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    La mueca del monstruo

    Robert Bloch

    El destino juega malas pasadas, ¿no es verdad? Hace seis meses yo era un conocido y bastante celebrado psiquiatra en ejercicio; hoy me encuentro recluido en un sanatorio para casos mentales. Como médico alienista más de una vez he enviado pacientes a esa misma institucion en la que ahora me veo confinado. ¡Qué ironía! Ahora soy su hermano en la desgracia.

    Sin embargo, no estoy realmente loco. Me han ingresado aquí porque decidí contar la verdad, y ésta no era de la clase que los hombres osan revelar o reconocer. Verdad es que mi participación en el asunto me llevó a sufrir una grave crisis nerviosa, que, no obstante, no me trastornó de manera irreversible. Lo que digo es cierto, ¡lo juro!, pero no me creen. Claro que carezco de pruebas tangibles que ofrecer: nunca más he vuelto a ver al profesor Chaupin desde aquella malhadada noche de agosto, y mis investigaciones subsiguientes revelaron la inexistencia de su presunta ocupación en Newberry College. Esto, sin embargo, no hace más que abonar la validez de mi declaración; declaración que, dicho sea de paso, me ha valido esta reclusión vergonzosa, esta aborrecible muerte en vida.

    Hay aún otra prueba, concreta, que podría dar si me atreviera; pero sería demasiado terrible. No debo llevarles al lugar exacto, en aquel cementerio anónimo, y señalarles el pasaje que se abre por detrás de aquella tumba. Es mejor que sólo sea yo quien sufra y que al mundo le sea vedado ese conocimiento que destruye la razón. Pero es duro vivir así, sumando a la miseria de mis días el tormento de mis interminables noches. De ahí que haya decidido pergeñar esta declaración, este relato, con la esperanza de que, quizá, esta pausada revisión de mi caso contribuya a aliviarme en parte del opresivo peso de mis recuerdos.

    Todo empezó un dia de agosto último en mi despacho de la ciudad. La mañana había sido de poco movimiento y la bochornosa tarde iba llegando a su fin cuando la enfermera introdujo al primer paciente. Se trataba de un caballero al que jamás había atendido con anterioridad. Profesor Alexander Chaupin, dijo llamarse, del Newberry College. Hablaba de modo sibilante y con una peculiar entonación que me hizo pensar que no había nacido en este país. Le rogué que tomara asiento y traté de componerme una primera impresión mientras procedía con lo sugerido.

    Era alto y seco; de cabellos asombrosamente blancos, casi platinados; sin embargo, su aspecto y constitución física general convenían más bien a un hombre de unos cuarenta años. Sus penetrantes ojos verdes destacaban contra la palidez de su abombada frente, acentuada por la negrura de las gruesas cejas. La nariz era larga, de sensuales aletas, pero los labios eran finos, contradicción fisonómica en la que reparé al instante. Las estrechas manos me parecieron sorprendentemente pequeñas, con largos y ahusados dedos terminados en uñas de tamaño fuera de lo común, mantenidas probablemente así, decidí, como asistencia para la lectura o la búsqueda frecuente de referencias en los textos. Su continente todo me hizo pensar en una pantera en reposo, y poseía toda la gracilidad y aplomo de un extranjero seguro de sí mismo. La rica luz del atardecer me permitió observar con detalle su rostro, enteramente cubierto de minúsculas arrugas. Reparé asimismo en la notable palidez de su tez, hecho que atribuí a algún trastorno dermatológico. Pero lo más sorprendente, sin duda, era su peculiar manera de vestir. Su atuendo, aunque de buena calidad y en impecable estado, resultaba incongruente en dos sentidos: era excesivamente formal para aquella hora del día y parecía sentarle mal. Diríase que sobraba una talla; los pantalones grises de rayadillo caían en demasía y la chaqueta se abombaba de forma extraña. Observé la presencia de unas diminutas pellas de barro seco en sus botas, y que no llevaba sombrero. En fin, un tipo excéntrico; un esquizofrénico, quizá, con tendencias hipocondriacas.

    Iba a formularle algunas preguntas de rutina cuando rompió a hablar por su cuenta. Era un hombre muy ocupado, dijo, y procedería a informarme inmediatamente de su dificultad, sin preliminares ni introducciones innecesarias. Se reclinó en su asiento, de manera que el rostro quedara en penumbra, se aclaró la garganta nerviosamente, y empezó sin más.

    Estaba preocupado, afirmó, por algunas cosas que habían llegado a sus oídos y que había leído; le provocaban sueños extraños y a menudo caía en fases de incontrolable melancolía. Todo ello, qué duda cabía, le dificultaba su trabajo; sin embargo, no podía hacer nada para remediarlo. ¡Y es que sus obsesiones tenían un fundamento real! Finalmente había decidido acudir a mi consulta para someter sus cuitas a mi análisis.

    Le pedí que me contara esas pesadillas y fantasías tan molestas, esperando en cierto modo que todo parara en una serie de imágenes harto comunes en un dispéptico. Mi suposición, sin embargo, resultó desastrosamente errónea.

    El sueño más frecuente giraba en torno a lo que llamaré el Cementerio de la Misericordia por razones pronto evidentes. Se trata de un viejo y antiguo solar semiabandonado en el sector más viejo de la ciudad, antaño floreciente, en concreto hacia la última parte del siglo pasado.

    La localización exacta de esta visión nocturna era en torno y en el interior de un mausoleo situado en la parte más derruida y arcaica del camposanto. Los incidentes del sueño tenían lugar siempre a la caída de la noche, a la luz de una luna mortecina y espectral. Al parecer se sucedían las visiones fantásticas en aquel panorama sombrío, como preludio de unas voces, apenas susurradas, que, según sus palabras, parecían instarle a que tomara una senda concreta, de gravilla, que conducía a la verja de una tumba particular.

    La pesadilla surgía sin excepción en mitad de un sueño, por lo demás perfectamente conciliado. De repente se veía caminando en plena noche a lo largo de una vereda bordeada de árboles, hasta llegar a aquella tumba, cuyo acceso ganaba después de soltar las cercas herrumbrosas que protegían su entrada. Una vez en el interior, parecía no experimentar dificultad alguna en hallar su camino a pesar de la oscuridad reinante; tanto era así que, con extraña facilidad y aun pericia, se dirigía indefectiblemente a un nicho concreto. Se arrodillaba ante él y después de presionar ligeramente sobre un resorte o palanca oculto entre los cascajos del piso quedaba expuesta una pequeña abertura o paso a una tenebrosa caverna. Llegado a este punto, el paciente hablaba de los vapores nitrosos y olores nauseabundos que creía percibir a su alrededor y, sobre todo, por delante de él. Sin embargo, seguía diciendo, en su sueño no se sentía en absoluto repelido por aquella circunstancia, sino que, por el contrario, parecía urgirle seguir adelante, lo cual le llevaba cada vez más abajo a través de una interminable sucesión de escalones tallados en la misma pared rocosa.

    De pronto se daba cuenta de que había llegado al fondo.

    Entonces iniciaba un nuevo y prolongado viaje a través de cavernas y laberínticos recovecos que parecían no tener fin. Iba penetrando más y más en las entrañas de la tierra, atravesando cuevas y criptas, túneles y fosas que se le antojaban abismales, y siempre rodeado de la densísima negrura de la noche inmemorial.

    Al llegar a este punto hacia una pausa en su relato y su voz adquiría timbre y tono de frenética y estridente excitación.

    El horror venia a continuación. Súbitamente llegaba a una serie de oquedades o cámaras tenuemente iluminadas, y allí, entre las sombras, veía cosas. Se trataba de los habitantes de aquel medio; la horrible ralea que medraba de los muertos. Poblaban aquellas cavernas revestidas de huesos humanos y adoraban a dioses primitivos en altares sustentados por calaveras. Disponían de innumerables túneles que conducían a las tumbas, y de profundos pozos en los que acechaban a presas vivas. Y ésos eran los horrendos seres que veía en sueños; los indescriptibles vampiros y monstruos de la noche.

    Debió ver la expresión de mi rostro, pero hizo caso omiso de ella. Su voz, al proseguir, reflejaba la tensión que le embargaba.

    No intentaría describir esas criaturas, dijo, salvo para dccir que cran horripilantes, particularmente obscenas y estremecedoras. No le era difícil reconocer su carácter y naturaleza debido a ciertos actos muy significativos, que siempre llevaban a cabo. Y era la contemplación de esas prácticas, más que nada, lo que le llenaba de pánico. Hay cosas que ni siquiera han de ser insinuadas a una mente sana; lo que constituía sus terribles pesadillas era, precisamente, eso. En sus sueños, esos seres no se le acercaban y, al parecer, ignoraban o despreciaban su presencia; proseguían con sus escalofriantes actos en aquellos osarios o intervenían en licenciosas orgías sin nombre. Pero no deseaba seguir hablando sobre aquello. Sus escapadas nocturnas terminaban siempre con el paso de una nutrida procesión de estas monstruosidades a través de una caverna aún más inferior, desfile que él contemplaba desde una cornisa elevada. Tan sólo el fugaz atisbo de los reinos de aquellas profundidades le recordaba algunos pasajes del Infierno dantesco, y no le era posible contener el llanto siquiera dormido. Mientras contempiaba esta procesión demoníaca, perdía pie de pronto y se veía precipitado a las tenebrosas honduras. Afortunadamente su pesadilla se interrumpía aquí, y se despertaba totalmente en sudor.

    Noche tras noche habían venido repitiéndose sus sueños, aunque no era éste el peor de sus males. Lo que le producía el mayor y más horroroso pánico era su conocimiento de que ¡aquellas visiones correspondían a la realidad!

    Llegado a este punto, yo le interrumpía cada vez impacientemente; sin embargo, él insistía en proseguir. ¿Acaso no había visitado aquel cementerio a las pocas repeticiones del sueño y no había hallado en verdad la cripta que en su pesadilla había aprendido a reconocer al instante? ¿Y qué podía decirle de los libros? Aquella situación le había impulsado a realizar una profunda y extensa investigación en la sección privada de la biblioteca antropológica de la institución donde trabajaba. Como hombre ilustrado y culto, no cabía duda alguna de que yo admitiría esas verdades sutiles y veladas, furtivamente manifiestas en obras tales como Misterios del gusano de Ludvig Prinn o los grotescos ritos de Magia negra del místico Luveh-Keraphf, el sacerdote del críptico culto Bast. Hacía poco que él mismo había llevado a cabo algunos estudios en el legendario y demencial Necronomicón de Abdul Alhazred. La verdad es que no pude refutar los arcanos sugeridos y temerosamente abordados en la infamante y prohibida Fábula de Nyarlathotep o en la Leyenda del Anciano Saboth.

    Mi interlocutor se lanzaba ahora a un deshilvanado y presuroso discurso sobre oscuros mitos mágicos y secretos, con frecuentes alusiones a retazos de tradición antigua como los relativos al harto fabulado Leng, al tenebroso N’ken y a la demoníaca y posesa Nis; habló también de blasfemias tales como la Luna de Yiggurath y la parábola secreta de Byagoona la Sin Rostro.

    Era obvio que estas incoherentes explosiones verbales me habían de dar la clave de su problema, y tras ardua y difícil argumentación, logré calmarlo lo suficiente para exponérselo así.

    Sus lecturas e investigaciones habían sido causa de su crisis, expliqué. No debía sobrecargar su cerebro con tales especulaciones; esas cosas eran peligrosas para mentes normales. Yo mismo había leído y aprendido lo suficiente sobre todo aquello para saber que semejantes ideas no debían ser abordadas con excesiva intención ni con ánimo de comprenderlas. Además, tampoco debía tomarse en serio aquellos pensamientos; después de todo, esas narraciones eran meramente alegóricas. No hay vampiros, ni monstruos, ni demonios, y él mismo se daría cuenta de que sus sueños podían ser objeto de una interpretación simbólica.

    Permaneció en silencio unos instantes cuando hube acabado. Suspiró y me habló de nuevo con voz grave y expresión resuelta. Todas mis palabras hacían justicia a mi profesión, dijo, y, por tanto, resultaban propias en una persona como yo. Pero sus conocimientos llegaban más lejos.

    ¿Acaso no había visitado personalmente el lugar de sus sueños? Interpuse una observación acerca de la influencia del subconsciente, pero él desestimó mis razones con un gesto vago de su mano y siguió su perorata.

    Con voz temblorosa y llena de excitación histérica añadió entonces que iba a revelarme lo peor. Y es que no me había dicho aún todo lo que era preciso saber sobre los sucesos concurrentes en su descubrimiento de la cripta del cementerio. No se había detenido ante la corroboración de sus visiones. Había ido aún más lejos. Hace unas noches penetró en la necrópolis y dio con el nicho en cuestión; echó escaleras abajo y halló… el resto. No podía decirme cómo logró regresar a su casa, pero las tres veces que había repetido su excursión al escenario de aquellos actos había acabado por encontrarse a la postre nuevamente en su lecho. Era verdad todo lo que me decía… ¡había visto aquellas cosas! Era necesario que le ayudara, ¡en seguida!, antes de que cometiera una locura.

    Lo calmé con dificultad mientras trataba de hallar un tratamiento lógico y eficaz dadas las circunstancias. Era evidente que se encontraba al borde de una seria crisis, que podía ser muy peligrosa. Era inútil intentar persuadirle o convencerle de que esos últimos incidentes habían sido tan soñados como los primeros, de que su sistema nervioso le había sometido a alucinaciones. Y tampoco podía esperar que se diera cuenta, en su presente estado de ánimo, de que los libros responsables de su aflicción eran meramente el producto demencial de mentes trastornadas. Estaba claro que la única vía que parecía quedarme abierta era, por el momento, la de contemporizar, para demostrarle al fin, efectivamente, la enorme falacia de sus creencias.

    Por consiguiente, y en respuesta a sus reiterados ruegos, cerramos un trato. Me llevaría al lugar donde decía haber localizado sus sueños y objeto de sus excursiones, y me demostraría la verdad de lo que afirmaba. En suma, convine en reunirme con él a las diez de la noche del día siguiente en el cementerio. Su alegría ante el acuerdo resultaba patética; me sonrió como niño al que acaba de serie regalado el más preciado de los juguetes. Estaba más que claro que le satisfacía sobremanera mi decisión.

    Le prescribí un sedante ligero para aquella noche, dispuse los pormenores de nuestro encuentro y me despedí de él.

    Su partida me dejé en un estado de gran excitación. Ahí tenía, por fin, un caso digno de estudio: ¡un profesor de universidad, culto, bien educado, inteligente, presa de pesadillas y terrores nocturnos propios de un niño! Resolví escribir una monografía que registrara los resultados del tratamiento. Estaba convencido de que, a la noche siguiente, se revelaría la incontrovertible falacia de sus preocupaciones y de que el efecto curativo sería inmediato. Dediqué gran parte de aquella velada al estudio y a la investigación de todas y cada una de las circunstancias del caso; y la mañana siguiente, a una revisión apresurada, aunque intensa, de la edición expurgada del Culte des Goules del conde d’Erlette.

    Al anochecer me hallaba ya dispuesto a lo que viniera, y a eso de las diez, calzado con botas altas, abrigado por una gruesa chaqueta de lana y tocado con un casco de minero provisto de una linterna, aguardaba la llegada de mi paciente junto a la puerta principal del abandonado camposanto. Confieso, no obstante, que me era difícil eludir cierta sensación de incomodo, amén de una súbita nictafobia. La verdad, no me seducía ni poco ni mucho la tarea que me aguardaba. Tanto, que me sorprendí de pronto rezando para mis adentros para que llegara de una vez mi compañero.

    No se hizo esperar en demasía. Apareció de igual guisa que yo más o menos, pero con mejor ánimo. Traspusimos juntos la pequeña cerca que limita el recinto, y seguidamente me condujo a través de las diferentes secciones del lugar, iluminadas por una fantasmagórica luna, hasta llegar a una zona recluida, totalmente a oscuras. Había lápidas dispersas por doquier, como si aquel lugar concreto perteneciera a una sección más antigua. Un temor atávico hizo que reprimiera un violento y repentino temblor ante la evocación de las activas poblaciones de gusanos que medraban bajo nuestros pies. Me propuse evitar que mis pensamientos giraran demasiado tiempo en torno a lo macabro de las circunstancias, y me sentí hasta aliviado cuando el profesor Chaupin, impasible, me condujo por último senda arriba, entre unos árboles de gran follaje hasta desembocar frente al imponente mausoleo que décía haber profanado.

    No podría soportar el extenderme demasiado en detalles concernientes a lo que siguió. Baste decir que salvamos las cadenas que cerraban la tumba y que el interior de la misma era sobrecogedor. Por lo demás… ¡la promesa del profesor Chaupin se cumplió plenamente!, pues descubrió el nicho en cuestión a la luz de las linternas de nuestros cascos, hizo presión sobre el punto anunciado y, en efecto, a nuestros pies se abrió un túnel de acceso a las profundidades. Excuso decir que me quedé atónito ante aquello, y que la súbita e indescriptible opresión del pánico hizo presa de mí. Debí quedarme anonadado contemplando absorto la oquedad, sin decir palabra. También el profesor guardó silencio.

    Vacilé por primera vez. No abrigaba ya ninguna duda acerca de la validez de las afirmaciones del profesor. Las había probado con creces.

    Sin embargo, ello no significaba que estuviera totalmente cuerdo; era obvio que no se había curado de su obsesión. Con una repulsión que no podía explicar, me di cuenta de que mi tarea distaba mucho de su fin; de que debíamos descender a aquellas profundidades y resolver de una vez por todas las cuestiones aún pendientes. No es que estuviera dispuesto a creer la incoherente retahíla de Chaupin sobre monstruos imaginarios y demás; la mera existencia de un pasadizo no demostraba necesariamente la verdad de todos sus asertos. Quizá si le acompañaba hasta el término del corredor su mente se tranquilizaría al fin en lo que a la fatalidad de sus otras sospechas se refería, Pero -y sólo con profundo pánico me atreví a reconocer la posibilidad- ¿y si realmente había algo en verdad maligno en su relato acerca de lo que albergaban aquellas tinieblas? ¿Alguna cuadrilla de refugiados, fugitivos de la ley quizá, asentados en semejantes escondrijos? Puede que hubieran dado con él por pura casualidad, pero ¿y si hubiera sido así? Aun en este caso, algo me dijo que tendríamos que proseguir y ver por nosotros mismos. Y a este impulso interno Chaupin sumó sus demandas verbales. Debía dejarle que me mostrara la verdad, decía, y se disiparían todas mis dudas. Luego, creería, y sólo con fe estaría en situación de curarlo. Me rogaba, pues, que le acompañara, pero si me negaba a hacerlo, tendría que recurrir a la policía para que investigara el lugar.

    Fue este último argumento el que me decidió. No podía permitir que mi nombre se viera mezclado en un asunto que encerraba tan magnificas oportunidades para levantar un escándalo público. Si el hombre estaba verdaderamente loco, yo sabría cuidarme. Si no… en fin, pronto sabría a qué atenerme. Por consiguiente, asentí con la cabeza y me hice a un lado para que abriera camino.

    La abertura se me antojó semejante a las fauces de un monstruo mítico, y ¡abajo fuimos! Era una escalerilla serpenteante tallada en la roca; hacía calor y todo era muy húmedo. El aire parecía portar el hediondo olor de materias que se corrompen. Era un viaje a través de los confines más fantásticos de una horrenda pesadilla, un camino que llevaba a remotas criptas de ignorados abismos de la tierra. Todo allí era secreto, salvo para los gusanos, y a medida que avanzábamos no pude reprimir el deseo ferviente de que siguiera así. Me di cuenta de que iba entrándome un pánico irremediable y de que, para mi sorpresa, Chaupin aparecía desconcertantemente sereno.

    Fueron varios los factores que contribuyeron a mi creciente malestar.

    De una parte, no me gustaban las ratas que iban surgiendo atropelladamente de los infinitos recovecos que salpicaban aquella fantástica espiral de escalones. En el lugar parecía haberse congregado un verdadero ejército de roedores; ¡y todas aparecían pletóricas de carnes y lustrosas de pelaje! Empecé a concebir toda suerte de conjeturas para explicarme su estado y cuáles podrían ser las fuentes de su comida. De la otra, reparé en que Chaupin parecía conocer el camino a la perfección; y, si era verdad que había estado allí con anterioridad, ¿qué decir del resto de su historia? Mi mirada, perdida en aquel antro, captó de pronto otra imagen sobrecogedora. ¡No había en los escalones rastro de polvo alguno! Diríase que eran de ¡uso constante! Por unos instantes mi mente rehusó comprender todo el significado de aquel descubrimiento, pero cuando al fin se abrió paso a los mecanismos de mi razón, mi asombro no conoció límites. No me atreví a creer plenamente en mi hallazgo por miedo a que mi sobreexcitada imaginación conjurara la probable imagen de lo que podía ascender desde aquellas profundidades, por aquella escalera.

    Rechazando presurosamente mis desvaríos, me precipité en pos de mi silencioso guía, cuya linterna proyectaba extrañas sombras sobre los angostos muros. Me di cuenta de que empezaba a ponerme irremediablemente nervioso y traté en vano de desechar mis temores con razonamientos elaboradísimos en torno a complejos temas.

    No había nada reconfortante en nuestro entorno. Las paredes irregulares y abovedadas de aquel túnel resultaban verdaderamente opresivas a la vacilante luz de nuestras lámparas. Se me ocurrió de pronto que aquella vía no podía haber sido abierta por nadie que no fuera anormal o cuyo estado no rayara en la locura. Y no me atreví a dejar que mis pensamientos se desbocaran en oonjeturas sobre lo que podía esperarnos más adelante. Proseguimos, pues, durante largo rato en medio de un abrumador silencio.

    Abajo, abajo y más abajo; nuestro camino iba haciéndose cada vez más estrecho, al tiempo que aumentaba la humedad del ambiente. De golpe dejó de haber escalones y nos encontramos en una cueva. Percibí una luz azulada, fosforescente como la ultravioleta, y me pregunté cuál podría ser su origen. Vi un pequeño espacio abierto, de superficie más o menos lisa, sobre la que pendían numerosas ristras de colosales estalactitas, cuya base estaba constituida por gigantescos pilares. Más allá, donde la oscuridad se hacía más densa, aprecié la existencia de varias aberturas o accesos a nuevos túneles que conducían, al parecer, a otros tantos miradores sobre las interminables vistas de la noche del olvido.

    Temí que el corazón se me paralizara por momentos; diríase que habíamos profanado con nuestra intrusión algunos misterios ignotos. Me puse a temblar, pero en este instante Chaupin me tomó bruscamente del brazo y clavó sus uñas en mi hombro al tiempo que me conminaba a guardar silencio.

    Me habló en susurros mientras permanecíamos acurrucados uno junto al otro en aquella caverna subterránea de insondables arcanos; fue desgranando en mi oído y con voz apenas audible un escalofriante recuento de lo que, según él, acechaba al amparo de las sombras que nos rodeaban. Iba a demostrarme que sus palabras respondían única y exclusivamente a la verdad; yo debía esperarie allí mientras él se aventuraba un poco más adelante. A su regreso, tendría las pruebas necesarias. Y así diciendo, se incorporó y desapareció casi al instante por una de las galerías que se abrían al frente. Me dejó de manera tan repentina que no me dio tiempo de formular mis objeciones a su plan.

    Seguí sentado en la oscuridad y aguardé… aunque no me atrevía a pensar qué. ¿Regresaría Chaupin? ¿Se trataba de un engano monstruoso? ¿Estaba loco Chaupin, o era verdad lo que decía? Y de ser así, ¿qué no podría sucederle en aquel laberinto tenebroso? ¿Y qué me ocurriría a mi? Había sido un tonto en haberme dejado persuadir; todo aquello era demencial. Quizá aquellos llbros no fueran tan absurdos como había pensado: puede que la Tiérra alimente terribles y espantosos secretos en su eterno pecho.

    La luz azul se deshacía en sinuosas sombras sobre las paredes estalactíticas y parecía concentrarse alrededor del tenue círculo luminoso creado por mi minúscula linterna. No me gustaban aquellas sombras: me parecían distorsionadas, insanas, desconcertadamente profundas. Pero el silencio era aún más poderoso: insinuaba todo lo indecible por venir; era una cruel burla a mi creciente miedo y a mi soledad. Los minutos pasaban con una lentitud exasperante y nada venía a romper aquella quietud angustiosa.

    Entonces estalló el griterío. Un repentino crescendo de locura indescriptible se desbordó en aquella pesada atmósfera, y mi alma conoció de pronto la más dolorosa agonía, pues comprendí. Comprendí en aquel momento -cuando ya era demasiado tarde- que Chaupin habla dicho la verdad. Pero no me detuve a ponderar el alcance de mi descubrimiento, alertado por un sordo rumor procedente de las sombras más densas, que, creciente por momentos, identifiqué al poco como atropellado tumulto de frenética carrera. Me di la vuelta y corrí; corrí como un loco escaleras arriba, con la celeridad de una desesperación sin limites. No era preciso que volviera la vista atrás; mis horrorizados oídos habían captado claramente la cadencia de infinitos pasos precipitados. No podía oír otra cosa que el clamor de aquellos pies desenfrenados…, ¡o patas!, hasta que fue mi propio resuello, forzado y desfalleciente, el que vino a sumarse cuando enfilaba la primera espiral de aquellas interminables escaleras a la cacofonía que atronaba mi cerebro. Seguí ascendiendo a trompicones, haciendo un último esfuerzo por ganar distancia y por llevar aire a mis pulmones. Mi alma se había llenado de un conocimiento que no dejaba lugar para más sentimíento que el miedo cerval. ¡Pobre Chaupin! Me pareció que percibía los sonidos cada vez más cerca. Luego fue un horrísono alarido a sólo dos o tres rellanos de mí; un aullido bestial cuyos tonos semihumanos fueron pespunteados por una risa desencajada y burlona. ¡Venían! ¡Se acercaban!

    Redoblé mis esfuerzos ante el desenfrenado ritmo de mis seguidores. No me atreví a mirar, pero sabía que cerraban distancias. Vueltas y más vueltas, escalones y tramos serpenteantes; los cabellos se me erizaron.

    Grité, grité más, pero el vociferante horror me pisaba los talones.

    Adelante, adelante, adelante; más cerca, más cerca, cada vez más cerca, mientras mi cuerpo se consumía en la agonía.

    Acabaron por fin los escalones y me lancé de cabeza por la estrecha abertura, mientras aquellas criaturas trasponían a oscuras los últimos diez metros que nos separaban. Coloqué la losa justo en el momento en que la llama de mi linterna exhalaba sus últimos rayos vacilantes; pero antes de extinguirse dcl todo, el postrer espasmo del pábilo proyectó su luz sobre la forma que encabezaba el tropel de mis perseguidores.

    Asegurada la losa, busqué vacilante y ansioso el mundo de los hombres.

    Nunca olvidaré esa noche por mucho que me esfuerce en borrar su horrible recuerdo. Jamás me será dado conciliar el sueño que tanto anhelo. No me atrevo a darme muerte por miedo a que me entierren en vez de incinerarme, aunque la muerte sería bien recibida por el despojo humano en que me he convertido. Nunca olvidaré porque conozco ahora toda la verdad; pero hay una imagen por cuya desaparición de mi mente darla el alma… el enloquecedor recuerdo del instante en que vi a los monstruos horrísonos, burlones, espantosos, a la luz de mi lámpara.

    ¡Pues el primero y principal de ellos era el risueño y babeante horror conocido bajo el nombre de profesor Chaupin!

    La mueca del monstruo. Robert Bloch
    The grinning ghoul. Trad. Carlos M. Sánchez-Rodrigo
    Horror 4. Libro Amigo 409
    Editorial Bruguera, 1976

    Publicación April 10, 2024
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