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    Prohibido dar aventones

    Prohibido dar aventones

    La 101 estatal se desenvolvía hacia el horizonte en una recta pavimentada interminable, penetrando el yermo territorio desolado, en el que ni los buitres se aventuraban. El Cadillac hacía rato que transgredía el límite de 55 millas, corriendo por el centro de la cinta asfáltica, aplastando a su paso insectos, reptiles y serpientes desérticas atrapadas por los neumáticos hirvientes, al arriesgarse a cruzar aquella frontera artificial que dividía su territorio natural. La conductora apoyaba el pie descalzo sobre el acelerador, apretándolo hasta el fondo, haciendo los pistones del motor ocho en V subir y bajar frenéticamente, impulsados por las explosiones embaladas de la mezcla combustible en los cilindros de acero. La máquina rugía, comunicando su impulso fulminante al cigüeñal rectificado que, a su vez, pasando por la barra de transmisión y demás artilugios mecánicos que conformaban aquel endemoniado bólido, hacía girar centelleantes las ruedas del vehículo; y mientras todos estos acontecimientos físicos se sucedían, la mujer chupaba tranquila un Virginia Slims, sin aprensiones por las patrullas de caminos, seguramente refugiadas en algún cafetín a la orilla de la solitaria autopista, guareciéndose del sol que caía a plomo sobre la carretera.

    La mujer, una atractiva rubia pasadita ya de los cuarenta, se acomodó las gafas oscuras, que la protegían de la enceguecedora luz y sintonizó una nueva estación; las ondas hertzianas de la que venía escuchando hacía ya diez minutos que no eran más que pura estática, debilitadas por la distancia recorrida.

    Cada cierto tiempo, los letreros de: “No Recoger Caminantes en la Vía” aparecían enormes y solitarios, precaviendo a los conductores de la cercana Penitenciaría Estatal, donde los presidiarios se cocinaban en una especie de infierno terrenal en el que expiaban sus faltas y agresiones contra la civilizada sociedad. Más de un conductor bien intencionado había terminado degollado a la vera del camino: recompensa ingrata para aquellos buenos samaritanos que se habían detenido a auxiliar algún prójimo en apuros, generalmente un reo fugado de la sección de máxima seguridad, porque ¿qué otro ser humano iba uno a encontrar en este lugar apartado del favor divino? Pero los letreros existían para los que se detenían a leerlos, o al menos para aquellos cuya velocidad racional no impedía una lectura rápida; para la mujer eran meros borrones que se confundían con el agreste paisaje, desfigurados por la celeridad descomunal del Cadillac.

    La minifalda, un poco más arriba de lo normal por la pose descuidada de la mujer, tras horas de conducir, dejaba ver un par de largas piernas torneadas, regalo visual desgraciadamente sin dueño alguno, dada la soledad de la viajante. Las manos adornadas por un par de anillos dorados, y cuyos dedos remataban en sendas rojas uñas afiladas, apretaban con naturalidad el volante forrado en cuero. La voz de Whitney Houston fluía desde los parlantes traseros, emitida por la emisora recién encontrada, y cuando el canto melodioso se extinguió en el fondo, un locutor con tono aniñado anunció un boletín de último momento, patrocinado por las deliciosas salsas Aunt´s Dream, indispensable sazonador que no debe faltar en su mesa. Y mientras el locutor iniciaba el reporte noticioso sobre la fuga de un peligroso criminal de la prisión, recomendando precaución a los que transitaran por la estatal, la mujer movió el sintonizador, soltando por un momento una de sus enjoyadas manos del volante y localizando una tonada campirana de su agrado. Con el rabillo del ojo puesto en el camino buscó en el bolso de piel otro cigarrillo, disminuyendo inconscientemente la presión sobre el acelerador. El auto bajó levemente su impulso, lo suficiente para permitir a la mujer observar unos quinientos metros adelante un bulto difuso que extendía una mano, haciendo la universal seña del autostop. Compresionó la máquina y, aplicando suavemente los frenos, alcanzó a detener el auto unos pocos metros más allá del hombre que solicitaba el aventón, el cual se acercó trotando, sosteniendo un periódico doblado sobre la cabeza para protegerse del inclemente sol:

    -Me preguntaba cuando algún alma caritativa aparecería para auxiliarme- dijo alegremente el hombre, mientras contemplaba extasiado aquel par de largas piernas expuestas- mi auto se varó en un camino vecinal a unas millas de aquí, y he esperado por horas a ver si alguien me ayudaba a llegar a la próxima gasolinera, para buscar un mecánico o una grúa y… La mujer no escuchó más, y abrió desde el tablero el seguro automático de la puerta, invitando con una sonrisa amplia al desvalido peatón a subir al auto. El hombre se acomodó sin dejar de ver las maravillosas extremidades de la rubia, doblando cuidadosamente el periódico sobre su mano derecha, y sosteniéndolo con la zurda. La mujer apretó el acelerador a fondo y en cinco segundos ya el Cadillac zumbaba casi levantando los neumáticos del asfalto.
    -Caliente, ¡eh!- bufó el pasajero, rompiendo un poco el hielo. La conductora le contestó con otra sonrisa deslumbrante, enseñando unos dientes blanquísimos y parejos. El hombre la miró despacio, subiendo desde los tobillos hasta la coronilla, deteniéndose un instante en cada lugar clave: las piernas estilizadas, el busto apenas contenido por la blusa apretada. Se arrellanó en el asiento y resopló largamente debido al calor: a pesar del bochorno insoportable llevaba puesta una chaqueta de mezclilla negra sobre un mono azul desteñido. En una de las mangas de la primera parecía haber existido hasta hace poco una insignia, descosida a la carrera.
    -Es una bendición que usted se haya detenido- continuó- bajo este sol caminar hasta la siguiente estación era imposible. Hubiera tenido que esperar hasta la noche, y entonces empezar a caminar con cuidado de no ser arrollado por algún conductor negligente o atacado por coyotes…ó la inconfundible guitarra de Stevie Ray Vaughn maullaba aprisionada en los parlantes estéreo. El hombre hablaba sin soltar el periódico, la mujer, callada, de vez en cuando se volvía hacia el obsequiándole una sonrisa tras otra, contestando así cada comentario del nuevo acompañante sin decir una palabra.

    El auto avanzó un par de kilómetros, comiéndoselos literalmente. A pesar de la velocidad, había momentos en que el vehículo parecía suspendido en el tiempo, como si no se moviera, por culpa del invariable paisaje y la carretera interminable que se perdía de vista en el horizonte. El hombre soltó otro par de comentarios al aire, sin despegar las pupilas de la rubia; hacía tanto que no estaba con una mujer…

    Decidió arriesgarse y como por descuido rozó su rodilla izquierda contra el muslo desnudo de la conductora; la sonrisa sempiterna no desapareció. La reacción lo envalentonó y separó la mano izquierda del periódico, el cual había arrebatado al cadáver del guarda que le vigilaba, mientras cagaba acuclillado tras una roca: cuando el infeliz guardián se dio vuelta para no mirar, levemente asqueado por la escena, él había brincado como un felino sobre su espalda y aporreádolo con ambos puños. Luego, sin ser visto ni oído por los otros reclusos ni el resto de los guardias de la cuadrilla de picapedreros, le había atravesado la cabeza con el pico, por si las moscas. Para su mala suerte el guarda no portaba revólver, pero encontró las llaves de los grilletes en uno de sus bolsillos, despojándole además de la chaqueta, para protegerse del frío, en caso de que la noche lo alcanzara todavía a la intemperie, y echó a correr como descosido: aun si lo atrapaban el castigo no podía afectarlo mucho; ¿cuantos años le iban a añadir a sus tres sentencias de cadena perpetua?

    Alcanzó un camino vecinal, donde interceptó a un viejo indígena que salía de la reservación vecina, a bordo de un Chevrolet destartalado cargado de gallinas. Brincó sobre el vehículo en marcha y, a través de la ventanilla, estranguló con sus manos desnudas al indefenso conductor. Se puso su mono descolorido sobre el uniforme de presidiario y montó en la camioneta, que a los quinientos metros de la intersección con la carretera estatal se quedó sin gasolina. Dirigió la mano con cuidado y la posó sobre la rodilla de la mujer, que seguía sonriendo, aunque ahora sin mostrar los dientes. Subió lentamente la mano hasta el límite de la falda y, sacando por fin la otra mano del periódico, accionó una pequeña cuchilla, que había encontrado en la guantera del Chevrolet robado.

    -Mi amor, aorillá el carrito- ordenó con voz meliflua a la mujer. Esta se volvió hacia el asesino: ya la sonrisa no estaba, y si el hombre hubiera podido ver a través de las gafas negras, se hubiera percatado de que la mirada de la mujer también era diferente.

    El auto disminuyó de velocidad, hasta que se detuvo suavemente a un lado de la carretera. Ahora el que sonreía era el hombre, decidiendo si la mataba antes de violarla o viceversa. Estaba tan ensimismado que no notó la mano izquierda de la mujer deslizarse suavemente bajo el asiento del conductor, y apenas tuvo tiempo de parpadear cuando los dos balazos le atravesaron el pecho, perforándole ambos pulmones en medio de las carcajadas de la mujer, que dibujaban unas breves arrugas en el rostro maquillado. La mujer abrió la portezuela del pasajero, pasando sobre el cuerpo todavía con vida del ex-presidiario, y lo empujó hacia afuera con el pie derecho, dejando la minifalda brevemente al descubierto otros encantos que el infeliz no tuvo ocasión de admirar.

    El moribundo cayó de bruces en la cuneta, acompañado del periódico que se abrió con la caída. El Cadillac chilló las ruedas y un poco de grava suelta salpicó el rostro contorsionado del hombre que, poco antes de morir, pudo leer en el periódico empapado en su sangre algo escrito en grandes titulares: “Escapa otra vez Kate W., alias La Carnicera de la Autopista”

    Publicación November 13, 2020
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