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    La mirada

    El gélido filo de la navaja se deslizó por su garganta dejando tras de sí un rojo sendero. Una gota corrió por la garganta arrancando bermellones destellos a la mortecina luz lunar que sumergía en sombras el callejón. En su caída se conjugó con el sudor que cubría con diminutas cúpulas el esbelto cuello para dejar una mancha en la blusa.

    -Un solo movimiento y te mato. ¡Te juro que te mato, zorra! Moverse.

    En ese momento Natalie Brown, estudiante de secundaria de dieciséis años, estaba concentrada nada más que en una cosa: tomar el que quizá fuese su último aliento. Pero hasta el simple echo de respirar era doloroso. La fría presión de la hoja sobre su cuello había convertido en un tubo atorado, reseco y áspero a una de las gargantas más privilegiadas del coro de su parroquia. Sentía cómo una bola de gasa impregnada de diminutos cristales atoraba las paredes de su traquea, convirtiendo cada respiración en una acometida de infinidad de cuchillos, un ataque mucho más doloroso que el de aquel filo sobre su piel.

    Podía notar el deslizarse de la mano de él, profanadora, incontrolada, violando cada centímetro de su cuerpo. Su mano se desplazaba lenta pero firmemente, presionando, estrujando, acariciando a veces sus curvas, recorriéndola tras haber desgarrado brutalmente la blusa de seda.

    Aquella mano concluyó su retorcido recorrido sobre el lugar que tanto temía Natalie. Los dedos, húmedos de sudor, se deslizaron bajo la braga: sabían perfectamente lo que buscaban, y cómo conseguirlo. Una alarma resonó en lo más recóndito de su mente. La parte más primitiva del cerebro de Natalie reaccionaba desesperadamente buscando un único objetivo: supervivencia. Su más primigenia consciencia se debatía para escapar, luchando contra el acoso del agresor inútilmente porque niveles superiores habían tirado la toalla tiempo atrás. Natalie había quedado atrapada dentro de ella misma sumergida en el autismo, evadida a distantes lugares, mucho más placenteros, abandonando su cuerpo a su suerte.

    En el callejón sólo quedaba el depredador bramando victorioso sobre el cuerpo inerte de su víctima. La bestia rugiendo, una aberración que sólo sabía demostrar su cruel condición con actos de igual clase: el ejemplo encarnado de la involución de las especies. En aquel cuerpo de cerebro primitivo nada más cabía un pensamiento: penetrar, penetrar a esa maldita puta, a aquella asquerosa criatura que en su desesperada necesidad de un falo le había incitado a tomarla como suya. Aquella pueril criatura que ahora sollozaba de placer ante la enormidad y fiereza de sus embates, que temblaba de lujuria con el contacto de su piel. Podía sentir el fuego de su miembro ardiendo en las brasas de aquel pozo de carne: caliente, cada vez más caliente, más y más caliente.

    Robbie Bishop había desaparecido.

    Eso es lo malo de tener una mente escindida: de vez en cuando, el otro toma el control y uno se queda relegado a la nada. Ahora ese otro, el maestro, estaba haciendo de nuevo de las suyas. Y Robbie, el inocente Robbie, no podía evitarlo. Cuando el maestro decidía que era hora de una lección, era hora de una lección.

    El maestro Robert siempre tenía la razón.

    El profesor Robert veía perfectamente que la chica se había evadido, que estaban simplemente ante un cadáver con vida. Bueno, así sería más fácil. Sin pataleos, gritos y demás histéricas y fútiles estupideces.

    Total, la estaba haciendo un favor: si no era él, sería otro, y quien mejor que él para enseñarle la crudeza de la vida. Robert no entendía cómo ante su ofrecimiento siempre reaccionaban de esa manera tan violenta. Cuando se dan clases gratis, quejarse es de desagradecidos.

    Sobre todo cuando las imparte un consumado maestro.

    La clase había empezado con una demostración de caricias.

    -Atiende, puta, que todo esto lo hago por tu bien.

    Para ser una niña pija de las de “hoy dieta, mañana también” no tenía mal cuerpo. Los pechos no eran muy grandes, y no caían flácidamente como había ocurrido en otras alumnas (es más, estos mantenían su forma aun reposando tumbada: ¿silicona?). Unos oscuros y pequeños pezones coronaban las suaves colinas de sus pechos, unos pezones que todavía no estaban duros, pero que al fin de la clase serían columnas graníticas.

    A medida que la clase avanzaba aumentaba la confianza del maestro con su alumna, que en el papel de un maniquí hierático le permitía practicar hasta el más enrevesado ejercicio. Finalmente llegó el momento de la lección principal. No fue muy cómodo, ya que no estaba muy lubricada, lo que obligó a Robert a ensalivar un poco su miembro.

    Pero aun así prosiguió: uno, dos, uno, dos, lenta pero constante la lección proseguía… hasta que el profesor Robert, y Robbie en la distancia a la que había sido relegado, lo sintieron…

    Era un par de clavos al rojo vivo, incrustados profundamente en su nuca. Poco a poco iban horadando su cerebro, pulsando lenta e implacablemente como corazones gemelos bombeando odio, repulsión, asco.

    Aquello era un novedad para Robert, verse interrumpido en plena acción, ¡que falta de decoro! No sabía bien cómo reaccionar por lo que decidió tomar el camino más fácil: hecharle el muerto encima al otro. Con la rapidez de un pensamiento Robert se acurruco en su distante cubil sumergido en las tinieblas del subconsciente de Robbie, para dejarle a él frente al problema.

    No muy sorprendido, pero no por ello algo horrorizado, Robbie descubrió que estaba sobre una chica desmayada a la que había arrancado la mayor parte de la ropa para dejar su lívido y bien proporcionado cuerpo bañado en la luz pálida de la luna: su bello torso, sus protuberantes pechos, su cintura de avispa y su mullido coño. Y él estaba aun dentro, su pene recibiendo el húmedo beso de aquellos labios, sintiendo el acogedor calor de la vagina en su glande. Pero no era, ni con mucho, algo placentero: con asco sacó su miembro de aquel orificio, ya que la frágil respiración de la chica no evitaba que por la mente de Robbie se cruzara la terrible idea de un acto necrofílico.

    Gracias a Dios aparte del desmayo la chica parecía estar perfectamente, pensó Robbie con cierto consuelo. La única señal de violencia era un pequeño corte en su garganta. Por lo menos ésta no había acabado repleta de cardenales como la última. Por el contrario, su cuerpo brillaba perlado con diminutas gotitas de sudor por toda su piel, de la misma manera que el desnudo bajovientre de Robbie rezumaba una mezcla de sudor y otros flujos. Robbie sentía frío por todo su cuerpo, con el enredado pelo y el chandal pegados a su piel empapado en sudor.

    Pero no debía distraerse: aquella sensación de su nuca no había desaparecido. No tenía ninguna duda acerca de lo que era, y sólo admitía una respuesta: la huida. Alguien les estaba observando, y seguramente no le haría mucho caso a su explicación de que él no había sido, que el culpable era el maestro que llevaba dentro y al que no podía controlar. Con un gesto rápido se colocó bien el pantalón y huyó a lo largo del callejón. Corrió junto a un desbordado contenedor de basuras escoltado por numerosas bolsas de basura que en caótica alineación rebosaban los laterales del callejón. El aire era denso y con regusto dulce, henchido del hedor de la materia orgánica en acelerada descomposición por el calor de los últimos días; uno casi podía cortar aquella peste con un cuchillo.

    Un maullido lejano resonó.

    El fin del angosto callejón estaba a poco más de diez metros, y con él la huida definitiva. Los dos clavos seguían hiriendole en la base del cerebro, inundándole con su carga de agresividad. La persona que les estaba espiando sin duda debía estar muy, muy cerca, ya que la sensación era terriblemente opresiva. Sabía perfectamente que en aquel callejón no había ningún tipo de ventana, escalera de incendios, o puerta (justamente por eso lo había escogido). Forzosamente aquel tío debía de estar al fondo del callejón.

    Robbie giró su cabeza, anónimo bajo su pasamontañas, tratando de descubrir al espía. En el callejón, descontando el cuerpo de la chica tendido en el suelo, no parecía haber nadie más y la basura no formaba montones lo suficientemente grandes como para que alguien pudiera ocultarse tras ellos. Sólo quedaba una posibilidad, la mancha de tinieblas que era el extremo más profundo del callejón, allí donde no llegaba luz alguna. En aquella boca abisal se podría ocultar todo un ejercito y pasar desapercibido. Pero Robbie lo veía: eran dos finos destellos, dos pálidas estrellas en el oscuro espacio, los dos ojos de aquel bastardo que les estaba observando, aquel bastardo que les había interrumpido en su quehacer.

    Una suave brisa surgió de la oscuridad e invadió el callejón alzando al vuelo papeles y bolsas. Delicados dedos etéreos acariciaron el rostro de Robbie y su olfato se vio saturado por el hedor a podredumbre. Una bolsa vacía se enredó en sus pies.

    Aquello le estaba dando miedo, autentico miedo.

    Pero el profesor no era Robbie y con una leve convulsión volvió a tomar el control. Ahora que había visto a su observador, ya no le tenía el menor miedo. Alzó la navaja hasta la altura de aquellos ojos y la balanceó amenazadoramente haciendo que la luz de la luna arrancase destellos teñidos de sangre al filo.

    -El siguiente serás tú, ¡y la tuya será una lección definitiva! - gritó Robert retorciéndose de rabia.

    Tras ello dio tranquilamente la espalda a la oscuridad del callejón, consciente de que la víctima y el espía sabían con quien trataban.

    Todos los periódicos de la región habían recogidos las lecciones del profesor, incluido alguna de las moralejas que había dejado tras culminar alguna lección. Aquel bastardo no se atrevería a salir de casa: el siguiente podría ser él. En cuanto a la putita, se había desmayado en el mismo momento en que empezó su lección por lo que nada podría contar a la pasma.

    Con paso seguro se dirigió a su coche, aparcado bastantes manzanas al norte. El dolor en su nuca parecía remitir.

    De vuelta a casa siempre era Robbie el que controlaba la situación. El profesor, como un experimentado locutor deportivo, le narraba algunas escenas, las más relevantes, acompañadas de flashes gráficos, a la vez que le calmaba prometiéndole que aquella sería la última lección, que la sociedad aprendería y volvería al buen camino.

    Siempre el mismo discurso, y siempre se veía obligado a volver a actuar. La sociedad es cabezona, y no quiere aprender.

    Robbie conducía tranquilamente por Greenwood Avenue, contemplando los ancianos plátanos con sus grandes, céreas hojas brillando fatuamente a la luz de las farolas igual que lo debieron hacer hace más de dos siglos. Realmente el nombre era muy apropiado para la avenida ya que en ella, aparte de la hilera de plátanos centenarios, y tras verjas herrumbrosas, había auténticos bosques ocultando los escasos vestigios, en más de un caso ruinas, del esplendor de la región siglos atrás. Había varias historias acerca de aquellas casas de tajados combados por la humedad y los años en las que se decía que aun estaban habitadas por los malignos seres que habían dado nombre al pueblo: Wichgrave. El tiempo no había podido borrar los acontecimientos de la cercana Salem y en qué manera habían afectado a toda esta región: aquí habían sido enterradas muchas de las brujas. Aquello era imposible de olvidar, y mucho menos cuando la vieja Marsha Ashcott había predicho mientras su cuerpo era consumido por las llamas que si en algún momento eran olvidadas ella y sus compañeras, cuando se olvidase lo que en los cimientos del pueblo había, la perdición recorrería las calles acompañada de la muerte.

    Pueblo decrépito, pueblo embrujado: pueblo hermoso.

    Estaba Robbie ensimismado en estos pensamientos cuando le asaltó de nuevo el dolor. Las dos punzadas volvían a su cerebro, taladrando, quemando, abrasando su nuca. Miró por el espejo retrovisor con dificultad, el dolor era tan intenso que le nublaba la vista y le impedía siquiera girar la cabeza, pero aun así pudo distinguir los lejanos destellos de unos faros unos cincuenta metros más atrás.

    -El muy bastardo nos ha seguido.

    Dos mentes se arremolinaban en un cerebro escindido, dos mentes que reaccionaron de manera opuesta al estimulo que se acercaba carretera atrás.

    La mitad que era Robbie experimentaba una extraña sensación de predestinación, de que eso que le estaba ocurriendo era inevitable, una especie de castigo a su alter ego. La sensación empezó como una diminuta, ínfima semilla en el núcleo de su conciencia, pero en breves instantes se tornó en un robusto, colosal árbol cuyo retorcido tronco se alzaba desafiando el vacío propagado por el profesor. Con unos ojos que no eran físicos, Robbie contempló el árbol, obsceno en su enormidad, podrido desde su médula, alzándose solitario en la cima de una colina, rodeado de un infinito mar de hierba pardusca. Una suave brisa mecía las oscuras, se podría decir que negras, hojas dando la impresión de ser un cónclave de brujas, danzando todas alrededor de un chamuscado ídolo. Robbie estaba al pie del enorme árbol, sumergido en las tinieblas de su sombra. La oscuridad era acogedora, cálida como una manta en pleno invierno, el definitivo refugio. Pero algo también le decía que el antinatural árbol estaba a punto de dar frutos, y que entonces, y sólo entonces, aquel erial de soledad y decrepitud mostraría su secreto. Y con ello llegaría el olvido. Y Robbie quería el olvido.

    Una sensación extraña se había apoderado de aquella personalidad llamada Robbie, una impresión que tardó unos instantes en reconocer:
    soledad, verdadera y autentica soledad. Por primera vez en su vida estaba solo, completamente solo. Allí no podía llegar el profesor. Esto le gustó, y esa simple complacencia manipuló unas tijeras que recortaron su alma separándole definitivamente del otro, del depravado profesor Robert. Robbie notó con alegría que ya nunca más sería uno con el profesor: que ya era libre.

    Al instante siguiente la mente que observaba atónita y desconcertaba los mandos del coche era la del profesor: un profesor que de un plumazo había sido abandonado por su eterno compañero, ahora reemplazado por un brusco vacío en su cerebro. Había sido abandonado para quedar solo frente a la presencia que metros atrás le asfixiaba.

    ¿Quién necesita a ese estúpido remilgado de Robbie?, pensó el profesor, dibujándose una nerviosa sonrisa en su rostro. -Creo que voy a tener que despistarle, señor.

    Los dos focos de dolor iban lentamente incrementando su tortura, incrustándose milímetro a milímetro en su carne en dirección precisa hacia el centro de su cráneo. Dio un volantazo a la derecha, abandonando Greenwood Avenue y entrando en Pickman Street. Aquella zona era perfecta para despistar a cualquiera ya que pasados los primeros cien metros de fincas se entraba en una serie de edificios bajos apiñados en pequeñas manzanas. Todas las bocacalles conducían a callejuelas mal iluminadas y estrechas, la zona antigua del pueblo, un laberíntico escenario digno del Arkham de Lovecraft.

    El profesor pisó el acelerador nada más superar la última finca. En su mente de desplegaba un plano del pueblo, en el que un imaginario rotulador iba trazando el más serpenteante recorrido posible. Dentro de dos bocacalles…

    La mirada seguía clavada en la base de su cráneo como dos trozos de metralla al rojo vivo, quemando de modo insoportable su piel, su carne, su mente. El profesor echó una ojeada al retrovisor. Los faros del coche perseguidor se iban perfilando lenta pero constantemente en el espejo retrovisor. Debía usar algún tipo especial de luces ya que, aunque el haz iluminaba directamente a los ojos del profesor, no deslumbraban; parecía que en vez de emitir luz ellos mismos se limitaran a reflejarla de alguna lejana fuente. La figura del coche no era nada más que una mancha de oscuridad difusa e imprecisa, una oscuridad mucho más extraña que la naturaleza de los faros, sin desprender ningún destello, ni el más mínimo reflejo. Una intuición se apoderó del profesor, presentándole una posibilidad que se hundió en su mente, excavando como un gusano hasta encontrar la fuente del miedo, beber de ella y continuar esparciendo su destrucción: aquel era un coche muy especial, un coche que le buscaba, un coche a cuyo volante estaba su verdugo. Iba tras de él, y sólo su inteligencia evitaría el ser capturado, juzgado y ajusticiado. El gusano en su mente devoraba todos sus pensamientos, tranformandolos en terror. El gusano sólo dejaba crecer en su cerebro una idea: escapar, escapar, escapar.

    Escapar de aquel ser que le había clavado aquellos aceros al rojo vivo en su cerebro, aquel ser cargado de odio hacia él, aquel ser que deseaba enfundarse la capucha de verdugo y balancear su hacha sobre su cabeza para dar el golpe definitivo.

    Ahí estaba la entrada a la calle elegida.

    El cuerpo de Robert se aplastó contra la puerta por el brusco volantazo a la derecha. Las ruedas gimieron ante el esfuerzo, derrapando y dejando un rastro negro y humeante en el asfalto. La nueva calle estaba mucho menos iluminada, con nada más que unas mortecinas farolas cada cincuenta metros. Una iluminación pálida se derramaba desde las encostradas bombillas, expuestas a la intemperie en rotos fanales, incapaz de arrancar las de tinieblas las aceras. Los portales eran amenazadoras bocas, las esquinas abismos verticales de los que cualquier horrenda criatura podría salir. Aquellas casas de ventanas entabladas sólo podrían ser la guarida de degenerados y proscritos, seres marginales hambrientos de una nueva presa. El claustrofóbico ambiente se iba apoderando de Robert, cebando con más miedo al gusano que devoraba su mente. El mismo gusano que buceando entre su subconsciente encontró otro dato para alimentares: era en esa misma calle donde un demente caníbal había destripado a una pareja arrancándole a ella el feto de su vientre, y sólo una semana antes.

    El coche había perdido mucha velocidad y serpenteaba como borracho por la insegura conducción del profesor, más ausente que presente, perdido en las simas de terror de su mente. Desde la profundidad del pozo de su pavor su mente desesperada apenas era capaz de evitar estrellarse.

    Debía, necesitaba adquirir algo de autocontrol, y la certera posibilidad de su muerte fue el medio para acumularlo.

    Pero era como si el gusano se confabulara con aquellos dos clavos, incrementando su quemazón a cambio de ese autocontrol, horadando cada vez más profundamente, cerca ya del centro de su cerebro.

    Casi había llegado al final de la calle, y sólo la ridícula velocidad a la que se movía salvó a Robert de chocar. Pero si él había ido tan lento, el coche perseguidor debía estar ya a su altura. Allí estaba, sí, con los focos envueltos en una masa densa de oscuridad, perfilándose con más definición pero a la misma distancia, jugando con él, solazándose de sus dificultades para mantener el control. Y aquello el profesor no lo soportaba, enfureciéndole. El miedo se sublimó en odio y furor, determinación para escapar y poder vengarse otro día.

    Robert el acelerador al máximo, aplastándose contra el asiento por el empuje. Sólo cuando estaba el coche a la máxima velocidad dirigió su mirada hacia el espejo retrovisor, convencido de haber dejado atrás al sorprendido perseguidor.

    Pero cuando lo hizo palideció, sus ojos se desorbitaron, su garganta se anudó de tal forma que solamente el más profundo de los terrores podría desatarla: el coche que le perseguía se había esfumado para dejar en su lugar algo mucho peor. En el asiento trasero, suspendidos de una sombra antropomórfica, dos globos oculares perfectos, de un azul pálido e inyectados en sangre le observaban. De sus contraídas pupilas parecían surgir centellas, haces de luz pútrida, leprosa desbordándose del gélido mar azul de los iris, empapando al profesor con odio y repulsión indecibles.

    El profesor gritó como nunca antes había gritado, e incapaz de soportar aquel demencial espectáculo perdió la consciencia. El coche sin control derivó unos metros para acabar estrellándose violentamente contra una pared. Dentro del amasijo de hierros Robert permanecía inconsciente, ausente al fuego que con rapidez se propagaba por todo el habitáculo.

    Las llamas fueron consumiendo lentamente su cuerpo mientras aquellos ojos contemplaban impasibles, flotando en el vacío del asiento trasero, inmunes al fuego.

    Robbie estuvo por un tiempo impreciso bajo la sombra de aquel extraño árbol, gozando de esa soledad recién adquirida, mientras esperaba el desenlace final. En aquel recóndito paraje no había otro sonido que el de la brisa meciendo las ramas. Ningún insecto chasqueaba la hierba, ningún reptil recorría el suelo de ceniza que era la base del árbol.

    Simplemente contemplaba maravillado cómo el árbol crecía, con sus ramas combándose bajo el peso de las colosales hojas. En un abrir y cerrar de ojos todo el árbol estaba en flor, con grandes cálices, de pétalos del tamaño de una mano humana y color negro insondable. Tronco, hojas y flores eran una mareante mancha de negrura, dentro de la cual nada más podían apreciarse perfiles imprecisos. De los pistilos surgía un aroma agridulce, indefinido pero embriagador, un aroma que Robbie conocía pero que no era capaz de recordar, un aroma vagamente familiar, pero muy característico. Las flores, como su padre, se desarrollaban, crecían y maduraban a una velocidad imposible, fecundados por invisible polen. Su negrura se colapsaba, pasando de esa increíble falta absoluta de color, a un marrón oscuro, degradándose hasta acabar en un ocre amarillento, muy semejante al del hueso algo chamuscado. Pero lo que sorprendió más a Robbie fue la extraña forma de los frutos, que le recordaban huesos humanos… Allí veía una calavera sin el maxilar inferior, allá lo que sin duda era una cadera, más arriba una caja torácica.

    Absorto ante el extraño espectáculo, casi no notó cómo la brisa se intensificaba. Balanceaba las hojas, las ramas, pasaba a través de los múltiples órganos musicales que eran los frutos. El árbol entero canturreaba una olvidada canción en un idioma olvidado ya. La brisa adquirió fuerza, hasta acabar convirtiéndose en un viento huracanado.

    Los frutos entrechocaban entre sí, pero no caían.

    Robbie, estupefacto, vio como los frutos a medida que el viento arremetía contra ellos con creciente violencia empezaban a brillar con una iridiscencia fungosa, entre amarillenta y verdosa, enfermiza, depresiva, hasta acabar prendiéndose, ardiendo con lenguas negras de fuego. El solitario árbol se había convertido en un horrendo faro, alzándose desafiante sobre su atalaya rocosa rodeado de su huracanado mar de hierba.

    Entonces la locura llegó a su clímax. De distancias desconocidas, pero que a los oídos de Robbie se le hicieron inconmensurables, llegaron alaridos, gemidos, gritos desgarrados que acompañaron al árbol en su obscena canción, entonando salmos por eones olvidados. La tierra tembló, sobreponiendo su agónico crujido a las demenciales voces cantarinas. Desde la lejanía Robbie contempló impotente como una grieta avanzaba, directa hacia la colina. El mar de hierba parecía tratar de impedir el avance de la grieta, arrojándole una tras otra olas de convulso terreno. Pero el ser invocado era imparable, y ninguna de las extrañas fuerzas del paraje podía detener su llegada. Y en un abrir y cerrar de ojos allí estaba aquella criatura, un colosal gusano negro como la noche, recortando su oblonga figura contra el encapotado cielo.

    De alguna manera, Robbie sabía que ante él estaba el dueño de ese imposible árbol, y que Él, y sólo Él, podría darle aquella paz, aquel olvido que tanto deseaba.

    El ser le estudió detenidamente, cómo si evaluase a Robbie, olfateándole, palpándole con su hocico babeante. Robbie no podía hacer nada más que esperar, aterrorizado, que todo culminara, que aprobara el examen y le dejaran perderse en su soledad.

    Al fin el Gusano habló dentro de su mente:
    -Eres bienvenido a mi reino. Sé que quieres conseguir el olvido eterno, la última soledad. Yo soy quien puede otorgarte esos raros bienes, pero debes aceptarlos voluntariamente. Tuya es la decisión.

    Tienes todo el tiempo que desees.

    Robbie no lo dudó y dio un paso al frente. El gusano abrió su boca y se abalanzó contra él, tragándole de un solo bocado.

    El profesor despertó envuelto en densas tinieblas. Mareado por el choque, no comprendía donde estaba: era un lugar silencioso y apacible.

    No podía ser el interior del coche, ya que si fuera así estaría viendo los hierros retorcidos, la calle…, y sin duda tendría el dolor. Sin embargo le rodeaba una sensación de paz , de tranquilidad inconmensurables.

    ¿Esto es la muerte? ¿Qué hay de todo ese rollo del pasillo iluminado, del tío que te da la bienvenida con los brazos abiertos y enfundado en un ridícula túnica luminosa?, pensó el profesor. La idea de estar muerto no le agradaba lo más mínimo. Todavía quedan muchas lecciones que dar. El mundo no ha aprendido aun mis enseñanzas. ¡No debo morir! Pero allí estaba él, sin que le llegara ninguna sensación, envuelto en negrura.

    ¿Hay alguien ahí?

    »Son imaginaciones mías o ni siquiera puedo hablar. Debo tener afectadas las cuerdas vocales… ¡o no tenerlas! ¡Ser un fantasma! ¡No! Nervioso, el profesor estudió su situación. La negrura era atemporal, anodina, desesperante. No había referencias, nada de nada. Simplemente esa oscuridad agobiante, asfixiante y húmeda.

    ¡Un momento! ¡Humedad! Eso es una sensación corporal, así como también es una sensación corporal este calor que ahora empiezo a notar. Al fin y al cabo ¡no estoy muerto!

    »¡ESTOY VIVO!
    »Quizá por el accidente tengo un shock y permanezco ¡entre lo hierros del coche! ¡Debo salir de aquí, Dios mío!
    Pero los intentos por moverse del profesor le aportan un nuevo y preocupante dato.

    No puedo moverme casi nada. No siento dolor, lo que me indica que no estoy en el coche. Debo haber sido trasladado a un hospital, y muy presumiblemente me han anestesiado para evitar los dolores del accidente.

    »¿Cuanto tiempo llevaré aquí? No se si desde que intenté moverme han pasado segundos o horas. ¡Me cuesta tanto pensar! Sin duda alguna me han drogado. Este calor es insoportable, y la humedad… ¡Auxilio, sáquenme de aquí, por favor!

    »Este silencio me está devorando. ¿Quiere alguien decirme algo? ¡Estoy vivo, por el amor de Dios! ¡DÍGANME ALGO O ME VOLVERÉ LOCO! »¿Qué ha sido eso? Sí, lo escucho, es débil pero puedo oírlo: un ruido de bombeo, un compresor o algo así. ¡No estoy sordo!

    »Debo mantener la calma, o esta soledad me acabará volviendo loco. Pero es tan desesperante esta existencia. Debo salir de aquí cuanto antes mejor. Debo escapar.

    »¿Será así cómo se sienten las personas en coma? ¿Cuanto tiempo llevo así? ¿Me habrá descubierto la policía? Mis acciones no eran malas , sólo pretendía enseñar. No quiero morir en la silla, ¡no! El profesor prosiguió durante un tiempo indefinido retorciéndose en su desesperación, mientras poco a poco se iba familiarizando a la naturaleza de su celda. Ésta era de paredes acolchadas, muy cálida, estrecha y húmeda. No podía moverse casi nada en aquél ínfimo espacio, y aunque fuera mayor, sabía que su condición física era pésima, agravada por su embotamiento a causa de las drogas. De vez en cuando, y por razones que no llegaba a comprender, las paredes temblaban con brusquedad, como sacudidas por un terremoto.

    Al menos podía decir que no sentía dolor alguno, y que todavía no tenía prueba alguna de que la policía estuviera tras de él.

    Aquella monótona existencia le enfrentaba a sus acciones que día a día, si podía decirse que en aquel atemporal presidio pasara el tiempo, corroían su mente enrevesandose más y más, amenazándole con envolverle en una demencial maraña de remordimientos para acabar empujarle al precipicio de la locura.

    Pero al fin la monotonía se quebrantó.

    Las paredes se mueven. Sí, se mueven, y con mucha mas intensidad que otras veces. ¡Y sobre mí noto frío!

    »¡Allí, allí adelante! ¡Luz! ¡Veo luz! Me ciega pero es luz. Quizá soy ya libre, al fin. ¡Gracias a Dios, todo esto parece acabar! Ya puedo ver mejor: colores, matices. ¡Qué hermoso es poder ver! Parece que estoy en una especie de túnel, o tubo. Y allí delante, ¡la salida! »Pero ¿qué es eso? ¡No puede ser! ¡No! ¡Noooo! ¡Agghhhhh! ¡Duele, duele mucho! ¡Me estáis arrancando la carne! ¡Agghhh! Por favor, ¡parad, duele! ¡Aaaaaahh! ¿Es que no me oís? ¡¡El dolor!! »¡Dios, qué es esto? ¡No, tú no1 ¡Esos ojos no! ¡Porqué me persigues! ¡DÉJAME EN PAZ! ¡EL DOLOR! Aaaaaaaahh

    Natalie Brown permanecía recostada en el estribo, sudorosa y aun temblando de miedo y repulsión. Había tenido que gastarse todos sus ahorros pero había merecido la pena. Al fin lo había conseguido, y ahora respiraba tranquila, sintiendo que un gran peso había sido quitado de sus hombros. No era fácil en el pueblo explicar su caso, y mucho menos solucionarlo, por lo que se había visto obligada a irse a Boston. Pero todo estaba ya solucionado. Aquella voz áspera de fumador lo había dicho al fin:
    -Señorita Brown, el aborto ha concluido con éxito.

    Ya podía mirar con todo el odio y desprecio que sus pálidos ojos azules podían la semilla que en ella había sembrado su violador. Una leve sensación de torsión y desgarro y ya tenía frente a ella a eso, ensartado por los garfios que lo habían arrancado de su vientre como a una mala hierba. Aquel feto aun sin forma que se retorcía levemente parecía como si le estuviera mirando, implorándole.

    -Gracias a Dios, al fin me he desecho de ese bastardo.

    Publicación April 10, 2024
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