Lesbos Irae
La lluvia golpeaba inexorablemente el estigio ventanal de mi vivienda presagiando su fractura.
Un líquido postuloso y fluctuante había bañado el polvoriento suelo.
Hacía horas que observaba aquella inerte cabeza mientras reprimía un
patológico instinto endocanibal. Hacia horas que observaba cómo sus
delicados tejidos se endurecían y amorataban, de como se destilaba la
sangre a través de la carótida tintando de un color oscuro mi alfombra.
De forma decididamente prosaica me abalancé sobre sobre la cabeza que un día perteneció a mi esposa y la perforé con mis dedos, crispándolos en un subconsciente sadismo, pero que diablos, quería que su preciosa sangre regara el suelo. Mis uñas ya estaban astilladas y lacias cuando por fin apreté los ojos, abrí la boca todo lo que pude y mordisqueé con fruicción su cara. -El sabor de la carne humana es bueno -pensé entonces, -me recuerda a la del cerdo-. Disfruté mucho mientras aquel sangrante fragmento fíbrico se deshacía en mi boca, cuando su mejilla se derretía en mi boca con un sabor agridulce y sangriento, aquella mejilla que tantas veces había acariciado.
Al examinar el estado actual de mi cónyuge no pude sofocar un grito…
A través del pómulo perforado y lleno de mi saliva se podían contemplar varios vasos sanguíneos cerúleos que penetraban profundamente en el hueso de la mandíbula, astillada por la potencia de mi dentellada.
Golpeando un poco más este hueso logré probar el sabor del granuloso tuétano, amargo y delicioso. Sumido en el placer que dá la demencia así los mielados cabellos de mi bella y joven esposa. A continuación estampé la cabeza en la pared. Algo quedó adherido a ella. No pude disimular una mefistofélica sonrisa. Aquel fragmento sienado y nerviado que yacía incrustado en la pared era un trozo de cráneo, lo examiné, por el lado contrario al del cabello se apreciaba un tejido membránico y sobre este una porción de algo blando, húmedo y rosado: el cerebro.
Miré con complicidad a la cabeza, la cogí, y con las manos tan desnudas como poderosas extirpé toda la sección parietal. Y allí estaba aquella masa temblante y circunvolucionada que reflejaba tonos viscerales y prometía sabores jamás soñados.
A mitad de mi casi orgasmático éxtasis recordé la causa de mi incipiente locura: aquel profano y cuarteado tomo latino, el Lesbos Irae. En ese libro antinatural se describían y proponían todo tipo de atrocidades de marcado caracter sexual, tales como el disfrute pseudo-erótico con miembros cercenados y animados de otra persona.
-Si dañas mi cerebro no podré rehacerme-. Creo que mi esposa ya había al canzado el clímax cuando me dijo esto, por lo que dejé la cabeza en el suelo y busqué el Lesbos Irae.
Tras conjurar las fuerzas inequívocamente impías que extraje del libro, mi compañera radiante y desnuda se dirigió a mí: -Creo que es tu turno-.
Yo asentí impaciente, quería seguir disfrutando con aquella blasfema práctica, quería eyacular sangre por la boca.
Sonriente me tendí en el suelo a la espera de que ella me desmembrara con el hacha. En ningún momento de mi vida me había sentido tan feliz, era como morir.
Mi miembro viril ahora túmido adolecía de oleosa e irisada espuma burbujeante de aspecto canceroso. La primera incisión del hacha en mi abdomen dejó patente la plasticidad de mi pulsátil paquete intestinal que se retorcía su siruposa plataforma de tejidos informes.
Mi mujer me estimuló esta parte engullendo la parte más ulcerada de estos mortecinos órganos tubulares, sacudiéndlos rítmicamente contra mi pecho como si de una górica práctica sadomasoquista se tratara.
Y yo disfrutaba. Yo disfrutaba de los orgasmos más lascivamente inenarrables que tuve ni tendré nunca.
Sus senos inyectados en sangre goteaban su hemorragia en mi boca mientras enarbolaba de nuevo el hacha contra mí, como deseaba como no he deseado otra cosa en el mundo que hiciera.
El olor acre de la pólvora inundó la escena. Después me internaron en un psiquiátrico. Al cuarto mes mi abogado me relató lo ocurrido aquel treinta de Noviembre de 1994. Un vecino alertó a la policia debido a gemidos y exhortaciones de placer que le impedían sofronizarse.
La policia llegó en el momento que mi esposa levantaba el hacha, y en tonces perforaron su pecho con una única bala de gran calibre dirigida con consumada técnica.
Aún hoy, en 1995, mi recuperación ha sido tan sólo parcial, y tuve que ser intervenido quirúrgicamente en dos ocasiones para solventar mi desarreglo intestinal. Los médicos esperan una recuperación total a largo plazo. Estos meses solitarios sólo se han visto alegrados por la conservación de un vetusto tomo de cierres de plomo que el departamento de criminología me devolvió sin examinar su contenido.
Gracias al Lesbos Irae pasé los días en el más absoluto paroxismo sexual cuando no tenía vigilancia.
Aprendí a amputarme uno o varios dedos o incluso mi miembro viril sin dolor. Y aprendí a regenerarlos tras mi macabro goce. Ahora escribo estas líneas con mi propia sangre mientras me excito desgarrando mi mano libre con la boca,envuelto en un torrente de sangriento orgasmo.
Me duele el pecho, no puede ser un infarto… no… nooooooooo…
Fin.