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    La pirámide del mal

    LA PIRÁMIDE DEL MAL

    Capítulo 1: La lluvia.

    Llovía. Era un día frío, gris, triste. Habría sido frío, gris y triste aunque hubiera lucido un sol radiante. Martha lanzó el ramo de flores al agujero e inmediatamente empezaron cubrirlo con tierra. Gotas de lluvia se entremezclaban con sus lágrimas nublándola la visión.

    Lentamente el féretro quedó sepultado. Su mente todavía no podía aceptar que John, su John, estaba muerto. Dios mío, era tan joven. ¿Por qué, por qué, por qué? No hacía apenas un par de días que ambos habían hablado por teléfono. - “Mi mas sentido pésame”.
    Ya tenían fijada la fecha de la boda.
    -“No somos nadie”.
    Habían pensado tener dos hijos. Un niño y una niña.
    -“El Señor siempre se lleva a los mejores”
    El niño se llamaría como su padre, Alfred, y la niña como la madre de John, Anne.
    -“No somos nadie”.
    ¿Qué haría con el piso que habían empezado a pagar a medias?
    -“Le acompaño en el sentimiento”

    ¿Por qué, por qué? La cabeza le daba vueltas. No dejaba de estrechar la mano de gente que le trasmitía sus condolencias. La lluvia calaba hasta lo mas hondo de su alma inundándolo todo con su fría humedad. Por un momento creyó que iba a desvanecerse, pero una mano amiga la sujetó con fuerza salvándola de las tinieblas.

    -“Vamos hija, ya todo ha pasado. Volvamos para casa”

    Martha se cogió del brazo de su suegra, Anne, (dios mío ya nunca sería su suegra) y se dirigieron al lujoso coche de esta. Carlo, el chofer y mayordomo, les abrió la puerta. El bueno de Carlo, siempre tan solícito, siempre tan atento. Era evidente que él también lo estaba pasando mal. Carlo llevaba sirviendo a la familia de John Masterson desde que este no era mas que un muchacho y ,como no había llegado a casarse, los Masterson se acabaron convirtiendo en la suya propia.

    Anne y ella pasaron al interior del cómodo vehículo.
    -“A casa, Carlo”.

    El maduro chófer se dirigió con rapidez a la casa. A pesar de la lluvia el tráfico era muy fluido. Quizá porque un domingo de lluvia no era el mejor día de la semana para coger un coche en Boston. Finalmente llegaron al hogar de los Masterson.

    -“¿Quieres tomar algo, un café, un té?” - Preguntó la madre de John.
    -“Sí, por favor, un té. Necesito tomar algo caliente”

    La joven periodista no podía dejar de admirar a Anne. Parecía tan serena, tan entera. No daba la impresión de que al que habían enterrado era a su hijo, su único hijo. Martha miró a su alrededor. Por todas partes había fotos y trofeos de John. A él le gustaba bastante hacer deporte. Según la opinión de su novia, si se hubiera dedicado al baseball profesional habría llegado lejos. Sin embargo prefirió dedicarse a escribir. John tenía el don de la escritura, sabía plasmar en una página las emociones de la misma forma que un pintor dibuja una obra de arte. Martha dejó volar su imaginación, recordó los momentos felices, las peleas, las reconciliaciones (sobre todo las reconciliaciones). Parecía que en cualquier momento este iba a entrar por la puerta sonriendo con aquella cara de niño travieso y aquellos cabellos cuidadosamente despeinados. Pero sabía que eso ya nunca sucedería, estaba en una pesadilla de la que nunca iba a despertar.

    -“¿Uno o dos?” - preguntó Anne sonriente mirándola a los ojos.
    -“¿Qué?”.
    -“Terrones, hija. Azúcar. ¿Uno o dos?”.
    -“Uno, gracias”.

    Martha empezó a dar vueltas a la cucharilla. El suave tintineo de esta al chocar con las paredes de la taza le relajaba. El té estaba muy caliente. En silencio las dos esperaron a que se enfriara. Finalmente, Anne , se bebió su taza , se levantó y dijo.

    -“Hija, si quieres puedes pasar la noche aquí”.
    -“Muchas gracias. Sí, eso es lo que haré”.
    -“Por cierto, Anne.”
    -“¿Sí, hija?”
    -“Cuando muera quiero ser enterrada junto a John”
    -“Por supuesto hija, pero aun queda mucho tiempo para eso”

    No sabía como había llegado hasta aquí. La habitación de John estaba tal y como él la había dejado antes de su muerte. La cama deshecha, la mesa de estudio llena de libros abiertos, las ropas por los suelos, la ventana abierta No dejaba de entrar lluvia por esta. Una corriente de aire gélido cruzó la habitación levantando todos los papeles. El viento hizo volar su pequeño sombrero y despeinó su larga cabellera caoba.

    Cerró la ventana y empezó a ordenar la habitación. Encontró el diario de John tirado por los suelos. Sin saber muy bien lo que hacía empezó a leerlo. Tantos recuerdos estaban encerrados en aquellas páginas “Hoy hemos salido de excursión al campo. Mi madre, Martha y yo hemos disfrutado de un día espléndido. Cada día te quiero mas, Martha. No puedo esperar el momento que nos casemos”

    Una lágrima se escapó de sus ojos mojando la página del libro. Casi podía sentir su aliento en su oreja y su voz susurrándole al oído. Pasó varias páginas hacia delante.

    “Esta noche he tenido una extraña pesadilla. Ahora casi no la recuerdo. Solo me acuerdo de aquella mancha negra, borrosa, maligna que me miraba con sus innumerables ojos”

    De un tiempo a esta parte John había empezado a sufrir de pesadillas recurrentes. Se había vuelto arisco y siempre estaba muy cansado. El médico lo achacó a un exceso de trabajo pero este no pudo hacer nada cuando ,al cabo de unos días, su madre lo llevó inconsciente al hospital. El doctor les dijo que había sufrido un derrame cerebral. La medicina de los años veinte no podía hacer nada por ayudarle.

    “Hoy tampoco he podido descansar. El mismo sueño me persigue una y otra vez. Yo corro por un largo pasillo con extrañas inscripciones rúnicas en las paredes. Al fondo de éste algo me persigue. Yo corro y corro y no me atrevo darme la vuelta. Aun ahora que sé que estoy despierto la mano me tiembla al escribir. Martha, mi amor, creo que me estoy volviendo loco.”

    Martha quería dejar de leer aquellas páginas. Quería cerrar ese libro y salir corriendo. Algo en su interior se rebelaba a leer las confidencias de un muerto. Sin embargo, no podía dejar de hacerlo.

    “¿Cuándo comenzó toda esta locura? ¿Cuándo terminará?. A la primera pregunta puedo responder, la segunda escapa a mi control. Todo comenzó hace una semana cuando visité a mi primo en Illsmouth (ver día 15). Allí entré en una tienda de antigüedades y compré ese prisma. Ese maldito prisma. El dueño me comentó que había pertenecido a la bruja Ana de Chateraine en el siglo XIX y que lo utilizaba para ver el pasado. Como era un bonito pisapapeles lo compré. El dueño sonreía de satisfacción cuando me llevé aquel trozo de cristal.”

    John, pobre John, debí haberte hecho mas caso. Debí obligarte a descansar. Debí haber hecho algo, algo, no sé. Siguió leyendo.

    “Me lo llevé a casa y lo use de pisapapeles para que los documentos que consultaba mientras escribía no se los llevara el viento. En seguida me vino la inspiración. Mientras iba escribiendo acudían a mi cabeza imágenes de otros planetas, de estrellas lejanas, de civilizaciones desaparecidas, imágenes que susurraban oscuros conocimientos prohibidos para el hombre. Pronto me di cuenta que cuando me quedaba fijamente mirando el prisma mi trabajo mejoraba. Llegó un momento en que me pasaba mas tiempo concentrado en él que mirando la cuartilla que se suponía debía escribir. Entonces empezaron las pesadillas. Al principio no las di importancia. Lo achaqué a un exceso de trabajo, pero después de varias noches teniendo el mismo sueño he decidido dejar de escribir el libro y, sobre todo, deshacerme de esa maldita antigüedad. Esta tarde lo tiraré al río.

    22 Junio 1921

    Gracias a Dios las pesadillas han terminado. Ayer lancé el prisma al río. Por fin esta noche he podido dormir bien. No he podido escribir nada pero me siento feliz y descansado. El tiempo está empeorando, seguramente mañana llueva.

    23 Junio 1921

    Llueve. Hace un tiempo de mil demonios. Habíamos previsto salir hoy de excursión pero no ha sido posible. Tengo un extraño presentimiento. Sé que algo horrible puede pasar hoy.

    Aquí acababa el diario. Martha cerró el libro y lo fue a colocar en uno de los estantes. Algo tropezó contra su pie, tuvo que agarrarse a la cama para no caerse al suelo. Miró hacia abajo y ,debajo de un jersey gris de lana, encontró el objeto que casi le había hecho caer. Era una especie de pirámide de cristal de cuatro caras. Tenía sin embargo un color mate, casi oscuro. Al mirar fijamente el prisma se adivinaba una extraña forma verdácea en su interior, como si dentro del prisma estuviera atrapada una voluta de humo. Cuando lo cogió, la joven notó que la pirámide estaba fría. Mas que fría, estaba húmeda. Se miró las manos y vio que las tenía completamente mojadas.

    -“Martha, Martha, Martha, “ - La joven creyó escuchar un suave susurro. Miró a su alrededor pero no vio a nadie.

    En ese momento, cayó un rayo que iluminó súbitamente la habitación.

    Durante ese tiempo, a Martha le pareció que algo, desde el prisma, la estaba mirando. Tras el rayo, todo fue oscuridad. Las luces de la casa se apagaron súbitamente. Miró fuera, por la ventana. Parecía que todo el alumbrado de la manzana se había visto afectado por el rayo.

    Capítulo 2: La tormenta.

    Corría. Corría sin dirección y sin rumbo fijo. El corazón le latía aceleradamente y parecía que sus pulmones iban a estallarle del esfuerzo. Los ojos le lloraban y un punzante dolor amenazaba con atravesarle el diafragma. Aquí y allá se veían caer relámpagos acompañados de truenos de gran potencia. Los rayos, empero, tenían una cualidad anormal, inhumana, extraterrestre. Quizá fuera por el fuerte olor a ozono que desprendían o quizá por ese color que tenían que era indescriptible, ora anaranjado, ora violáceo. Aunque probablemente lo mas aterrador de estos rayos era el sonido que dejaban tras de sí. El estruendo era ensordecedor, como el de una gran campana que estuviera tañendo a muerto. Martha volvió la cabeza. De nuevo observó a aquella monstruosidad. El ser la observaba con un millar de ojos malignos. Era una obscenidad globulosa, babeante, tentacular, con bocas deformes que escondían lujuriosas lenguas y afilados dientes. El monstruo se acercaba flotando lentamente. No importa cuánto corriera ella, el ser acortaba distancias de forma implacable. La joven tropezó con algo cayendo al suelo. Aquella cosa deforme se relamió sus múltiples bocas y se lanzó a toda velocidad contra ella. Martha gritó con todas sus fuerzas, no podía soportarlo más. Sin que se diera cuenta algo le agarró por el hombro.

    -“Martha, hija, despierta. Estabas gritando”

    Anne la miraba sonriente. Tenia puesto un antiguo camisón gris y en su mano derecha portaba una vela. Su larga melena cana le caía por la espalda desordenadamente. Solo unas pequeñas arrugas sobre su frente revelaban su preocupación. En la lejanía se seguían escuchando los truenos, parecía que la tormenta se iba acercando.

    -“Ha sido una pesadilla, igual que las que tenía John” - Comentó Martha entre jadeos entrecortados.

    Su corazón le latía a toda velocidad, estaba sudando y le dolían todas las articulaciones. Le costó unos segundos situarse. Estaba tumbada en la cama en su habitación. Sobre la mesilla de noche, el diario de John.

    Sobre este, el prisma misterioso. ¿Cómo había llegado a parar ese objeto ahí? Creía que lo había dejado en el cuarto de John. Sin duda lo habría traído sin darse cuenta.

    -“Bueno, ya todo ha pasado. Duérmete pequeña, hoy ha sido un día muy duro para todos”.

    Anne abandonó la habitación sumiéndola en la oscuridad. Martha se quedó embobada mirando la pirámide de cristal. Esta brillaba tenuemente con luz propia. Pronto toda la habitación quedó envuelta del misterioso halo del prisma.

    -“Martha, Martha, Martha”
    -“¿Eres tú, John?”

    De nuevo aquella voz grave, susurrante, hipnotizadora. Cogió el prisma, ahora suave y cálido al tacto. Su contacto la relajaba.

    Sin embargo no podía dormirse. La pesadilla le había desvelado.

    Lentamente se sintió trasladada a otro lugar, fuera del tiempo y del espacio. Un lugar donde las leyes físicas carecen de sentido.

    Flotaba sobre un paraje extraño. Arriba, unas lunas azules colgaban inertes de un cielo anaranjado. Abajo, una ciudad de edificios de piedra reposaba sobre un suelo amarillo. Un enorme zigurat se alzaba en el centro de esta.

    -“Martha, Martha, Martha”

    Aquella voz insinuante le atraía inexorablemente hacia el zigurat. Poco a poco se fue acercando a este

    -“¡Vamos, perezosa, a levantarse!”.

    Martha dio un salto de la cama del susto. Allí estaba Anne vestida que estaba subiendo las persianas. Era de día pero las nubes de tormenta tapaban el sol. De vez en cuando un relámpago rompía el monótono susurro de la lluvia.

    -“¿Ya es hora de desayunar?”. Preguntó Martha.

    La joven periodista no podía creerlo. Había perdido completamente la noción del tiempo.

    -“¿Desayunar?. Te he dejado descansando toda la mañana. Es hora de comer.”

    Martha se levantó de la cama y lentamente comenzó a vestirse. ¿Cómo era posible que fuese hora de comer? Anne le ayudó a vestirse mientras le observaba con preocupación. Después de que se vistiera, Anne dijo.

    -“Hija, esta tarde te llevaré al médico”.

    Martha había perdido el gusto por la comida. Todo le sabía a polvo. Se sentía mareada y deprimida. Mas que eso se sentía agotada. Notaba que el aire le faltaba y sus piernas estaban doloridas, como si hubiera echado una larga carrera. Al terminar de comer volvió a su habitación.

    Cansada, se echó sobre la cama. En ese momento la pirámide comenzó a brillar y un frío sepulcral invadió el cuarto. La joven periodista se quedó mirando el extraño trozo de cristal hipnotizada por el suave color azulado que despedía. De nuevo, Martha notó como su alma abandonaba su cuerpo para entrar en un lugar prohibido para el hombre De repente se vio delante del zigurat de piedra. Dos grandes colosos guardaban la entrada a la estructura. Las estatuas representaban horribles seres antropoides con garras en vez de manos y cuyo rostro estaba plagado de tentáculos. Martha escuchó un suave murmullo a su espalda como de mil voces ahogadas. Inmediatamente se dio la vuelta y vio que la Criatura Con Un Millar de Bocas estaba allí esperándola. El ser sabía que Martha volvería y estaba esperándola, relamiéndose con sus múltiples lenguas negras. La forma bulbosa flotaba perezosamente gozando del terror que inspiraba en la muchacha. Martha se lanzó corriendo en dirección del zigurat cuyas puertas abiertas le invitaban a entrar. Tras unos segundos de espera el monstruo se lanzó volando tras de ella. La caza había comenzado.

    Martha huía a lo largo de un amplio pasillo con extraños relieves grabados por las paredes. Numerosas antorchas iluminaban el corredor que parecía no tener fin. La joven miraba hacia atrás constantemente y siempre veía cómo la maligna deformidad acortaba distancias implacablemente. Llegó entonces a una intersección y decidió cambiar de dirección. Después de la intersección vino otra, y luego otra y otra.

    Siempre cambiaba de sentido unas veces a la izquierda y otras a la derecha para no dar vueltas en círculo. La periodista miró hacia atrás sabiendo que la criatura estaría allí persiguiéndola, pero esta vez no la vio. Tampoco escuchó el suave murmullo de las bocas ni el ruido que hacía al desplazarse por el aire. En ese momento, un eco se escuchó entre las piedras.

    -“Martha, Martha, Martha”.

    Aquella voz grave y susurrante guió sus pasos a través del laberinto de pasillos. Parecía que sus pies habían tomado el control de su cuerpo y la dirigían a algún lugar misterioso. Al final llegó a una amplia estancia tan alta que el techo quedaba oculto entre las sombras.

    Numerosas columnas se alzaban a su alrededor. Varios quemadores de incienso ardían con un fuego verdoso en distintos puntos iluminando la cámara. Al fondo, un altar presidía la sala. Sobre el mismo, reposaba un cuerpo inerte.

    -“Martha, Martha, Martha”.

    Sin saber muy bien lo que hacía se fue aproximando lentamente al altar.

    Cuando estuvo lo suficientemente cerca echó a correr en dirección a este. El cuerpo era de su amado John, que le llamaba de mas allá de la tumba. Entonces sucedió lo inesperado, el cuerpo de John se incorporó y abrió los ojos. Con una sonrisa le dijo: -“Por fin has llegado mi amor. Hace tiempo que te espero”.

    Llena de felicidad Martha se echó a los brazos de su novio. Si no hubiera estado tan cansada se habría fijado en el color de su tez que era anormalmente pálido. Se habría fijado en el brillo extraviado de su mirada, como la de un loco. Se habría fijado, en suma, que la voz que le hablaba no era la de John sino la de un millar de bocas susurrantes La joven no tuvo oportunidad de defenderse. Ante sus ojos vio como el rostro de su amado se desfiguraba en una sonrisa burlesca. Una lengua alargada y negra surgía del interior de una boca plagada de afilados colmillos, le lamía el cuello y se metía por el interior de su vestido.

    Quiso gritar, pero le faltaba el aire. Quiso correr, pero no podía escapar del abrazo mortal del monstruo. Quiso despertarse pero los ojos inyectados en sangre de la criatura la obligaron a permanecer muda en el sitio, helada por el terror.

    Capítulo 3: La tempestad.

    Ni los mas viejos del lugar podían recordar una tormenta tan violenta como la que estaba viviendo Boston estos días. Los días y las noches se sucedían sin apenas un signo que hiciera prever que el tiempo iba a cambiar. De nuevo en el cementerio de Saint Mary Mead un grupo de personas se reunían para celebrar el entierro de un ser querido por la comunidad: la joven periodista Martha MacCallahan. En primera fila los padres de la difunta y Anne Masterson daban su último adiós a la joven promesa del periodismo cuyo dolor por la muerte de su prometido había llevado a la tumba. La ceremonia fue breve debido a la tromba de agua que en esos momentos caía. Al concluir la misma Anne y los padres de Martha, Alfred y Liz, se montaron en el coche de los Masterson y se dirigieron a la mansión de Anne.

    Alfred y su esposa no vivían en Boston, sino en el pueblo de Burrows End del condado de Massachussetts, pero vinieron a la capital tan pronto como recibieron el telegrama de Anne anunciándoles la muerte de su hija. Aunque eran personas de campo muy ocupadas en sus obligaciones no podían dejar de acudir al entierro de su única hija. La madre de Martha, una mujer unos cuarenta y cinco años, estaba física y espiritualmente destrozada. Sus ojos eran dos torrentes de lágrimas que no paraban de manar. Su esposo, aparentemente mas entero, trataba de consolarla.

    -“Es culpa nuestra, debimos haber estado a su lado cuando se murió John. Si hubiéramos estado aquí para consolarla nada de esto habría pasado”. No dejaba de repetir la madre.
    -“Pero sabes que no pudimos querida. Y aunque hubiéramos podido venir eso no significa que hubiésemos evitado lo que pasó. No puedes juzgarte por su muerte, amor mío”.

    Pero las explicaciones de su marido le sonaban vacías. Todo era vacío, todo era hueco, nada tenía sentido. No era justo que una madre tuviera que enterrar a su hija. En estos momentos deseaba estar muerta, con gusto ella hubiera dado su vida por la de su hija. Pero lo que no sabía la destrozada mujer era que sus deseos de acompañar a su hija bien podían hacerse realidad muy pronto Por fin llegaron a la mansión. Alfred agradeció una vez mas a la viuda Masterson que les dejara quedarse en su casa esta noche.

    Los MacCallahan eran gente humilde y no tenían dinero para pagar un hotel y tal como estaba el tiempo no era buena idea coger el coche.

    Afuera los rayos se sucedían con violencia. Dentro, el silencio era aun mas ensordecedor. Los tres padres tenían sus pensamientos en sus hijos recientemente fallecidos y durante la cena se intercambiaron pocas palabras. No hacía falta hablar, todos sabían lo que estaban pensando los demás sin necesidad de articular palabra. Alfred, preocupado por su mujer, obligó a esta a comer algo. Liz se negó en un principio, pero pronto no tuvo fuerzas ni para discutir.

    Finalmente los MacCallahan se retiraron a descansar. Había sido un día muy duro para ellos y necesitaban ir a dormir. Alfred cogió la mano de su esposa y juntos subieron las escaleras hasta su dormitorio. Este era una amplia habitación con el suelo de madera y una antigua cama de matrimonio con dosel que perteneció a los padres del capitán Peter Masterson antes de su muerte. Ahora Anne lo utilizaba como cuarto de invitados cuando venía a visitarla algún matrimonio importante y, para la viuda Masterson, los MacCallahan eran un matrimonio importante.

    Lentamente Liz empezó a desvestirse con la ayuda de su marido, a continuación se puso un camisón negro y se acostó en la cama. Su marido se quitó la camisa y se metió bajo las colchas. Alfred no tardó en quedarse dormido, quizá el sueño era un mecanismo de defensa del hombre de campo para huir de la realidad. Su esposa, sin embargo no tuvo esa suerte. En medio de la noche, Liz escuchó una voz susurrante junto a su oído.

    -“Elizabeth, Elizabeth”
    La madura mujer se levantó del lecho. A la mañana siguiente, un hermoso prisma piramidal se hallaba encima de su mesilla de noche.
    -“¿Qué tal te encuentras esta mañana Alfred?”. Preguntó Anne.
    -“Mejor, gracias. Si Liz se encuentra con fuerzas hoy regresaremos a casa”.
    -“Ya sabes que podéis quedaros tanto tiempo como queráis, sois mis invitados. Por cierto ¿qué tal se encuentra Elizabeth?”
    -“No muy bien. No he podido hacer que se levantara, dice que le duelen todos los músculos y que respira con dificultad. Debe ser cosa de la lluvia, creo que ha debido coger un resfriado. Aunque sigue lloviendo parece que la tormenta ha perdido intensidad, yo confío en que se aclare pronto”
    -“Tu esposa debe desayunar algo, no se puede pasar todo el día sin comer. Yo misma le llevaré una bandeja. Tú no te levantes”- dijo Anne al ver como Alfred se incorporaba - “ ya me encargo yo”.

    Anne abrió la puerta de la habitación con el pie mientras con las manos sujetaba una bandeja en la que llevaba una taza de leche, una copa con zumo de naranja, tostadas recién hechas, una jarra de jalea y un plato con mantequilla. Sin muchas fuerzas Liz le dirigió una mirada a su anfitriona.

    -“Buenos días dormilona, aquí te traigo tu desayuno. Lo he preparado yo misma y te lo vas a tomar todo o si no me sentiré gravemente ofendida”. - Dijo Anne con una sonrisa.

    Liz se medio incorporó en la cama y, por no disgustar a su anfitriona, empezó a comer, mas todo le sabía a polvo. Igual que su hija, no hace tanto tiempo, ella había perdido el gusto por la comida.

    Anne paseó por la habitación mientras esperaba a que Liz se lo terminara todo. No iba a permitir que Elizabeth enfermara por no comer.

    En ese momento se percató de la pirámide de cristal encima de la mesilla.

    -“Vaya” - dijo hablando consigo misma - “La hermana Constanze me pidió el otro día algún objeto para la rifa benéfica y este pisapapeles antiguo parece bastante caro. Ahora que lo pienso, no se qué hace rondando por toda la casa. No hago mas que encontrarlo por todas partes. No podría deshacerme de ninguno de los objetos de la casa porque todos están llenos recuerdos pero esta pirámide no se de donde demonios ha salido. Seguro que la hermana Constanze puede sacar unos cuantos dólares de el”

    Cuando Liz terminó de desayunar, Anne recogió la bandeja y se llevó el prisma.

    Al mediodía, cuando la hermana Constanze acudió a la casa de los Masterson, Anne le entregó un donativo de mil dólares para el nuevo hospital infantil y la regaló la misteriosa pirámide.

    -“Muchas gracias, hemos pospuesto la rifa benéfica debido al tiempo.

    Pero mientras tanto se lo daremos a la madre superiora que se andaba quejando de que se le volaban los papeles. Que el Señor se lo pague”.

    A la mañana siguiente la anciana madre Mary-Charity moría de una embolia cerebral. Ese día sin embargo lució un sol brillante.

    Publicación November 14, 2021
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