Por Alfonso Chacón
Empezó como un tenue aguijoneo, algo picante en algún rincón de mi panza, tan insignificante que ni sabía en qué lugar de la barriga estaba, señor oficial. Yo sé que usted está muy ocupado, que ha venido por algo importante, pero tengo que empezar desde el principio, si no usted no me va a entender, como no entendieron María ni mi casero, ni el vecino y mi madre, porque la verdad ni tuve chance de explicarles.
Téngame paciencia. Deme un minuto nada más.
Primero era chiquito, así de diminuto, tanto que yo pensé que con un pinche confite lo llenaba, y así fue señor oficial, así fue ese día y por un tiempo. Pero el caso fue que el vacío creció, levemente al principio, pero creció. María me servía la misma ración de siempre, al almuerzo y la cena: un plato enorme, con fresco y postre, bistec o chuleta, pero a mi me quedaba el hueco, un poquitico más grande cada vez, ahí, acomodado en algún lugar del estómago, jodiéndome la existencia. Constantemente faltaba algo para taparlo, para alcanzar esa deliciosa sensación de llenura, de satisfacción, de hartazgo completo; siempre me quedaba el piquito, como decía María. Perdone, yo sé que usted tiene que llevarme ya, pero escúcheme un momento, si no no me va a entender. La cuestión es que empecé a repetir: un poquito más de arroz, un plátano maduro extra, otro huevo, y el huequito se llenaba, de veras se llenaba, pero cada vez el arroz era más, ya no eran dos ni tres plátanos, media docena de huevos, frijoles a granel. María se inquietó bastante, me mandó al doctor, pero le dije que era sólo un hueco en la panza, hambres atrasadas, el cambio hormonal. Eso creía yo y sin embargo, el hoyo aumentaba, cada vez me costaba más llenarlo, crecía incontrolable.
Así pasó, se lo juro. Si yo salía a la calle, me atiborraba en la Soda Tapia o la Billy Boy antes de venir a almorzar, y al regresar al trabajo pasaba por la heladería POPS, batido y sundae a la vez, y para cuando llegaba de nuevo a la oficina tenía un agujero enorme que me retorcía la panza, me sentía desfallecer. Por favor, ya casi termino.
La cuestión es que no lo aguantaba: era así de grande. Y un día no pude más, y ahí mismo, frente al apartamento me echó el gato del casero, enterito y me alivié. Sentí una satisfacción, una saciedad reconfortante, ¡y me duró tan poco! El hueco pedía más y más, como un hoyo negro, que mientras más traga más necesita, porque su gravedad aumenta con la masa engullida y cada vez es más grande el hoyo -eso lo leí en una revista de astronomía.
¿Quién iba a creerme que yo tenía uno de esos en mi propio vientre? Y así continué, hasta que el barrio se quedó sin gatos, y tuve que darle a los perros. Primero fue el del vecino de arriba, un precioso pitbull. Admito que me dio pelea: un par de mordidas y hasta me hincó los dientes en las partes, pero al final el hueco pudo más, lo absorbió enterito, no tuve ni que mascarlo.
Claro, cuando María me vio ensangrentado y con los testículos desgarrados se volvió loca, casi se desmaya; empezó a despotricar contra el desgraciado vecino que tenía ese perro asesino suelto en el patio común del edificio de apartamentos, una amenaza, que milagro que estuviese yo con vida: ¡si hubiera visto lo que pasó en realidad!
Además, a mi ni me dolían las heridas, sólo sentía el hueco incómodo, creciéndome cada vez más, abrasándome con ardor las entrañas.
Es cierto señor oficial, sé que suena raro pero es verdad. Si no fuera cierto usted no me hubiera venido a interrogar, no estaría aquí poniéndome las esposas. La cosa es que arrasé con la jauría completa del vecindario: pequineses, dálmatas, zaguates, pastores y hasta un San Bernardo que me dejó tranquilo casi media mañana. Pero María se preocupaba demasiado, y un día no me dejó salir de la casa. Dijo que me llevaba al doctor, al siquiatra; que esa maña mía de salir en las noches y volver embarrialado y con el aliento oloroso a perro la tenía hecha un manojo de nervios. Y cuando se dio la vuelta para coger la cartera, no me pude contener, se lo juro señor, el hueco me lo pedía, el vacío era tremendo, ya no aguantaba, me la tuve que tragar, de un bocado.
Sí señor oficial, yo sé que es monstruoso, comerse a la esposa, ¡a la madre de los hijos de uno!, que dicha que no teníamos niños aún, porque ya me los habrá digerido, terrible. Pero eso no fue lo peor.
Como a los días vino mi madre, a visitarnos, y no más entró por la puerta y la engullí de inmediato, sin saludarla siquiera, así de maleducado. Lo mismo sucedió con el casero, cuando llegó por el alquiler, y con mi jefe cuando pasó a averiguar el porqué de mis ausencias laborales, y con el vecino buscando su perro, y el cartero con su saco de correos y todo, y hasta el que lee el medidor de la luz.
Si señor oficial, sé que es horrible, pero no lo puedo evitar: el agujero está aquí en mi panza y hay que llenarlo, mientras crece y crece, el hambre inagotable, un hoyo negro que entre más traga más necesita. Espero que me comprenda, que entienda porque también me lo he tenido que comer a usted, esposas y orden de arresto incluidas, y es que ahora ni con personas me lleno el hueco y ya le voy haciendo tiro al apartamento, y tal vez hasta el edificio entero.