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    Alma de tres pistas

    ALMA DE TRES PISTAS

    Dicen que los gatos tienen siete vidas. En realidad, sólo son cuatro. Ningún otro animal tiene ese don; ninguna otra especie conoce la reencarnación.

    Esto incluye, por supuesto, al hombre. Sólo un puñado de humanos logra dominar el difícil arte del renacimiento, pues son necesarios años de práctica y de entrenamiento físico, mental y espiritual. Una vez que se han armonizado pensamiento, cuerpo y alma se puede proceder a los Ensayos.

    Estos consisten en llevar a cabo el desdoblamiento de materia y espíritu: de abandonar el cuerpo y ser sin él. Muchos inexpertos han intentado fallidamente un Ensayo y han sufrido las graves consecuencias de su ignorancia. Sus ánimas son en muchos casos incapaces de regresar a su sitio corporal y miran con horror mientras su ser material muere y son destinadas a vagar eternamente por el mundo, invisibles para todos. En otras ocasiones el débil espíritu es absorbido por los diminutos organismos que se encuentran cerca; es desintegrado en pequeñas partículas que van a formar parte de la constitución física de una docena de hormigas, un par de moscas y cientos de invertebrados más.

    El payaso que estaba sentado en lo alto del Monte Victoria estaba listo para el gran momento. Se llamaba Manuel Serafino Tovar, pero era mejor conocido como Zonzo. Vestido con un traje morado con rayas de color amarillo, se columpiaba rítmicamente en una silla de madera. Sus ojos estaban cerrados. Un ligero viento soplaba y alborotaba los mechones del peluche anaranjado de su cabeza. Su blanco maquillaje se arrugaba en la frente mientras que su boca, aunque adornada con color para parecer sonriente, mostraba una mueca de exasperación. Apretó con más fuerza los ojos y formó puños con sus manos. Estaba intranquilo. El veneno ya no debía tardar en hacer efecto.

    “Ahí viene.” La que hablaba era Madame Horlanta. Zonzo abrió los ojos de inmediato y se puso de pie. Y cuando volvió se vio a sí mismo descansando sobre la silla. Sonrió nervioso y con emoción se dirigió a Horlanta.

    “¡Estoy muerto!”

    La mujer no contestó. Llevaba casi setecientos años con vida; conocía ya de memoria el placer que producía la carne al comenzar a rodear de nuevo el alma, pues había cambiado de cuerpo más de quince veces. No tenía interés alguno en la clase de maravillas a las que se enfrentaba Zonzo en esos momentos.

    “Mira.”

    Con trabajos, Zonzo apartó los ojos de su cuerpo y los dirigió hacia donde apuntaba el dedo de Horlanta.

    Abajo, a las faldas del monte, estaba el pueblo de La Guarda: una serie de construcciones pequeñas que a distancia parecían ser todas iguales, con sus techos de dos aguas y sus fachadas todas pintadas de blanco.

    En las afueras del poblado, muy cerca de la carretera, se podían ver las coloridas carpas del Circo Hermanos Darwin. Sus brillantes azules y deslumbrantes amarillos contrastaban con el seco color paja de los pastizales a su alrededor. Pero el color no era la única monotonía que el circo había venido a romper a La Guarda: las aburridas vidas de sus habitantes tenían por el momento una distracción. Al regresar de alguna función, los niños soñaban con crecer pronto y convertirse en alambristas, mientras los adultos recordaban su infancia y deseaban regresar a ella. Todos, al parecer, querían ser una cosa diferente a la que eran.

    Y de todos, Zonzo era el único que estaba próximo a conseguirlo. A un costado de la carpa más chica estaban los campers que servían de dormitorio a todos los cirqueros. Ahí, cerca de algunas jaulas, estaba su propia casa rodante, un poco más chica que las demás. Zonzo odiaba el incómodo vehículo. De hecho, odiaba el circo; le desagradaba su trabajo y no le simpatizaban sus compañeros. Jamás le había gustado, pero la tradición familiar (y su incompetencia para hacer cualquier otra cosa), lo llevó a convertirse en Zonzo el Payaso.

    Hoy estaba vestido por última vez con su disfraz. Nunca más tendría que volver a usar la estúpida pelota roja en la nariz, ni humillarse para divertir a un montón de mocosos, ni tendría que aguantar las burlas de los adolescentes, ni las miradas lastimeras de los padres y madres de familia. Ahora todo cambiaría, y se había vestido para la ocasión.

    “¿Lo ves?”

    Zonzo parpadeó y dejó sus pensamientos. Horlanta seguía señalando hacia abajo.

    “¿Qué?” Zonzo forzaba la vista, buscando en el paisaje.

    Entonces lo vio: del otro lado de la autopista se formaba un enorme remolino de tierra y pastos secos. Giraba y se movía a gran velocidad hacia el Monte Victoria. Pronto estuvo sobre La Guarda, pero nadie parecía darse cuenta. La gente seguía su tranquilo camino por las calles mientras el tornado pasaba a su lado. La ropa tendida no se agitaba con el viento, ni se despeinaban las señoras que se asomaban por las ventanas. El polvo que volaba no ensuciaba los tejados ni era respirado por los chicos que jugaban en las calles.

    Zonzo estaba perplejo. No se atrevía a quitar la vista por miedo a que el remolino se volviera invisible también para él.

    “¿Qué diablos es eso…?”

    Horlanta no respondió, pero el payaso no necesitó la contestación. El tornado estaba ya muy cerca y las visiones que se presentaban frente a sus atónitos ojos eran explicación suficiente.

    En el interior de la tormenta, los fuertes vientos llevaban a cabo un complejo acomodo. En el centro, los granos de arena no eran arrastrados arbitrariamente en círculos, sino que subían y bajaban con rapidez para tomar un lugar determinado enmedio del alboroto, y aunque a su alrededor seguían revolviéndose caóticamente partículas de polvo, se mantenían en su sitio y poco a poco construían una figura. Zonzo se maravilló al notar esta formación.

    “¿Un ángel?” Volteó a ver a Horlanta, que sonreía y asentía con la cabeza.

    Esta era una de las partes favoritas de la mujer.

    Zonzo volvió la mirada, pero el enorme tornado angelical ya no estaba. “¿Qué le pasó? Horlanta…” Había un tono de temor en su voz, mezclado con una clara decepción. “¿Se fue? ¿Qué sucedió…?”

    Horlanta levantó la mano para callar al payaso.

    “Ahí.”

    Zonzo siguió la mirada de la mujer. El querubín subía a pie por la ladera del cerro. Con una facilidad sorprendente avanzaba por entre rocas y troncos tumbados sin sufrir siquiera un tropezón. La toga blanca que cubría su cuerpo no se atoraba con las ramas que la tocaban, ni se ensuciaba con la tierra en la que era arrastrada. El cabello rubio del ángel no se despeinaba; ni una gota de sudor brillaba en su taciturno rostro. Sus imponentes alas emplumadas se encogían para no topar con las ramas que se atravesaban a su paso. En unos minutos llegó a la cima, se detuvo, y contempló fijamente al espíritu del payaso.

    “¿Quién eres?” Zonzo interrogó con nerviosismo al serafín.

    “Es uno de los Pricopompos.” Era Horlanta la que contestaba, pues el ángel permanecía quieto y en silencio. “Vino por ti.”

    Como si hubiera esperado estas palabras, el Pricopompo alzó el brazo y le ofreció la mano a Zonzo, quien dio un paso hacia atrás.

    “Pero… pero yo no puedo irme…” Trataba de explicarle al ángel, pero éste parecía no escuchar. “Dile tú, Horlanta”

    “No tiene caso.” La mujer se acercaba con arrogancia al alado personaje.

    “Estos tontos, además de ser mudos, son sordos. Y, debo añadir, muy fáciles de matar.”

    Dicho esto, y sin darle tiempo de actuar, Horlanta sacó de entre sus ropas una larga navaja curva y con ferocidad la encajó en el vientre del Pricopompo. El abrió la boca para dar un alarido, pero sus atrofiadas cuerdas vocales no emitieron sonido alguno. Manoteó con desesperación, tratando de parar a su agresora. Ella giró hacia un lado el cuchillo y lo empujó con fuerza para arriba, abriendo una mortal herida a lo largo del pecho de su víctima.

    Ante los desconcertados ojos de Zonzo, el querubín cayó de espaldas y rodó algunos metros por la pendiente del monte, dejando por el camino rastros de su plumaje blanco. Su cuerpo se detuvo al chocar con un arbusto y quedó inmóvil.

    Horlanta se agachó y se sentó sobre un montón de hierba. Respiraba agitadamente y su corazón palpitaba con rapidez. Bajó la cabeza y cerró los ojos.

    “Ahí tienes. Eres… eres un alma libre ahora.” La mujer hablaba entre jadeos y boqueadas. “Y nadie… nadie más puede venir a reclamarla.”

    “Te amo.”

    Horlanta no levantó la vista. Sólo sonrió al escuchar a Zonzo. Ella también lo amaba. Hacía un par de años que se había unido a la caravana del Circo de los Hermanos Darwin para viajar como la Gran Madame Horlanta, lectora de futuros y adivinadora de fortunas. Un buen día el malhumorado payaso entró a su tienda, y ella se guió en las líneas de su mano para predecirle un extraño futuro. Días más tarde se dio cuenta de su enamoramiento, cosa que no había previsto.

    Por eso ayudó a Zonzo. Por eso lo entrenó en los Ensayos y lo vigiló durante las prácticas: ahora vivirían su amor con plenitud, toda la eternidad.

    “Yo también te amo, Manuel.” Llamó al payaso con el nombre que sólo ella utilizaba. “Ahora debemos encontrarte un nuevo cuerpo.”

    Comenzó a ponerse de pie y sus ojos encontraron al rostro de Zonzo, quien sonreía con extrañeza. Su maquillaje acentuaba su expresión y la hacía más inquietante.

    “¿Qué?” Horlanta mostraba algo de preocupación.

    “Oh, nada. Es sólo que…” El payaso se puso serio al comenzar a explicar.

    “He estado pensando en nuestra relación, Horlanta y…”

    “¡¿Qué?!” Ahora de verdad estaba angustiada.

    “Pues es que… no creo que pueda funcionar con…”

    “No te entiendo…”

    “Con el inmenso poder que voy a tener ahora y todo…”

    “¿De qué estás hablando?”

    La sonrisa del payaso regresó a su rostro. “Ya verás.”

    Zonzo empezó a trotar entonces en dirección al cuerpo caído del ángel Pricopompo.

    “¡No!” Horlanta comenzó a ponerse de pie.

    Pero era demasiado tarde. De unos cuantos pasos el payaso llegó al cadáver del querubín y sin titubear saltó encima de él. Como un líquido al ser vertido a un contenedor, el espíritu de Zonzo escurrió hacia abajo y entró por la apertura en el tórax del ángel.

    Horlanta, que venía por la ladera, se detuvo. Respiró hondo y se acercó con cautela al cuerpo alado. No había señal alguna de vida; el rostro del Pricopompo mantenía el aspecto de indiferencia sombría que siempre había tenido.

    La adivinadora observó unos instantes el cadáver y luego miró hacia la silla donde aún estaba sentado el cuerpo inerte de su amado. Se mordió con fuerza el labio inferior para sofocar el grito de dolor que subía por su garganta. Acababa de perder su última oportunidad de ser feliz; jamás podría volver a amar. ¿Por qué las cartas no le habían advertido? ¿Por qué la esfera se había mostrado ignorante? Al morir el Pricopompo, había caído también Cupido.

    Estaba a punto de romper en llanto, cuando oyó el sacudirse de algunas hojas. Volteó con sobresalto y frente a ella descubrió al Pricopompo, de pie y observándola con una familiar sonrisa en la boca. Separó los labios para hablar, pero de súbito su expresión seráfica se volvió de nuevo parca y seria. Sus piernas comenzaron a sacudirse levemente, el tremor acrecentándose al extenderse al resto del cuerpo hasta que su cabeza se agitaba con violencia de lado a lado.

    Horlanta trastabilló hacia atrás. Presenciaba un espectáculo que sus ojos nunca antes vieron.

    Era como si el alma de Zonzo recordara la apariencia anatómica que tenía. Las memorias se manifestaban ahora en el cuerpo del ángel como artistas que esculpen y moldean una masa de barro. La piel del Pricopompo se estiraba y jalaba para todas partes, en unas zonas rompiéndose y en otras uniéndose a cachos distintos. La nariz se alargaba para los lados y se inflaba al tiempo que tomaba un color rojizo; el resto de la cara palidecía hasta tornarse casi blanca. Todo el pelo se cayó a mechones de la cabeza y nuevos cabellos pelirrojos salieron en su lugar. Después el espíritu recordó la vestimenta del payaso que había sido. Las túnicas que vestían al ángel se tiñeron de un color lila y algunas líneas amarillas aparecieron en la tela.

    Entonces todo paró. El brazo izquierdo se sacudió un par de veces más y quedó colgando a un costado. Zonzo parpadeó varias veces y luego examinó su cuerpo.

    Un ataque de furia lo invadió al darse cuenta del color de su ropa. Se llevó ambas manos al rostro y comenzó a tocarlo por doquier. Gritó con desquicio al sentir su nariz: ahí estaba de nuevo la grotesca bola que juró nunca más volver a usar. La agarró en un puño e intentó separarla a tirones del resto de su fisonomía. Pero la nariz no cedió: era parte ya del tejido facial que la sostenía. Adolorido, Zonzo la frotó con la palma de su mano y se dirigió a Horlanta, quien a menos de un metro lo miraba boquiabierta.

    “¿Qué es esto, mujer?” La tomó del antebrazo. “Tú dijiste que iba a tener otro cuerpo. ¿Qué demonios es esto?” Apuntó a su nariz. “¡¿Eh? Contéstame!”

    “No debiste…” Horlanta hablaba con los dientes apretados.

    “¡Cállate!”

    Zonzo torció el brazo de la adivinadora hacia atrás y dio vuelta. Se escuchó un crujido y la mujer gimió casi en silencio. El payaso soltó la extremidad rota. Levantó su pierna y la bajó con toda su fuerza para patear la espinilla. Allí también hubo un tronido y Horlanta se desplomó al piso con un quejido.

    “Detente… Manuel, ya no…” Imploraba entre lloriqueos. Zonzo agarró un mechón del largo cabello de la mujer y jaló para ponerla de pie. Acercó su rostro al de ella.

    “Me engañaste.”

    “Por favor… te quiero. Podemos intentarlo de nuevo…”

    “No lo creo.” Zonzo forzó una terrible sonrisa.

    “Te juro…”

    No la dejó terminar. Con su mano libre giró la cabeza de la mujer a la derecha. Luego volvió con más fuerza a la izquierda. Ella dejó escapar un último respiro y su cabeza quedó colgando hacia el frente.

    Zonzo la soltó para dejarla caer al suelo. El rostro de la mujer, después de golpear la tierra, levantó una pequeña nube de polvo, y ya no se movió. A pesar de que sus ojos quedaron abiertos, no vieron al payaso alado convertirse en una ráfaga de aire y salir revoloteando hacia La Guarda. En el pueblo, este segundo remolino sí fue notado. Muchas ventanas se rompieron al ser golpeadas por las tejas que eran desacomodadas de varios techos. Una decena de árboles y arbustos se arrancaron de raíz y rodaron por los aires para destruir semáforos, anuncios y aparadores. Dos niños fueron sorprendidos enmedio de su diversión y arrebatados de su juego, levantados y estrellados contra un muro, muertos al instante. Después de un rato la tormenta se alejó y desapareció en el horizonte.

    Clemente Lamarco salía de su camper molesto. Nada estaba saliendo bien ese día: el tornado que había azotado tan de sorpresa al pueblo de La Guarda disminuyó considerablemente la venta de entradas para las funciones de la tarde. Al parecer, los ventarrones se llevaron el deseo de diversión de muchas personas. Ahora eran casi las ocho de la noche y la poca gente que asistió estaba lista para disfrutar de la última función. Sin embargo, dos miembros del espectáculo aún no aparecían. Uno era parte del número cómico y fácilmente reemplazable; la otra era la gitana que al azar escogía gente del público para leerles la fortuna.

    Lamarco se detuvo afuera de su camerino, se enderezó y acomodó su saco. Garraspeó, se sobó la garganta, y se dirigió a la casa rodante de su payaso ausente, Zonzo. En el camino hacía cuentas. Desde que los antiguos dueños del circo, Gabriel y Federico Darwin, fallecieron, él estaba a cargo de las finanzas. Esperaba poder recuperar mañana las pérdidas que sufriría esa noche.

    El administrador se paró a unos metros del camper de Zonzo. Todas las luces estaban apagadas. Maldiciendo, se acercó con pasos grandes a la puerta y la golpeó tres veces. No hubo respuesta. Tocó un par de veces más y esperó unos segundos. Nada.

    Los elefantes, inquietos, empezaron a moverse ruidosamente. Lamarco se encogió de hombros y dio media vuelta para ir en busca de Madame Horlanta. Dio cuatro pasos y se detuvo. Alguien se aproximaba. Medio cerró los ojos para identificarlo, pero el extraño ocultaba sus facciones entre sombras.

    “¿Me buscabas?”

    Era Zonzo. Lamarco frunció el ceño al escuchar la tonta pregunta. Estas no eran horas de llegar.

    “¿Dónde has estado? Te perdiste de dos funciones, y llegas tarde a la tercera…”

    “Clemente, discúlpame. Estaba… estaba un poco ocupado.”

    Lamarco aspiró hondamente y miró su reloj.

    “Bueno, arréglate. Luego hablamos.” Se disponía a regresar a su camper, cuando recordó algo. “¡Ah! ¿No has visto a Horlanta.”

    “Oh, sí.”

    El administrador sonrió aliviado al oír esto. “¿Está ella aquí?”

    Zonzo dio un paso y se apartó de la oscuridad. Los focos que alumbraban los perímetros del campamento dieron a su sonrisa una lúgubre apariencia.

    “Me temo, Clemente, que ella no va a poder presentarse esta noche.”

    Dicho esto, Zonzo levantó los brazos y dos enormes alas blancas se desdoblaron atrás de él. Lamarco comenzó a toser. Los tosidos del administrador se volvieron gritos apenas discernibles enmedio del escándalo que hacían los paquidermos.

    Los demás animales también estaban nerviosos. Los tigres y el leopardo se paseaban de un extremo al otro de sus reducidas jaulas con la cola entre las patas. Los perros acróbatas no paraban de gruñir ni los caballos de relinchar, y Bobo, el chimpancé comediante, estaba arrinconado en su jaula, cubriéndose el rostro con los brazos. Su cuidador veía esto con desconcierto y preocupación. Le ofrecía una mandarina al simio, cuando escuchó pasos detrás de él. Soltó la fruta y volteó en dirección al ruido.

    “¡Zonzo!”

    El payaso se detuvo y miró al veterinario.

    “¿Dónde te habías metido?” Continuó el animalero. “Lamarco te ha buscado como loco.”

    El maquillado cómico sonrió, se encogió de hombros, y desapareció en dirección al camerino de Madame Horlanta.

    Una vez dentro, aseguró la puerta del vehículo y se acercó al espejo. El maquillaje estaba medio despintado alrededor de los ojos y debajo de la nariz. Los mechones de pelo naranja se veían desaliñados y polvosos, y la sonrisa pintada en su rostro daba a notar su falsedad.

    “Realmente eras horrible.” Horlanta se cacheteó las mejillas al observar su nuevo reflejo en el cristal. “No sé qué pude ver en ti.”

    La adivinadora se echó para atrás y dejó caer su recién adquirido cuerpo sobre la cama. Estaba cansada. Su alma había despertado horas después del vicioso ataque de Zonzo para hallar su cuerpo inservible y se había visto obligada a tomar el que ahora poseía. Entonces bajó a toda prisa del Monte Victoria, pues debía terminar con el asunto que dejó pendiente allá arriba. Sin duda Zonzo tendría preparada una gran función.

    Y vaya que sería un espectáculo formidable. Era una verdadera lástima que la audiencia esa noche fuera tan reducida. Zonzo, en su camino a la carpa principal, notaba el poco movimiento que había. A diferencia de anteriores ocasiones en las que las explanadas ardían con el bullicio de niños que corrían, vendedores que gritaban y hombres que trataban de impresionar a sus acompañantes, el circo hoy estaba prácticamente vacío.

    Pero eso no importaba. Con o sin público, el nombre de los hermanos Darwin sería recordado por siempre como el principio del fin del circo mundial. Ahora comenzaría el efecto dominó que iría derribando carpas y lonas una a una. Los vientos del Sur y del Norte se encontrarían y aliarían con las corrientes del Oriente y Poniente. Juntos, Zonzo y sus cuatro cómplices cardinales emprenderían su camino de devastación.

    Después del circo de los Darwin seguirían su apocalíptica búsqueda.

    Donde escucharan música de acordeón se detendrían; en dondequiera que vieran tiendas de colores, juegos mecánicos o luces de feria, pararían.

    Y luego de viajar por todo el mundo, y para evitar el aburrimiento, iniciarían otra gira en la que visitarían, sin excepción alguna, cada uno de los pueblos, aldeas y ciudades que alguna vez recibieran a un circo. Y no habría modo de detenerlos. Después de todo, el aire podía circular libremente por el planeta.

    Zonzo se detuvo frente a la serie de jaulas que flanqueaban un costado de la carpa.

    “No se preocupen.” Les hablaba a los animales. “Pronto van a ser libres. Todos lo seremos.” Soltó unas risillas nerviosas y siguió su marcha.

    Madame Horlanta salió entonces de atrás del enrejado que guardaba a Bobo el chimpancé y esperó a que el alado payaso se perdiera en la oscuridad. Todavía estaba vestida con la colorida ropa del comediante, e inexpertamente había retocado el maquillaje.

    Acarició con ternura la cabeza del asustado mono con una enguantada mano y se llevó la otra al bolsillo de sus bombachos pantalones. Sus dedos se movieron con ansia en el interior de la bolsa para finalmente producir una pequeña daga de doble filo.

    Sujetó al adormilado chimpancé contra los barrotes y con un rápido movimiento de muñeca pasó la navaja por su garganta. El animal lanzó un agudo y espeluznante sonido gutural y con desquicio comenzó a rasguñar con furia los brazos de Horlanta. La sangre que produjo con sus uñas se confundió con la que salpicaba por su cuello. Después de unas pataletas soltó su cuerpo y quedó recargado contra la reja, sentado en un charco de líquido escarlata.

    Horlanta se hizo para atrás y esperó. Un poco de luz rebotaba sobre las franjas de tela amarilla que adornaban la carpa y se reflejaban sobre el rojizo pelambre del animal degollado. Horlanta estaba impaciente. De pronto, algo comenzó a moverse en el interior del cuerpo de Bobo, hinchándole el pecho.

    Pasaron algunos largos segundos y súbitamente el chimpancé pareció estallar. Trozos de carne rosada y mechones de pelo salieron volando hasta el otro lado de la jaula. En el momento en que tocaron el piso se levantaron de nuevo en el aire para formar una réplica exacta del organismo que los expulsó.

    Horlanta miró al espíritu animal y luego al otro lado. Ahí estaba todavía el inmóvil cadáver, intacto y en una pieza en donde ella lo había dejado. El fantasma de Bobo inclinó su cabeza hacia un lado y lanzó una mirada acusadora al payaso. Horlanta sonrió y metió la mano de nuevo a su pantalón. Esta vez no sacó un arma, sino un puñado de cacahuates que ofreció al mono. Bobo estiró la mano, pero Horlanta sacudió la cabeza y guardó la comida de nuevo. Tenía poco tiempo antes de que algún Pricopompo viniera a reclamar el alma del primate.

    Empezó a caminar hacia la entrada de la tienda. Bobo la siguió con la mirada y comenzó a chillar. Levantó y cerró su puño alrededor de una de las barras metálicas que conformaban su cárcel. Para su sorpresa, no pudo sentir el frío del hierro. Recogió su mano sorprendido y con curiosidad se acercó al enrejado. Entonces paseó su brazo horizontalmente de un lado al otro. No hubo nada que le estorbara. La reja aún estaba ahí, pero había perdido el poder para detenerlo.

    El chimpancé saltó de gusto y salió en persecución del payaso de los cacahuates.

    En la pista central los trapecistas terminaban su número. Como siempre, habían fingido una caída para emocionar al público, pero a pesar del peligroso truco los aplausos fueron escasos.

    Los perros saltarines se anunciaron enseguida, pero en su lugar ocupó la pista un extraño payaso con alas, seguramente fabricadas a base de engrudo y plumas de ganso. Varios infantes rieron al ver lo ridículo de su aspecto. Pero a Zonzo esto no le molestó. Estaba bien que se burlaran: nunca lo volverían a hacer. El payaso trotó feliz y brincó hasta el centro de la arena. Luces de diferentes colores eran dirigidas hacia él y pintaban sus plumas como arco iris. Entrecerró los ojos para ver mejor y estudió la gradería; apenas treinta personas estaban ahí.

    No importaba. Le serviría como ensayo para cosas más grandes.

    Con esto en mente, cerró los párpados y levantó los brazos. Varias expresiones de asombró se escucharon al formarse dos chiflones de aire alrededor de Zonzo. La paja que cubría el suelo se levantó y flotó a unos centímetros del piso.

    “¡Alto!”

    Zonzo perdió concentración con aquel grito y giró en busca del atrevido distractor. A la entrada de la carpa estaba otro payaso. Zonzo quedó congelado al reconocer a su antigua imagen ahí parada.

    “¿Q-qué dia-diablos…?” Comenzó a tartamudear.

    “Hola, Manuel.”

    Zonzo frunció el ceño al escuchar ese nombre. “¿Hor-lanta?”

    En son de burla, Horlanta separó los brazos para mostrarse mejor. “¿Aún me amas, querido?”

    Zonzo soltó unas fuertes carcajadas. Sus alas vibraban mientras se retorcía.

    “Estás enferma, mujer.” Hablaba entre risas.

    “Ya somos dos.”

    El payaso puso una exagerada cara de seriedad y miró con lástima a su otro yo. Detrás de la mujer disfrazada entró Bobo el chimpancé. Olfateó el aire y miró confundido de uno al otro, tratando de adivinar cuál de los dos escondía el premio.

    “No te apures, Horlanta.” El payaso alado hablaba con un falso tono paternal. “Pronto sólo voy a ser yo.”

    Avanzó un poco hacia la adivinadora, pero se detuvo al ver que ella se llevaba el puño al bolsillo. Sabía lo que eso significaba y no estaba dispuesto a arriesgarse.

    Horlanta sonrió traviesa y sacó la mano de entre la tela. La abrió y enseñó un puñado de maníes. Zonzo los vio y dejó escapar una risotada. “¿Cacahuates?” Reinició su avance. “Definitivamente estás enloqueciendo.” Bobo también descubrió la comida y dio saltos de gusto, estirando la mano para intentar arrebatarla. Horlanta apretó el puño, echó el brazo hacia atrás y con fuerza arrojó los cacahuates en dirección al ya muy próximo Zonzo. El chimpancé siguió el movimiento y también se lanzó tras los maníes.

    Sorprendido, Zonzo se cubrió el rostro con un brazo para protegerse del salto del mono. Los cacahuates rebotaron en su pecho y cayeron al suelo. Bobo no pudo detenerse, pero no se produjo ningún choque. Al igual que los barrotes de la jaula, el cuerpo de Zonzo no frenó al animal. Su alma pasó a través de la piel del payaso y se perdió dentro. Dos gritos resonaron como uno sólo en ese momento: el de Zonzo y el del recién llegado chimpancé. El payaso cayó de rodillas, y apretándose el estómago, se desplomó de bruces sobre la paja. Horlanta comenzó a llorar. Unas lágrimas eran de alivio y otras de tristeza. Unas más eran de emoción al escuchar los aplausos y silbidos que el público le regalaba. El espíritu de Bobo, inquieto, inició el reordenamiento de moléculas. La gente se puso de pie; presenciaba la mejor función circense de su vida y estaba agradecida.

    Desde ese día la popularidad del Circo de los Hermanos Darwin se vio acrecentada. En cada localidad que se presentaba era un éxito total: las filas de personas que iban a comprar boletos eran inmensas y se hacían más largas conforme se visitaban nuevos lugares. Todo el mundo esperaba con ansia la fecha en que la caravana arribaría a su pueblo.

    Junto al mago y los trapecistas, entre los payasos y los acróbatas que acompañaban a las fieras y a sus domadores, el circo ofrecía una nueva y asombrosa atracción. Nadie quería perderse de ver a Bonzo, el Fabuloso Chimpancé Emplumado.

    Publicación November 13, 2020
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