedía de la mano y pluma del profesor, hubiera parado directamente al cubo de la basura con una nota de muy deficiente. Pero la autoridad profesional del profesor me obligaba a prestarles un interés que, a mi entender, no se merecían. De cualquier manera me decidí a experimentar al menos una de sus fórmulas aberrantes y faltas de toda racionalidad; experimento que mantendría en secreto para que no se me tildara de loco. Delegué en mis ayudantes la continuación de la línea de investigación que habíamos mantenido hasta el momento y logré una fórmula inyectable, siguiendo las instrucciones de aquel sueño onírico del profesor, que me dispuse a suministrar a una cobaya del laboratorio, completamente desahuciada de este mundo.
En la noche anterior al experimento sufrí enormes pesadillas. Pensé que aquellos documentos manuscritos pudieran ser fruto de una pérdida de la razón del profesor, y que ahora yo mismo estaba sufriendo esos accesos de locura, tal vez fruto de tantas horas dedicadas al estudio y la experimentación en aquel laboratorio cerrado que me aislaba, “contra natura”, de mis instintos y naturaleza humana, puesto que a pesar de haber cumplido ya los cuarenta años, era soltero, sin compromiso ni trazas de adquirirlo en el futuro, y el componente sexual, sentimental y sociable de mi animalidad estaban a un nivel inferior al cero, como si me hubiese transformado en una especie de obsesionado ser de clausura con voto de silencio, de experimentación, sobriedad y castidad.
La pesadilla que recuerdo de aquella noche versaba sobre el mundo, que se destruía en millones de pedazos, con imágenes multicolores, una voz que abombaba mi cabeza y que identifiqué como la del profesor, repitiendo continuamente sus últimas palabras:
“… doy gracias por tener un final, así como ya tuve un principio…”
Por fin inyecté la solución en una vieja rata con cáncer en fase terminal, que si no muriese de cáncer lo haría de vieja. Una extraña ansiedad y angustia se adueñó de mi en los momentos previos pero, al fin y al cabo, pensé, lo peor que podía suceder era que el experimento no funcionase, y esto era sin más la muerte inminente de la rata que ya estaba muerta, o una inocuidad total de la solución que dejaría proseguir las cosas según su natural destino, que no era otro que el de la muerte de la rata. Nunca había tenido tantas dudas y remordimientos en los cientos, quizá miles de veces que había inyectado a una rata de laboratorio. Sin duda naufragaba por un espacio intuitivo nuevo para mi, todavía aturdido y mediatizado por las pesadillas sufridas aquella noche. Al vaciar por completo el contenido de la jeringuilla en las entrañas del roedor, temí absurdamente que éste explotara como una extraña bomba orgánica y se volatilizase el laboratorio, la facultad y tal vez la ciudad. Pero no pasó nada. Durante los días siguientes la rata continuó con su aspecto moribundo y los análisis, por mi realizados, no aportaron ningún cambio en su estado.
Yo continué sufriendo pesadillas. En una de ellas, la rata aumentaba y aumentaba su tamaño hasta convertirse en un satélite del planeta tierra en una órbita similar a la de la luna, donde una colonia de humanos vivían, como piojos, entre su pelambrera blanca.
Quince días después del experimento decidí tomarme un pequeño descanso.
Mi mente estaba sobrecargada de teorías y conceptos. Las pesadillas me atormentaban y mi aspecto exterior comenzaba a mostrar los efectos de mi degradación interior. Deseaba recuperar el buen pulso y el tono de los experimentos sobre moléculas inhibidoras. Ya con la rata olvidada, me retiré durante diez días a Ribeira, un pequeño pueblo costero y pescador que, durante el mes de febrero en que estábamos, permanecía vacío y tranquilo. Los largos paseos por el puerto y la belleza del mar fueron limpiando poco a poco mis noches y dejando, en el lugar de las pesadillas, felices y reparadores sueños. La sencillez de los pescadores vaciaron la complejidad de mi persona hasta someterme a un estado de felicidad visceral imposible de procesar por mi cerebro. Me hubiese gustado permanecer allí hasta el final de mis días pero, a la semana, cuando mi descanso reparador todavía no había tocado su fin, recibí la llamada de uno de mis ayudantes requiriendo urgentemente mi presencia en el laboratorio. La causa era la increíble recuperación de la vieja rata desahuciada,¡mi rata!, de la que no quedaban, tras minuciosos análisis de mis ayudantes, restos del carcinoma que cercenaba su vida. Aquella noche, mi última noche de paz en aquel pueblecito pesquero, las pesadillas volvieron a anidar en mis sueños con toda su intensidad.
Efectivamente, la vieja rata cancerosa y moribunda correteaba llena de una vitalidad inusitada incluso para un ejemplar mucho más joven y sano que ella. Lejos de explicar a mis atónitos ayudantes la posible causa de aquella milagrosa recuperación, preferí guardarla en el más absoluto de los secretos para no dar falsas esperanzas y desviarlos de su línea de investigación. Estas teorías del profesor, tan sencillas y poco complejas como ridículas, las continuaría yo solo hasta cerciorarme de su efectividad real y los efectos secundarios que pudiesen tener sobre los organismos vivos.
Los tres años posteriores continué profundizando en los estudios del profesor y en mis pesadillas, a las que terminé por acostumbrarme como asiduas acompañantes de mis noches. La vieja rata continuaba repleta de vitalidad y de una vida que superaba las esperanzas más optimistas para su especie. Si aquello que poco a poco estaba descubriendo era verdad, ni el más milagrero de los visionarios podría haber profetizado un descubrimiento similar, pero, ¿por qué el profesor nunca me informó de aquello?. Tal vez se encontrara en un estadio de estudio y ratificación de sus descubrimientos cuando falleció, pensé. La duda de si había
experimentado aquella fórmula en su propia persona me inquietaba y daba una lógica explicación a su juvenil aspecto. El descubrimiento era glorioso y la luz pública del mismo sería espectacular:
La fórmula “Mágica” -así la bauticé- capaz de prolongar la juventud y la vida con una única dosis, e inhibir el envejecimiento celular y la degradación de los organismos. Me estaba refriendo a una única dosis; la suministración de más era innecesaria e inofensiva para cualquier organismo. En una reacción refleja, me inyecté la dosis a fin de observar su evolución en mi mismo. El único efecto inmediato tal vez fuera que aquella noche no me atormentaron las pesadillas. Nunca las volvería a sufrir en mis sueños.
Reuní a mis ayudantes y les informé sobre la verdadera y potencial magnitud del descubrimiento del profesor. Su rostro pasmado e incrédulo dejó paso a una reacción de vértigo y alegría. Les hice jurar que mantendrían de momento un total hermetismo sobre la revelación, y no informarían a nadie hasta que nos hubiésemos cerciorado exhaustivamente de la bondad e inocuidad de la fórmula. A partir de aquel momento centramos conjuntamente nuestros estudios y experimentos en esta nueva y revolucionaria línea de investigación.
Dos años más tarde, en el 2.002, hice balance de los efectos de la fórmula “Mágica” en mi organismo:
No había padecido la más leve enfermedad o molestia, ni siquiera un simple catarro o un dolor de cabeza. No había vuelto a sufrir pesadillas, mi cabello había dejado de caerse y yo mostraba el mismo aspecto que dos años antes, cuanto me inyecté la fórmula “Mágica”. Todos los análisis a los que me había sometido mostraban un perfecto estado de salud, y todos los análisis de las múltiples cobayas con las que habíamos experimentado eran positivos y en el cien por cien de los casos habían desaparecido sus
enfermedades, en la mayor parte mortales. La vieja rata continuaba su inmortal existencia en la jaula rezumando vigor, y ningún cultivo de los muchos y de diversa índole que intentamos desarrollar en ella logró infectarla, enfermarla o multiplicarse en su organismo.
Había llegado el gran momento. La humanidad sería partícipe y beneficiaria del gran descubrimiento, de la fórmula “Mágica”. A partir de ese momento, con una sola dosis de la fórmula “Mágica”, las enfermedades crónicas y mortales pasarían a los anales de la historia y el ser humano disfrutaría de una dilatada vida pletórico de vitalidad y juventud. ¿Cuánto podría vivir el ser humano? ¿100, 200, 300 años? ¿Quizá más? Esta era una pregunta para la que todavía no teníamos respuesta y que solamente se contestaría con el paso del tiempo. Aunque a mi y a mis ayudantes no nos importaba ni el dinero ni la fama, seríamos inmensamente ricos y famosos, y el nombre de la Facultas de Bioquímica de Santiago sería la Meca de referencia de la ciencia experimental. Celebramos con champan la decisión de hacer públicos nuestros descubrimientos. Brindamos por los más grandes benefactores de la humanidad de todos los tiempos que, con mención expresa del profesor, era en lo que nos habíamos convertido.
El primero en conocer nuestro descubrimiento fue el Rector de la Universidad, al que resultó difícil convencer de que no habíamos perdido el juicio ni estábamos ebrios o bromeando. Fueron necesarias más de dos semanas para lograr convencerlo de nuestra cordura y de nuestra fórmula “Mágica”. Se comprometió a prestarnos todo el apoyo de la Universidad para todo lo que nos hiciera falta.
Convocamos una rueda de prensa para dar a conocer nuestro descubrimiento. Invitamos a todos los medios de comunicación locales y nacionales, a autoridades públicas y científicas, a colegas e investigadores. La rueda de prensa tendría lugar en el salón de actos de la Universidad. El único temor que sentíamos era el de no disponer de los asientos suficientes y que aquel acto, al que había que asistir con la invitación que enviábamos, se nos desbordara por la afluencia masiva de invitados.
No fue así. Solamente una décima parte de la sala estaba ocupada a pesar de haber organizado todo aquello con el suficiente tiempo de antelación. De todas formas hicimos la presentación de nuestro descubrimiento como si la sala estuviera repleta. La exposición fue mucho más rápida y breve de lo que habíamos previsto, pues apenas hubo preguntas e interrupciones. Nos habíamos tropezado con algo no sospechado en un principio: la incredulidad de la gente.
El mundo entero estaba sobresaturado de descubrimientos fabulosos, milagros, visionarios, extraterrestres, enfermedades mortales en pleno desarrollo… ya nadie se interesaba por estos temas. Vendían más los deportes, las intrigas políticas, los resultados económicos y las catástrofes naturales. Así que nuestra gran fórmula “Mágica” no fue sino un pequeño recuadro de prensa en la frívola sección de Sociedad de los periódicos. No nos dimos por vencidos. Era nuestro deber convertir en público aquello.
Recorrimos organismos, congresos y simposios científicos. Todo fue en vano. Nadie daba el menor crédito a nuestro descubrimiento.
Tres años después, cuando ya se adivinaba en nuestro esfuerzo una cierta resignación, la gente de la calle estaba aburrida de tanta corrupción en el mundo del deporte, de noticias políticas; la economía había entrado en una etapa de rescisión y los desastres climáticos y naturales ya no vendían. De esta manera, tan poco científica, explosionó nuestro descubrimiento a las primeras páginas y portadas de los principales medios de comunicación. Fue algo espectacular. Nuestra presencia era requerida por todas las televisiones del mundo; los reporteros guardaban cola en la entrada del laboratorio, en nuestras viviendas particulares en los hoteles en los que nos alojábamos, en la entrada de los multitudinarios congresos a los que asistíamos.
Recibimos cartas de todos los rincones del mundo solicitando ayuda para familiares moribundos, ofertas de empresas para financiar y distribuir nuestro producto pero, aunque sin ninguna duda terminaríamos siendo ricos, nuestro móvil no era económico, sino contribuir altruístamente al bien de la humanidad.
Las compañías farmacéuticas pensaban de manera distinta a nosotros. La fórmula mágica ponía en dudas su viabilidad. Comenzamos a recibir presiones para vender la patente a un “Pool” formado por ellas. Ante nuestra rotunda negativa continuaron con procedimientos judiciales sin base, que lo único que consiguieron fue dar incluso más publicidad a nuestra fórmula “Mágica”.
Persistieron sus amenazas y al final se decidieron por los atentados. Mis dos ayudantes perecieron en dos atentados con coche bomba; yo logré salir ileso de otro. Era excesivo el interés económico que estaba en juego para ellos, pero el proceso era ya imparable, y ni nada ni nadie podría detenerlo. De cualquier forma el mundo estaba dividido en dos bandos: el de reaccionarios a la fórmula, formada por el colectivo de médicos, enfermeros, farmacéuticos y empleados de compañías farmacéuticas, que esgrimían las más pintorescas razones para solicitar la prohibición de la fórmula escondiendo el verdadero fin de su protesta, que era el, en cierto modo loable, empeño por salvaguardar su privilegiada situación económica; y los que estaban a favor del descubrimiento, que era el inmenso resto de la sociedad. Se debatió mucho en aquellos tiempos sobre la fórmula “Mágica” poco antes de su legalización, sobre la utilización selectiva de la misma que crearía una super raza y no nos haría a los países desarrollados distintos de los nazis, instaurando una especie de genocidio por denegación de ayuda; sobre el derecho a morir de la persona, que se interrumpía sin posibilidades de retroacción desde el momento que se suministraba la primera y única dosis hasta que no se inventara un “antídoto” contra la misma; sobre una hipotética toxicidad sobre los genes que crearía una descendencia monstruosa como venganza de la naturaleza por jugar a Dioses; sobre la conveniencia o no de adminístralo solo a enfermos incurables, a todos los enfermos o a toda la población a fin de prolongar la vida y actuar como profilaxis universal; sobre la edad más correcta para administrar la fórmula al detener el proceso de crecimiento y envejecimiento. Tal vez se debieran de haber resuelto muchas cuestiones más antes de aprobar la fórmula, pero una auténtica revuelta social, en el año 2.006, hizo urgente su legalización, fabricación y distribución en todo Occidente. Yo permanecía escondido y protegido por las autoridades, como un testigo amenazado por La Mafia, ante el temor de nuevos atentados de las compañías farmacéuticas. Cedí la patente de la fórmula a una organización de tintes humanitarios que la comercializaría a precio de costo en forma de comprimidos de ingestión oral. La única condición que puse, una vez que ya había renunciado a una riqueza que nunca me importó mucho, pero sí mi libertad, fue que se distribuyese en todo el mundo, y que en aquellos países en que fuera prohibida la hicieran llegar por cualquier medio, ilegal si fuese necesario.
Así sucedió. El medicamento, la fórmula “Mágica”, fue comercializado a un ridículo precio bajo el nombre de “Universal mundo”.
Había conseguido, bajo el mérito del profesor y la ayuda de mis dos ayudantes, devolver la felicidad a muchas familias y la esperanza a toda la raza humana. El precio de mi libertad era muy poco para tanta dicha.
Hoy, marzo del año 2.056, escribo éstas, mis últimas palabras, desde otro recóndito y apartado destino, acompañado por la rata inmortal y un revolver del 38 con el que libraré a la rata, y a mi mismo, de este mortal descubrimiento merced a dos certeros disparos. Han pasado ya 50 años desde que se comercializó el “Universal Mundo” y los acontecimientos se han sucedido de forma vertiginosa desde entonces.
Se curaron todos los enfermos, incluidos los drogadictos, y se perdió el respeto a la muerte, tan solo posible, en un principio, a causa de un acto violento o un accidente; nadie volvió a morir de viejo o enfermo hasta el día de hoy. Pero el primer efecto del “Universal Mundo” en Occidente fue un colapso en sus economías. Trabajadores de compañías farmacéuticas, profesionales médicos, farmacéuticos, distribuidores y fabricantes de medicamentos se vieron abocados a la ruina y al paro de forma irreversible y sin posibilidades de integración en el nuevo esquema de crecimiento y desarrollo económico.
Los hospitales, vacíos de enfermos, cerraron sus puertas. Solamente se mantuvieron unidades de emergencia para atención de enfermos traumáticos, víctima de accidentes y similares, y las unidades de distribución y comercialización del “Universal Mundo”.
Se disparó el consumo en todas sus vertientes y productos, desde yogures hasta automóviles. Era imposible dar abasto a tanta demanda. Fabricantes, distribuidores y comerciantes vivieron años de oro. Aumentaron la inflación, los créditos al consumo, los tipos de interés, los beneficios bursátiles y bancarios, las exportaciones y las importaciones. Los psicólogos atendían los problemas de aquellos a los que por causas necesarias de una enfermedad, se les había suministrado el “Universal Mundo” a una edad muy temprana y tendrían que vivir en un cuerpo de niño el resto de sus vidas. Los agricultores y ganaderos se modernizaron para cubrir la demanda de alimentos. Se produjo un proceso masivo de inmigración de los países menos desarrollados a los desarrollados, a las grandes ciudades, a las pequeñas ciudades, a las industrias, al campo. Los habitantes del planeta se habían olvidado de enterrar a sus muertos, y también de Dios.
Diez años después, en el 2.016, el “Universal Mundo” había causado estragos en los países pobres; sólo había contribuído a aumentar el número de necesitados que sin él ya habrían fallecido en vez de prolongar su agonía hasta consumirseles sus mismísimos huesos. La población había pasado de cuatro mil millones a seis mil millones de habitantes en el planeta. La escasez de alimentos llegó al primer mundo, pero se le hizo frente rápidamente mediante la intensificación de los cultivos y la cría moderna de animales domésticos, y todo continuó su trágico rumbo. Los médicos y personal científico fueron de nuevo reciclados y centraron su actividad en el estudio y creación de nuevos alimentos. Diez años más tarde, en el 2.026, la población mundial rondaba los nueve mil millones de habitantes. La contaminación anegaba la atmósfera y los ríos, se aceleraron los cambios climáticos, se limitó la circulación de los vehículos y se aprobó una ley internacional, de carácter penal, para todos los atentados contra el medio ambiente; se establecieron fuertes medidas para el control demográfico, limitando el número de hijos por habitante. Se volvió a hablar de escasez de alimentos, pero la clonación y la manipulación genética de especies volvieron a obrar milagros.
Hoy, año 2.056, poblamos el planeta más de quince mil millones de personas. Los mares hace muchos años que no son más que una zona muerta y sin vida, los bosques han sido arrasados, los cultivos exprimidos hasta la extenuación y desertización de los campos. Ya no luce el sol a causa de la contaminación y el aire se ha vuelto venenoso e irrespirable. Ya no llueve, tan solo hace calor; los glaciares Articos y Antárticos se derriten a velocidad de kilómetros cúbicos por hora. La delincuencia, producto de la miseria, ha alcanzado cotas insospechables. Proliferan los conflictos sociales, los enfrentamientos por el control de alimentos, embalses y ríos. El hambre, la sequía y la contaminación nos azotan. Hoy han prohibido la distribución del “Universal Mundo”, y los estados prometen dotar de recursos a los laboratorios que se dediquen a investigar un antídoto contra el mismo.
Es demasiado tarde. Se espera que en los próximos diez años mueran diez mil millones de personas a causa del Hambre, la contaminación, la violencia y los suicidios.
Yo por mi parte, tras sufrir año tras año la maldad de mi descubrimiento, causante directo de la agonía de miles de millones de personas, he decidido dar mi vida por acabada y, con la ayuda de un artificial revolver del 38, devolver a mi rata y a mi los ciclos naturales de la vida y la muerte, interrumpida por mi culpa. Hoy se que nadie se acordará de mi como un bienhechor de la humanidad, pero doy gracias por tener un final, así como ya he tenido un principio.