La Muerte
La Secretaria le hizo saber a don Guillermo Pacheco que una señora lo esperaba adentro de su oficina. Tal noticia le causó una natural sorpresa. Es que nunca antes lo había llegado a visitar ninguna señora que de una vez se hubiera metido a su oficina. Aún cuando no logró comprenderlo, un pequeño miedo se le comenzó a trepar por la espalda. Dándose un ligero aire de importancia y poniendo cara de circunstancias se dispuso a entrar.
Efectivamente, adentro estaba una señora. Blanca, pálida, de una palidez casi mortal, vestida de negro absoluto que en todo caso la hacía ver muy elegante. LLevaba el pelo liso, arreglado hacia un lado y tenía la mirada bien penetrante. A él le pareció que tenía algo de sobrenatural. Estaba sentada en una de las dos sillas que habían justo adelante de su escritorio. Como ella le tendiera su mano, él se la dio en normal saludo y se la sintió fría. Definitivamente sepulcral. En ese momento don Guillermo Pacheco estuvo seguro que si le hubiera tomado el pulso no se lo habría encontrado. Terminó de arreglar sus cosas, colocó su saco en el perchero, se sentó en su silla, se sintió extrañamente nervioso y se dispuso a atenderla.
-He venido a traerle buenas noticias. Se acabaron sus problemas- Le dijo ella. Y se lo dijo de una manera tan impersonal, tan contundente, tan estudiada, tan maquinal, tan fría, que él se sintió asustado. Se acomodó en su sillón sin saber exactamente qué hacer. Como ella sólo se lo quedara mirando sin decirle nada inició un estúpido juego mental que consistió en tratar de establecer en qué iba a parar todo ese asunto.
De pronto ella le dijo bien fríamente:
-Vengo a venderle un contrato funerario.
Y comenzó a sacar de su portafolios una serie de papeles en los que se podían ver preciosas fotografías de brillantes ataúdes, de mausoleos rodeados de bellas áreas jardinizadas, de relucientes carros fúnebres, de estatuas de Cristos en diferentes poses, de carreteras sólidamente adoquinadas para el fácil acceso, Etc.
Las reacciones mentales de don Guillermo Pacheco siempre fueron lentas, y si a eso agregamos que el hombre estaba comenzando a sentirse presa del terror, no entendió, -o no pudo entender-, (o no quiso entender), lo que había escuchado. Levantó su maletín y lo colocó sobre el escritorio. Después lo devolvió a su lugar y se dio cuenta que estaba realmente confundido. Se miró sus manos y casi se sorprendió de vérselas allí, luego se las colocó sobre sus piernas y se las sintió heladas. La dama, sin inmutarse en lo más mínimo le dijo en tono maquinal: -Nuestros precios son en dólares Don Guillermo Pacheco trató de levantarse de su silla pero no pudo. Sus piernas no le obedecían. Escuchó el violento ritmo de su corazón. Se sintió la boca seca.
Sacó un cigarrillo y quiso llevárselo a la boca, pero se le cayó de las manos.
-¡Firme aquí!- Le ordenó ella alcanzándole un papel lleno de letritas, indicándole con su dedo largo, blanco y huesudo el lugar en el que debía firmar. Don Guillermo trató de decir algo, de hacer algo, de argumentar alguna cosa pero no pudo. Frente a él se encontraban los ojos más penetrantes enmarcados en la cara más dura que había visto jamás. Con su mano engarrotada y temblorosa firmó de una vez todos los papeles.
La señora guardó sus documentos, se despidió con un frío apretoncito de manos, se dio la vuelta y se fue. Don Guillermo Pacheco se encontró descompuesto. Y se puso peor cuando comprendió que acababa de contraer una deuda espantosa. Como primera providencia llamó a su secretaria y a gritos le ordenó que jamás volviera a permitir que nadie entrara a su oficina.
Cuando se calmó tuvo la inequívoca certeza que ese día precisamente se había comenzado a morir.