Una fábula porteña
Autor: GONZÁLEZ FABIÁN
No es fácil encontrar el residuo de lo gótico en Buenos Aires. Es una ciudad de eterna vigilia, en donde lo mundanal ha ahogado lo fantástico y los relatos no tienen oyentes. Tal vez es cierto que ningún fantasma ha caminado por sus calles, que ninguna maldición se ha posado sobre sus casonas antiguas. Pero me basta caminar por la madrugada, en ese único momento en que la gran ciudad duerme para saber que sigue existiendo magia en sus veredas. Es una sensación, tal vez un sonido, un murmullo. Es un instante en que la muchedumbre durmiente no puede silenciar a los espectros. Esos fantasmas emiten su discurso pronunciado en antigua y desconocida lengua. Tratan de contar lo que les pasó a los transeúntes despreocupados, sumidos en el dolor de las almas que no estén en el cielo pero tampoco en el infierno.
Y es entonces cuando yo, un romántico, un poeta, me pongo a escuchar sus relatos. Aunque no puedo entenderlos me gusta mecerme en sus palabras que dicen -yo lo sé- algo importante. Me gusta sentir que soy uno de los pocos que sabe sus secretos. Pero cuando la gente comienza a despertar, ellos callan y yo vuelvo a ser Raél Wilde, un loco, un fracaso. Aquel día había visto a un niño hurgando en la basura, a un par de borrachos cantando al unísono una vieja canción y a una prostituta ejerciendo su oficio. En las calles del barrio de Balvanera no es nada fuera de lo comían. Vivo en una casona en avenida Independencia, donde mis abuelos me educaron desde muy pequeño. De mis padres sóo existe una sombra. A veces recuerdo una sonrisa, unos labios finos, pero el accidente sólo me dejó fotografías e imágenes inconexas.
Mis abuelos habían muerto dos años atrás, mi abuela primero y después mi abuelo. Los espectros, la música de un viejo tocadiscos y la frondosa biblioteca familiar eran mi única compañía. Cuando los rayos de sol comenzaron a asomar y no había nada más que escuchar en las calles, volví al hogar. Me aguardaron dos horas de éxtasis poético, escribiendo pulcros versos, que serían condenados al fuego cuando la mañana siguiente me sorprendiera con la falta de talento. Luego me sumí en la obra de Poe y en la fina prosa de Lovecraft. Leí alguna monstruosidad porteña de JJ Bajalída, pero no quede satisfecho. Me levanté para tomar un libro más, para ahondar más en ese laberinto de roble que contenía fascículos inéditos coleccionados por varias generaciones. Un tomo ennegrecido por el tiempo me llamó la atención.
Fue por esa idea singular de lo estético que me había acompañado durante toda mi vida. Un libro de esas características, polvoriento, antiguo, no podía dejar de tener saberes dignos de conocer. Estética de alquimista, decía mi abuelo, burlándose de mi ingenuidad. Pero mi intuición -lamentablemente- no falló esa vez. Abrí el fascículo. “El Manifiesto de Aurelio”, señalaba la primera hoja en tono imponente. Ante mi asombro era un manuscrito. Identifiqué la letra de mi abuelo, fina, ese tipo de letra que se ha perdido. Señalaba ser una traducción de un original en latín escrito en el siglo XVII. Parecía ser más una obra sensacionalista, que algo digno de mi atención.
Estuve a punto de cerrarlo y volverlo a colocar en su estante en la biblioteca, pero por algún motivo comencé a leerlo. Había algo en la forma en que estaba escrito, algo en las palabras, que lo dotaban de un terrible realismo; por más de que había muchos hechos fantásticos que no creería ni un chiquillo de cuatro años. Era la vida de un abad francés, Aurelio, que había estudiado la cábala y alquimia.
“Dios es invisible ante los ojos de los hombres; y sus hijos no deben desear ver su rostro”, decía mi abuelo citando en su faena de traductor al religioso. Rescataba los morbosos rituales que había llevado a cabo aquel sujeto del pasado, hombre que nunca debió haber existido para bien de mi cordura y el de todos sus lectores.
Aurelio vivió en Normandía. Huérfano, se crió en una abadía entre
monjes. Hacia la adolescencia comenzó a llevar a cabo un profundo
análisis teológico, que lo llevó a estudiar fragmentos de antiquísimas
obras. Ya en su madurez comenzó a practicar la magia para acercarse a
Dios “pero el Supremo permanec'eda distante, alejado”. Comprendió que
la mejor forma de estudiar a Dios era a través de la magia negra. Se
acercó a los dioses paganos a quienes los antiguos europeos rendían
pleitesía. Estudió la magia negra y descubrió cultos que habían
sobrevivido desde la antigüedad hasta el presente. Supo que tras todo
sacrificio, tras todo ritual existía una entidad, así como existía un
Dios que la había creado. Practicó actos impuros y bailó junto a las
brujas en sus aquelarres. Envejeció entre los males del mundo, pero su
fin era santo, digno de un hombre de Dios. Quería acercarse al Supremo
y para ello debía recurrir a su antítesis, al mismo demonio. Ya en su
lecho de muerte, consiguió cita con el Maligno. La figura oscura acudió
a su puerta, entró impetuosa a su habitación y le susurró al oído:
-Toda la vida has tratado de ver algo que no existe. Yo soy el único y
el de siempre. Ahora la muerte te recoge y sabes que no hay más que
dolor tras el umbral. Más dolor aún por la esperanza perdida. Vi
crepitar las hojas del trabajo de mi abuelo. La bebida me ayudó a
olvidar… olvidar por un tiempo aquello que había leído. Pasaron días
antes de que pueda salir nuevamente a las calles. Pero cuando el valor
regresó, ahí estaba devuelta la madrugada de Buenos Aires, con sus
espectros ignorados. Seguían balbuceando su discurso intangible.
Pregunté a ellos si era cierto pero permanecían distantes, imperturbables como siempre. Una mano se posó en mi hombro. Reconocí detrás mío, en el fantasma que se me presentaba el rostro antaño afable de mi abuelo.
-¿Qué pregunta te aflige?
-¿Es verdad? ¿Es verdad que no existe?
Sonrió y se perdió en la neblina matinal.