La mansión de la colina
(Dedicado a Randolph Carter)
I
Llegué a la casa a primeras horas de la noche. Estaba construida sobre una colina, envuelta en brumas. Era un edificio pequeño, pero de apariencia impresionante. Parecía un pequeño castillo francés; pero sus muros negros, los puntiagudos tejados de diminutas tejas también ennegrecidas, no sé si por efecto del humo o por la misma oscuridad nocturna, aquellas ventanas de formas góticas, me produjeron un escalofrío al acercarme, aunque yo no iba solo: junto a mí venían otras personas, tres, quizá cuatro. Su número variaba cada vez que miraba hacia ellos, pero esto no me pareció extraño. No sé quiénes eran, y ni siquiera llegué a ver sus caras, enfundadas en capuchas, así como tampoco sé quién era yo, pero poco a poco me di cuenta de que mi presencia en aquel lugar y en aquel tiempo obedecía a razones que no podría explicar en ese preciso instante.
Ni la colina sobre la que se alzaba el caserón ni el bosque que la circundaba estaban desprovistos de abundante vegetación, aunque al ir ascendiendo eran más las rocas mohosas que las plantas y los arbustos.
Yo iba vestido con una ropa de color gris, tal vez negro. Quizá vestía una capa. Pero ninguna de ellas me incomodaba para ascender por el sendero. De todas formas, no era una escalada sencilla. En el suelo se mezclaban los tojos con otros arbustos de espinas afiladas, pero los evitábamos, rodeándolos con cierta aprensión. Desde lo alto, miré hacia la llanura que se extendía alrededor de la colina, pero no pude ver más allá de unas pocas casas lejanas de tejados rojos, y de una bruma que ocultaba todo lo demás. No puedo recordar si la niebla estaba en mis ojos o en el aire, pero estaba seguro de que yo regresaría allí de algún modo, tras cumplir mi misión en el caserón, y no me asusté.
Al llegar a la entrada me di cuenta de que la casa era incluso más pequeña de lo que parecía. Estaba un poco hundida en la roca, por lo que supuse que algunas de sus estancias debían permanecer enterradas bajo la montaña, lo cual pude comprobar más tarde. El portón de entrada era de madera negra, no demasiado ornamentado, pero vislumbré algunos extraños símbolos grabados sobre los oscuros paneles. Había un pequeño tejadillo sobre la puerta, y encima de éste, una ventana cerrada, con cristales esmerilados, y gruesas cortinas rojas. Un hombrecillo abrió al acercarnos, aunque nadie había llamado aún. Yo iba delante durante la ascensión, pero entré precedido de alguno de mis compañeros.
Tuve que pasar por un corredor, por el que caminaba en fila de a uno, aunque tal vez pudiesen pasar más personas al mismo tiempo. El interior era oscuro, lóbrego, olía a humedad. Había mucho polvo sobre las antiguas y altas sillas de respaldos de cuero, pegadas a las paredes, pero no observé telarañas en los negros rincones, ni la presencia de ningún insecto, aunque nunca di por hecho que no se ocultasen entre las rendijas y las grietas llenas de suciedad.
Llegamos a una estancia, que era el final del pasillo. Tal vez hubiese puertas que comunicaran con otras habitaciones en la galería por la que pasamos, y así creo que debía ser, ya que las ventanas que se observaban desde el exterior tenían que pertenecer necesariamente a tales cuartos. Supe entonces que aquellas habitaciones no habían sido utilizadas por quienes vivían en la casa, y supe que sus interiores eran más limpios, adornados con cortinas rojas, y que el sol había entrado alegremente en ellos en otros tiempos, aunque ahora languideciesen bajo gruesas capas de polvo… Pero en la cámara en que ahora nos encontrábamos no había ventanas. Se dibujaba una al fondo, pero la luz no penetraba por ella. Tenía una forma oblonga, y junto a una de sus paredes había una escalera.
Esta escalera descendía siniestra y profundamente hacia un pozo de negrura insondable. Su forma, en espiral, hacía no sólo dificultosa, sino incluso peligrosa, la bajada. En el centro de la escalera había una columna, sobre la que se sustentaba la misma escalera, y que era, me di cuenta nada más verla, el pilar central del edificio entero.
Aquella columna era también negra, estriada, retorcida en mil diabólicos arabescos, y parecía fundida en algún metal, tal vez bronce, pero no lo sé puesto que no entiendo de tales materias, aunque recuerdo que no la quise tocar por temor a que estuviese oxidada, dejando entonces ese característico pegajoso y repugnante olor en mis manos.
Bajé la escalera, y aunque cuando comencé a descender estaba junto a todos mis acompañantes, al llegar al piso de abajo todos me estaban esperando allí, y nadie miró hacia mí, pues se hallaban ocupados en otras cosas. Allí estaba otra vez la persona que nos había abierto la puerta al principio, y que no había visto hasta entonces realmente. No era hombre ni mujer, aunque tal vez fuese más de esto último. Era vieja, cubría su cabeza con un pañuelo o un sombrero, vestía de negro, era de baja estatura, y más bien rechoncha. Sin embargo, su cara era delgada, su nariz aguileña, y las arrugas surcaban su rostro como al de una persona que ha visto y ha oído demasiado. De algún modo, supe que había sido el sirviente de los antiguos habitantes de la mansión.
Estábamos junto a una escalera de caracol, con una barandilla de negra madera, muy empinada, a cuyos pies había un paragüero, inopinadamente utilizado para guardar un grupo de antiguas espadas oxidadas, y aunque el descenso había sido rápido, yo veía que esta escalera subía hasta muy arriba, de tal manera que no pude ver el piso superior aunque me asomé por el hueco. La columna era ahora más que nunca el pilar central del edificio, la viga maestra sobre la que se apoyaba toda la estructura, que me pareció entonces de una fragilidad asombrosa.
Pero lo asombroso estaba en el remate de la columna. En su llegada al suelo tenía la forma de una figura femenina. De hecho, sucedía que era la estatua en cuestión la base de la columna. La figura estaba vestida con una armadura, y en su mano izquierda alzaba una espada por encima de la cabeza. Nada más observarla intuí que había algo blasfemo encerrado dentro de aquella figura.
En esta estancia había otras cosas. Parecía haber sido utilizada como habitación central de la casa. En la pared oeste había una arcada, una puerta abierta que conducía a otro lugar, y en la pared opuesta, detrás de la figura, había un largo pasillo, que conducía, según nos dijo aquella persona que nos había abierto, y que ahora se mostraba a sí misma como la guardiana, tal vez el ama de llaves, del caserón abandonado, a las habitaciones privadas de los antiguos habitantes de la casa.
El guardián nos contó historias terribles y susurró secretos que jamás antes había contado a nadie, aunque ya habían pasado otros viajeros por allí. Dijo que la casa había sido habitada por tres o cuatro hermanos, uno de los cuales era una muchacha, y que vivían en esas habitaciones que se entreveían en la oscuridad gris azulada del pasillo tras la estatua.
En la pared norte había una pequeña cocina, sobre la que aún había algunos cacharros. Al otro lado una ventana alargada, cubierta por finos visillos de blanca seda, sucia por el polvo, estaba junto a una inverosímil, por su ubicación, chimenea en la que aún ardían algunos leños. Por la ventana entraba luz, pero a medida que fue pasando el tiempo la noche pareció llegar, ocultando toda claridad. No puedo decir si entonces utilizamos velas o la luz eléctrica, puesto que la mansión, aunque antigua, poseía una instalación de este tipo, con extraños interruptores de llave.
Aunque yo creí en un primer momento que estábamos bajo tierra, la ventana parecía dar a un primer piso. Esa ventana de cristales esmerilados, tal vez de diversos colores, pero que quedaban ocultos por la oscuridad reinante, me intranquilizaba, pues sabía que algo podría llegar de fuera a través de ella. Uno de nosotros la cerró, por lo que el viento dejó de mover los visillos.
Ante la ventana había una mecedora, sumamente incómoda, de madera oscura y asiento de piel negra, en la que había grabados algunos dibujos de aspecto geométrico y en los que no me entretuve demasiado. Se veía, sin embargo, que la mecedora estaba dispuesta para que en ella se sentase alguien mientras leía un libro frente al fuego. La escena me pareció entonces muy natural, y pude imaginar a aquella antigua familia disfrutando del calor del hogar en las frías noches de invierno.
Entonces pasé al otro cuarto. Era el que estaba tras la arcada de la pared oeste. El marco era anormal, distinto a los del resto de la casa.
Las demás puertas tenían sencillos marcos cuadrados, pero este era ondulado como los arcos de las construcciones árabes, y sus puertas, grandes, eran de color claro, siempre abiertas. Sentí un escalofrío al pensar lo que podría suceder tras esas puertas si alguna vez quedasen cerradas.
El guardián nos dijo que en aquella estancia solía el hermano mayor pasar todo su tiempo, ocupado en la lectura de extraños libros, y realizando experimentos de naturaleza blasfema y prohibida en una gruesa mesa de madera porosa que había en el centro de la biblioteca, si tal nombre es aplicable al cuarto. El guardián nos mostró algunos de los libros, y yo comprobé con horror que se trataba de manuscritos de incalculable antigüedad, encuadernados en pieles negras, y con títulos latinos en su mayor parte, que mostraban a las claras la naturaleza abominable de su contenido. Los identifiqué como poseedores de arcanos saberes hoy olvidados, referidos a Magia y hechizos, y supe que el hermano mayor había practicado ritos sacrílegos y crímenes nefandos.
II
Volví al cuarto de estar, y junto al resto de mis compañeros nos dispusimos a pasar la noche en aquel lugar. El ama de llaves nos dejó, subiendo por la estrecha escalera, desapareciendo para siempre. Sabía que tenía que pasar la noche en ese lugar, pero no hice ningún preparativo especial, aunque mis compañeros se dispusieron a arreglar algunas habitaciones en el pasillo, por el que yo ni siquiera entré.
Nos sentamos alrededor del fuego, y nos contamos con ingenuidad historias que ya eran viejas cuando las pirámides de Egipto aún no habían sido construidas, y también hablamos sobre nuestra presencia en este lugar. De este modo advertimos que habíamos sido llamados para resolver un lejano misterio, relacionado con la familia que había habitado el castillo. Supimos que algunos hechos de naturaleza inconfesable habían sido llevados a cabo entre los vetustos muros de la mansión, y adivinamos que fenómenos espeluznantes y diabólicos podían llegar a importunarnos durante la noche, y quizá perjudicarnos de manera aún más grave. Sin embargo, ninguno de nosotros creía en tales historias de viejas, y nos reímos de los relatos que los campesinos de las casas de tejados puntiagudos y ladrillos rojos nos habían susurrado temblorosamente entre dientes.
Pasó algún tiempo, no demasiado; pero yo estaba detrás de la mecedora, que a su vez estaba delante del fuego, cuando de pronto el bastonero que tenía a mi lado, y en el que reposaban las antiguas armas, se tumbó como empujado por manos invisibles, y las espadas se desperdigaron por el suelo de pequeñas baldosas ajedrezadas. Todos quedamos impresionados, y uno de mis compañeros comenzó a hablar, intentando hallar una explicación racional a aquel fenómeno, de tal forma que muy pronto todos los demás le dieron la razón, apoyando su inverosímil teoría.
Pero aunque yo también le di la razón, sabía que estaba equivocado, y que el paragüero no había sido tumbado por la fuerza del viento, ya que la ventana estaba cerrada. Expliqué a los demás que era extraño que los visillos no se hubieran movido con el viento. Este argumento no pareció impresionar a ninguno de mis escépticos acompañantes, cuando nuevamente de improviso y como obedeciendo a alguna orden dada por mí mismo, los visillos grises por el polvo comenzaron a moverse como impulsados por el viento, con tal fuerza que volaban perpendiculares a la pared, hasta que fueron arrancados de ésta, volando sobre nuestras cabezas, y yendo a parar al lugar en el que se encontraban ya las espadas.
A partir de este momento mis recuerdos se embrumecen aún más, y es poco lo que puedo relatar sin temor a verme obligado a fabular, para rellenar las lagunas. Sólo sé que aunque yo regresé al pueblo del que habíamos partido, no fui recibido por nadie, y jamás llegué a saber quiénes fueron las personas que me acompañaron. Del modo en que logré escapar del castillo, y de todo lo que me sucedió hasta el final de esta narración, no soy consciente más que en una pequeña porción…
III
La noche, que nos había cubierto ya hacía tiempo, alcanzó también nuestros corazones, cansados por el esfuerzo del día, y tras unas breves despedidas, todos mis compañeros se retiraron a las habitaciones que antes habían dispuesto para su descanso, a pesar de que yo no recordaba haberles visto hacer tal cosa. Por algún motivo que no logro comprender, yo, que ni siquiera había traspasado aquel dintel del pasillo oscuro, sucio y viejo, lo que hice fue penetrar en la biblioteca y tomar uno de los libros en mis manos.
No estoy seguro de lo que sucedió a continuación, pero creo que primero leí el título, “De vermiis mysteriis”, y de algún modo supe que el autor que figuraba como escritor de aquel horrible compendio de siniestras brujerías no era el verdadero, aunque no me fue dado el conocer el nombre del real, y comencé a leerlo. Supe entonces que la columna en cuya base aquella figura femenina ejercía el papel de sustento no había estado allí siempre, y supe, mediante procedimientos innombrables, que el verdadero dueño de la casa no había sido el hermano mayor, ni su padre, ni el padre de su padre, y que quizá la mansión ni siquiera tenía dueño, y que el único propietario del castillo no era otro que el castillo mismo, si es que tal cosa era posible.
Supe que bajo las rocas sobre las que se hundían los cimientos de la mansión, e incluso debajo de esas otras rocas, se ocultaba un gigantesco ser vermiforme, si es que así puede ser llamado, de una malignidad inabordable, y que este ser no sólo era el verdadero dueño de la mansión, sino que para él la misma mansión no tenía valor ninguno salvo como instrumento de su propia e insufrible atrocidad, y que él se había limitado a permitir a otros que se alzase el edificio sobre su propiedad, exigiendo a cambio un cruel tributo.
A partir de entonces mi propia esencia como persona sufrió una increíble mutación. De algún modo, que yo no podía comprender, me sentí “inundado” por la presencia de otra persona en mi interior, y su personalidad era tan dominante que pronto la mía pasó a un segundo plano, aunque mi aspecto exterior seguía siendo el mismo.
Yo vivía en aquella casa desde mi nacimiento, y antes que yo lo habían hecho mis padres, y antes que ellos, mis abuelos, y antes que ellos, sus abuelos y sus bisabuelos. Y yo era el hermano mayor de una familia que ahora sufría las consecuencias de la ruina y el envilecimiento por causas que no me era dado ni saber ni intentar investigar siquiera.
Sabía que las espadas que colgaban de la pared, cada una de las cuales representaba a cada uno de los moradores que había tenido la casa, no iban a poder seguir aumentando de número, y que esta era la señal de nuestra perdición.
Sólo intuí que el castillo iba a ser finalmente pasto de la degeneración que lo amenazaba desde su misma construcción, y que sólo había una forma de impedirlo, al menos durante otra generación más, ya que esta iba a ser la última. Oh, sí, yo lo sabía, sabía qué había que hacer, y sabía cómo había que hacerlo. Tome una larga daga curvada que reposaba sobre una estantería llena de polvo, y sentí cómo el polvo de siglos ensuciaba mis manos. Me di media vuelta, y allí estaba ella. Era mi hermana, y estaba tumbada sobre la mesa. Vestía un ligero camisón de dormir, pues estaba en brazos del sueño.
Y me dirigí hacia ella. Invoqué a seres cuyo solo nombre haría temblar a quienes escuchan sin estremecerse relatos de insondable terror cosmogónico, y alcé mis plegarias a estos dioses, quizá diablos, y ellos se rieron de mí. Realicé rituales de distorsionado recuerdo, alcé la daga con mi mano izquierda sobre el cuerpo inerte de mi hermana, y lo clavé profundamente en su pecho, hasta que mis manos chorrearon con la sangre caliente de sus vísceras palpitantes. Tomé entonces su cuerpo sin vida, y mediante un sortilegio lo introduje en el interior de una oxidada y tenebrosa armadura medieval. Arrastré este peso hasta afuera, donde la columna de bronce fundido sujetaba la casa, hundiéndose en el interior de la colina hasta una profundidad que era blasfema por su sola inmensidad, y mediante un ritual arcano que llenó de negrura mi corazón, la armadura se fundió con la columna, quedando aquélla como base de ésta. Finalmente, tomé su espada, que colgaba de la pared, y la puse en su mano. Cuando di media vuelta, allí estaban mis hermanos. Me miraban fijamente, con los rostros inexpresivos, pero yo sabía que me daban las gracias. Después, volvieron silenciosos a sus habitaciones.
Yo sabía ahora que la mansión iba a poder mantenerse en pie durante otra generación. Supe que Aquel Que Mora En Lo Profundo se alegraba de recibir nueva savia a través de la columna, y aunque un profundo dolor, por la muerte de mi hermana, surcaba mi pecho, sabía que no había tenido otra opción.
Volví a la Biblioteca con paso cansado, para recoger los libros, y quizá para seguir estudiándolos. Esta fue la última cosa que posiblemente hice nunca. En el pasillo, a través de las puertas siempre abiertas de la habitación, escuché los deses- perados chillidos de unas voces que primero suplicaban y luego gorjeaban. Las reconocí como las voces de mis hermanos, y las escuché con terror y profunda aprensión, pues presentía que eran los estertores de una muerte horrible, viscosa y sin forma.
De pronto apareció en el umbral de la puerta una figura negra como la noche, aunque yo sabía que no era negra, sino brillante. En su mano blandía una espada enrojecida por el óxido y chorreante de sangre, que goteaba sobre la deshilachada alfombra verdusca de la biblioteca. Y yo supe que era mi hermana, y supe que iba a morir. Con un grito de pura desesperación me abalancé sobre la figura, logré hacerla a un lado, y corrí a través de la sala hacia las escaleras…
Recuerdo vagamente cómo las escaleras se deshacían bajo mis pisadas, enloquecidas por el terror de la prisa frenética, y la barandilla se rompía en trozos mientras yo la agarraba. Recuerdo también cómo el techo se caía en pedazos de cal y ladrillos sobre mi cabeza, y cómo a duras penas pude respirar en medio de la humareda ocasionada por el polvo y el derrumbe. Sé que a cada paso que daba por el pasillo, lleno de miedo sentía hundirse mis pies en un suelo que ya no existía, y que al ver el negro portón del castillo ante mí creí que había llegado mi final, pero cuando en el último instante, antes de caer aplastado por el peso de los dos pisos superiores, las negras hojas de la puerta se partieron con un chasquido gangrenoso, y el frío aire de la noche hinchó mis pulmones con una punzada de puro dolor, supe que era libre.
Pero eso fue lo último que supe…
IV
Esto es todo lo que puedo recordar de aquella noche. No me fue posible saber más, aunque pregunté a todos si conocían a quienes fueron mis acompañantes, o qué fue de ellos, o qué sucedió con la casa de la colina, ahora hundida en las rocas. Ni siquiera han querido responder a mis preguntas, y llenos de terror, no contestan cuando intento hablarles. Estos absurdos e ignorantes campesinos, con los que me veo obligado a convivir contra mí voluntad, parecen no querer enterarse de mi presencia. No desean ni tan siquiera mirarme cuando estoy con ellos, y cuando lo hacen, miran como si estuviesen viendo a través de mí, como si yo fuese un fantasma…
FIN