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    Alucinación

    Alucinación

    Autor: Raul Bonilla.

    “…La sed está en los ríos del cuerpo.
    Los ríos arden, pero no se mueven.
    La carne ¿será la carne?
    yace debajo de una piedra recalentada.
    La lava se elevaba en los campos consumidos
    por el fuego…”
    Norman Mailer
    Noches de la antigüedad
    Ya sabes lo que tienes que hacer.

    Con estas palabras Mario Bissacia había dictado la sentencia de muerte de Antonio Trapani, apodado Slick Trapani, por andar haciendo de casanova con la mujer del hombre equivocado. El encargado de la ejecución, Franco Caprioli, era la mano derecha de Bissacia; un matón de cara cortada y flor en el hojal. Lo iba a matar esa misma noche en el Club Tirreno, propiedad de Slick Trapani. Entraría por la puerta delantera, iría directamente a la mesa donde Trapani se sentaba todas las noches, le volaría la tapa de los sesos, y saldría por donde había entrado. Todo sin decir palabra y sin hacer sonido al caminar.

    Estaban rodando una película sobre la mafia en Nueva York y el papel principal del matón era interpretado por Craig Stone, un actor que había conocido mejores tiempos y que tras una larga ausencia intentaba resurgir, recurriendo al viejo truco de interpretar un papel dramático para ganar el favor de la crítica. Se había sometido a cirugía plástica para lucir una cara sin arrugas y un cuerpo sin barriga, e incluso había vuelto a tomar clases de actuación; y sin embargo lo que había hecho que Craig volviera a trabajar después de tantos años era un secreto que pretendía llevarse consigo a la tumba: en una de esas tantas fiestas privadas de Hollywood, Craig había estado a solas con dos de los productores, en un mismo cuarto, a un mismo tiempo.

    Gracias a su amiga de toda la vida, la heroína, esto había sido posible. Desde que empezó a rodar, tres semanas atrás, la había estado consumiendo menos que de costumbre, para que no le pasara lo mismo que le había sucedido en su último proyecto: tenía una sobredosis todas las semanas y no se pudo filmar ni un metro de película. Pero ese día, en el que filmarían la escena de la ejecución, a Craig le entró una desesperación muy grande y no pudo aguantarse. Fue a la casa de un amigo, quien lo convenció a que probara una sustancia nueva que tenía, que le describió como “el lado oscuro de la luna”, y se la vendió a una suma irrisoria. Craig tomó el paquete y manejó a toda velocidad al restaurante donde se filmaría la escena. El asistente de producción le dijo algo señalando el reloj y le entregó su vestuario. Craig se encerró en la vagoneta que le habían proporcionado como camerino y dispersó la sustancia sobre un pequeño espejo. Con una tarjeta de crédito la dispuso en delgadas líneas, las cuales inhaló una a una por medio de un pequeño carrizo, mientras le temblaban las manos.

    Craig escuchó que lo llamaban a escena y se apresuró a cambiarse. Salió con los ojos llorosos y la nariz roja, aspirando fuertemente. Todo el mundo se veía ofuscado. Cada quien se concentraba en lo suyo de mala gana, bruscamente, en silencio. El director y el camarógrafo discutían la escena con la ayuda de unas anotaciones y el libreto. Ambos se le quedaron viendo cuando se presentó, y antes que Craig pudiera decir algo, el director lo mandó a maquillaje, a que le pusieran la falsa cicatriz en la mejilla izquierda. Mientras se dirigía allá, Craig volteó y vio que el director proseguía la charla con el camarógrafo meneando la cabeza. Hecho esto, hicieron un ensayo de la toma y se hicieron unos ajustes con la iluminación. Luego hicieron otro ensayo a petición del camarógrafo, y por último procedieron a filmar.

    La escena de la ejecución iba a ser una sola toma: empezaba en el auto, con Craig al volante y el camarógrafo en la parte de atrás. Craig se bajaba y cruzaba la calle. El camarógrafo lo seguiría de cerca, colocando la cámara casi sobre su hombro, emulando de ese modo el punto de vista del asesino. Cuando Craig entrara al restaurante, el camarógrafo se detendría en la entrada y filmaría desde la calle, detrás del vidrio de la puerta. La escena concluiría cuando Slick Trapani caería al suelo, con una bala entre los ojos. Al llegar al momento en el que Craig le disparó al actor que interpretaba a Slick Trapani, algo extraño ocurrió. El pequeño dispositivo que simulaba el impacto de la bala no estalló donde se suponía. Lo hizo en el cuello, donde Craig apuntó. Y el actor, en vez de irse para atrás, se fue de lado, y no en el suelo, sino en el regazo de una mujer que se sentaba a su lado. Entonces ocurrió la más extraño: la mujer pegó un grito y uno de los ocupantes de la mesa sacó un revolver e hirió a Craig en el hombro. Craig se mantuvo en vilo un segundo, el cual aprovechó para mirar a su agresor, totalmente confundido; luego se derrumbó. Lo siguiente que supo fue que lo estaban sacando del restaurante en camilla. Afuera no estaba el equipo de producción. En su lugar había una multitud de curiosos, cámaras de televisión y la policía. De camino al hospital, Craig se sintió más lúcido y preguntó qué estaba pasando. Un policía que se había ido con él en la ambulancia le respondió: Que le metiste un tiro a Slick Trapani, bastardo.

    Craig cerró los ojos y dio un respiro suavemente. Hasta respirar resultaba doloroso. Pasado un rato, logró mascullar: Yo no le he metido un tiro a nadie…

    El policía tomó sus palabras con sarcasmo. Luego de reír entre dientes, le dijo que no le viniera con eso.

    En el hospital, mientras le enyesaban el brazo, le dieron la noticia de que Slick Trapani había muerto en ese mismo piso, a unos cuantos metros de ahí, a raíz de lo que un médico describió como “un tiro limpio a la yugular”. Por ello, Craig sería acusado de asesinato en primer grado. Les digo que yo no he hecho nada Estaba empapado en sudor. Estábamos filmando una película.

    El detective que se haría cargo de la investigación hizo un mohín y miró a otro lado. La enfermera parpadeó nerviosamente y se concentró en el vendaje. Una hora más tarde, en la jefatura, nada había cambiado.

    Craig, frente al detective y otros dos hombres en la sala de interrogatorios, insistía en que estaba en la filmación de una película y que al hombre que le disparó era un actor. Uno de los hombres rió al escucharlo. El detective lo tomó a la ligera. Había escuchado toda clase de tonterías en esa sala y una más no lo sorprendería. Todos los criminales le resultaban un tanto infantiles. Con toda calma, le preguntó a Craig sobre las actividades de Mario Bissacia y si estaba dispuesto a declarar en su contra. Craig siguió hablando sobre la película por un buen rato y luego les habló de sus filmes anteriores. Tenían más de una hora de andar en ese predicamento, cuando el detective, que se había quitado saco y corbata, y se había remangado la camisa; que también estaba empapado en sudor y también era de origen italiano, perdió la paciencia y levantó a Craig por las solapas. Con una mirada fulminante, le dijo algo en italiano de lo que Craig no entendió no pizca, pero que se oyó muy feo. Los dos hombres intervinieron y los separaron. El detective se lavó el sudor del rostro y se excusó, rumiando la rabia. De esa forma terminó el interrogatorio.

    A Craig se lo llevaron a una celda aislada, según ordenes del detective. Antes de salir de la sala, Craig escuchó a uno de los hombres decir:
    Ya veras que va a colaborar. No tiene salida.

    La celda era un cuadrado perfecto. Las paredes, el techo y el suelo tenían el mismo color: blanco hueso. Estaba limpia y muy bien iluminada; en frente había una exactamente igual, desocupada. Craig permaneció ahí durante el resto del día, rodeado del más absoluto silencio. Cada vez que el guardia hacía su ronda, lo descubría hablando solo. Le oía decir cosas como:
    Una alucinación… Eso debe ser pero en cuanto Craig se percataba de la presencia del guardia, callaba.

    No fue sino hasta el día siguiente, cuando se le pasó el efecto de la droga, cuando se alarmó por lo que estaba pasando. Buscando un cómo o un por qué, terminó buscando algo que tirar a los barrotes para poder salir de ahí, nada más para volver a drogarse. A las tres de la tarde lo llevaron de vuelta a la sala de interrogatorios, donde lo esperaban el detective y los otros dos hombres, junto con su abogado. Este le había hecho una visita el día anterior y le advirtió que lo mejor que podía hacer era llegar a un acuerdo con el fiscal de distrito, o de lo contrario le esperaban de veinticinco a treinta años de cárcel. Craig no le había prestado atención entonces y ahora no sabía qué hacer. El detective lo seguía presionando para que atestiguase. Le recordó que Bissacia lo había abandonado y apostó a que ya había ordenado que lo mataran. Su abogado no hacía otra cosa que repetir lo que decía el detective, instándolo a que entrara al programa de protección a testigos, como su mejor alternativa.

    No tienes nada que perder le dijo desde el otro lado de la rústica mesa, limpiando sus lentes.

    Craig se sintió exhausto. Tuvo la urgencia de cerrar los ojos y olvidarse que había un mundo de problemas que le caía encima. Escrutó a su abogado con la certeza que lo que le decía era algo que repetía día tras día a una persona distinta. El detective nada más estaba interesado en que hiciera lo que él quería. Los otros dos hombres no habían abierto la boca ni por accidente.

    Craig apretó el puño y lo oprimió contra su boca; decidió colaborar. Pero guardó silencio cuando estuvo a punto de hablar. Se reservó las palabras para si mismo un momento más y le echó una mirada directo a los ojos al abogado y al detective antes de decirles, con un aire de confianza, desafío y burla un aire de mafioso, que aceptaba.

    A esas palabras le siguieron la orden de corte de director, que de repente estaba a unos cuantos metros de Craig junto con la cámara y la iluminación, como si hubiera estado ahí desde siempre. El personal del equipo de producción pululó la sala, que ahora resultaba que era un plató, y los actores cambiaron de personalidad y se retiraron a sus camarines. La filmación había terminando por ese día, pero Craig pareció no haberse dado cuenta. Se quedó sentado en la silla, muy callado, hasta que el encargado de la limpieza le avisó que iban a cerrar. Craig peló los ojos y forzó una sonrisa demencial, tras lo cual salió corriendo. Cuando la puerta de la salida se cerró tras de él, al encargado le pareció escuchar la cadencia de una risa nerviosa.

    Por los próximos tres días Craig no dio señales de vida. Los productores contactaron a su representante y este se dedicó a buscarlo por los tugurios que frecuentaba. Dos días después lo encontró en las noticias de las seis, mirando fijamente desde un fotografía a un costado de la pantalla, mientras la reportera informaba que tres personas habían sido llevadas de emergencia a un hospital en las afueras de la ciudad, luego de haber sido encontradas inconscientes en un cuarto de hotel, en el grado más alto de intoxicación. Una de esas personas era Craig. El otro era el hijo de un senador. La otra al parecer era una bailarina, que estaba en coma.

    La bailarina murió a la semana sin que nadie reclamara el cuerpo. El hijo del senador anunció públicamente que se sometería a una terapia de rehabilitación y luego desapareció de la faz de la tierra. Craig fue dado de alta dos semanas después. El no se iba a someter a ningún tratamiento. Muerto de miedo y bajo la amenaza de una demanda judicial, se presentó el lunes a primera hora en el estudio para filmar la siguiente escena. Se hicieron los ajustes usuales, la claqueta mordió el aire, el director dio la orden de acción y Craig siguió al pie de la letra lo que estipulaba el libreto, excepto que lo hizo mirando directamente a la cámara. El director detuvo la escena, le llamó la atención y repitieron. Pero Craig lo hizo de nuevo. El director paró la escena, le volvió a llamar la atención y repitieron. Craig lo hizo de nuevo. Y no sólo lo hizo a la tercera, también a la cuarta, a la quinta y las siguientes. Llegada la hora de almuerzo, el director dijo que nadie se movería de donde estaba hasta que se filmase la condenada escena. Craig tragó saliva y asumió su puesto, muy pensativo, sin atreverse a mirar a nadie. Por enésima vez, la orden de acción impuso silencio en el estudio y pareció, por un instante, que Craig estaba a punto de perder el juicio.

    ( El detective dejó traslucir una sonrisa socarrona mientras el abogado procedió a explicarle a Craig los términos a los que se ajustaría el acuerdo con el fiscal. La cámara y el equipo de producción estaban a un costado de la mesa, y Craig, a base de un gran esfuerzo, escuchaba al abogado y, con el rabillo del ojo, no los perdía de vista. Pero al final de la escena Craig tenía que levantarse y salir de la sala de interrogatorios escoltado por los otros dos hombres, y hacer ello requería dar completamente la espalda a la cámara. Este momento llegó mucho antes de lo esperado. El abogado anunció que contactaría al fiscal, el detective le ordenó a los otros dos hombres a que acompañaran a Craig de vuelta a su celda y que prepararan los papeles para una declaración firmada. Craig echó la silla para atrás y se levantó lo más lentamente posible; mientras se dirigía a la puerta mantuvo la cabeza lo más ladeada posible, de modo que aún pudiera percibir algo detrás suyo. De nada sirvió: uno de los hombres se interpuso y no le dejó ver nada, y Craig tuvo que avanzar los pocos pasos que le restaban confiando de que él aún era él y que seguiría siendo él.

    Más allá de la puerta no encontró el largo pasillo verde y las luces mortecinas colgando del techo resquebrajado. Lo que había era una pared gris y una serie de cajas que contenían parte de la utilería empleada en otro escenario. La orden de corte del director le llegó a sus espaldas y con esta una alegría inmensa que no pudo compartir con nadie. Todo había sido un caso de locura temporal.

    En las siguientes semanas la producción recibió una cantidad increíble de atención a raíz del incidente en el cuarto de hotel. El nombre de Craig Stone estaba en boca de todo el mundo y sus fotografías proliferaban en las revistas y los programas de televisión. Hordas de adolescentes que no eran más que unos bebes en los tiempos que Craig había sido famoso, lo declaraban su actor favorito, ya que lo habían escuchado nombrar tanto que tenía que ser una gran estrella, ¿verdad?

    El senador, que creía que su carrera había llegado a su fin, resultó reelecto y en el discurso por la victoria habló sobre el deber de la juventud de construir un mejor mañana, mismo que fue repetido por las cadenas noticiosas de todo el país. Y Craig, ahora que la fortuna le volvía a sonreír, seguía drogándose de lo lindo, porque mientras gozara del privilegio de ser la envidia de todo el mundo, no tenía por qué preocuparse: la fama lo arregla todo. Para filmar lo que sería la etapa final de la película, la producción fue llevada a una callejuela de un barrio cualquiera en otro estado. En una de sus casas Craig permanecería oculto hasta el día en que presentara su declaración en el juicio que se llevaba en contra de Mario Bissacia. La primera toma consistía en Craig bajándose de un auto junto al detective y los otros dos hombres, a altas horas de la noche, y caminando a la casa, un pequeño chalet de dos pisos. A medio camino iban a ser emboscados por los hombres de Bissacia y se armaría un tiroteo, cuyo resultado escapaba de la memoria de Craig, al igual que sus detalles. Uno de los hombres llevaría bajo el brazo un periódico ficticio donde estaba impresa en primera plana la noticia de la fuga de Bissacia veinticuatro horas antes. Craig llevaría el cabello teñido de rubio, barba postiza, lentes, corte de cabello nuevo, y el resto de su persona estaría sumergida tras un grueso abrigo gris que de a milagro dejaba ver sus zapatos. Empezaron a rodar a las ocho y media de la noche. Quince minutos antes había dejado de nevar.

    Se suponía que el tiroteo empezaría con un disparo hecho por un tirador apostado en una ventana al otro lado de la calle. La bala destrozaría el parabrisas de un auto estacionado, próximo a los cuatro hombres, y estos se echarían al suelo y buscarían refugio tras de él. No fue así como sucedió. Uno de los hombres, que a última hora se entrometió entre la muerte y Craig, recibió el impacto en la cabeza. La bala le entró por la frente, cerca de la sien, y le salió a un costado de la nuca. Los sesos del desgraciado salpicaron el rostro de Craig mientras la bala le pasaba zumbando por el oído e iba a dar en una cerca de madera.

    Todos se agacharon sin que el detective gritara “¡Al suelo!”, tal como indicaba el libreto. Craig, presintiendo lo que ocurría, se pasó la mano por el rostro y contemplo, horrorizado, la sangre en sus dedos. Se veía demasiado real. El detective y su compañero devolvieron el fuego, y esta acción fue acompañada por la respuesta de otros tiradores que emergieron de las sombras.

    Craig decidió levantarse y ver más allá del auto, donde debía estar la cámara. El detective lo agarró por el abrigo y lo jaló de vuelta al pavimento: más allá del auto no había sino calle. Craig decidió levantarse otra vez. A lo mejor si permanecía de pie las balas se volverían falsas, o acaso el director reaparecería en su silla; así las cosas volvería a ser como siempre. El detective, con un segundo jalón, lo arrancó de las balas que se le echaban encima y lo bañó de insultos. Craig peló los ojos y oprimió los labios en una mueca angustiosa. Le echó un vistazo al hombre que yacía en el frío, despatarrado, y, brincando la cerca de madera, echó a correr a la casa más cercana.

    Las balas lo acompañaron hasta la puerta de la entrada y una perforó el cristal de una ventana. Craig, protegido tras unos arbustos, se enrolló el abrigo en el puño y agrandó el hueco. Una segunda ráfaga terminó de romper el vidrio y Craig saltó dentro. Cayó en una sala de estar. Más allá, a un costado, en otro cuarto, estaba el comedor, y al otro lado, un estudio. En medio un pasillo que llevaba atrás, a la cocina, y a una escalera que llevaba a los cuartos superiores. En este pasillo Craig distinguió una forma humana que yacía en la oscuridad. Al arrastrarse a ella, descubrió que se trataba de alguien que había tomado el teléfono para llamar a la policía, pero antes de que pudiera hacerlo una bala perdida le entró por un ojo y lo mató al instante. Estaba en pijamas y aún sostenía el auricular en la mano. Craig lo tomó, lo apagó para restablecer la línea, y marcó las tres cifras del número de emergencias en sus botones luminosos. Justo antes que le contestaran llegó la policía y la balacera arreció.

    Craig se arrastró a la puerta de la cocina. Desde ahí la confrontación sonaba distante. Una sombra apareció tras la cortina que cubría el vidrio de la puerta. Hubo un disparo y el picaporte salió volando. Se abrió la puerta: era Mario Bissacia. Craig lo miró mientras él lo miraba de vuelta. Tenía el cañón apuntando directo a su persona. Jamás alcanzaría a evadir la bala. Eso sólo ocurría en las películas. Craig cerró los ojos y tragó saliva. Sentía al corazón palpitarle en las sienes.

    ¡Corte! dijo el director. Eso es todo. Mañana seguimos. Craig regresó al hotel, mezcló sus ultimas provisiones de narcóticos con alcohol y un par de pastillas para dormir y se echó a la cama. Al día siguiente se compró un revolver de cañón corto y al anochecer se lo llevó oculto a la filmación. Cuando estuvieron listos para rodar, Craig, lentamente, sin que nadie lo viera, cambio la posición de su mano derecha y se la llevó a la cintura. Debajo de la camisa, que llevaba por fuera, estaba el arma. Se había pasado todo el día practicando frente al espejo. Necesitaba de uno o dos segundos para sacarla y disparar. Eso era lo que iba a hacer apenas el director diera la orden para empezar. Craig Stone jamás mataría a nadie, pero Franco Caprioli era distinto. Mario Bissacia sería otra víctima en su haber… “¡Acción!”, dijo el director. Craig agarró la pistola. Bissacia jalaba el gatillo. Era una carrera contra el tiempo que de cualquier forma ganaría la muerte. El detective apareció detrás de Bissacia y lo derribó. Ambos cayeron encima de Craig. El revolver resbaló de sus dedos y voló por el aire. La cámara y el equipo desaparecieron, y el retumbo de las armas llenó la noche.

    El detective y Bissacia se enfrascaron en fiero combate. Craig se escabulló y buscó a tientas su revolver. Lo encontró por la escalera. Un hombre abrió la puerta delantera de una patada y lanzó una ráfaga dentro. Llevaba una ametralladora automática. Craig se agachó y le respondió con dos disparos. El hombre se ocultó. Craig corrió escaleras arriba. El detective salió de la cocina, llamándolo: “¡Caprioli!”, mientras mantenía a la raya a Bissacia con el arma. Craig escuchó otros dos disparos de pistola, seguidos por una segunda ráfaga de la ametralladora. Silencio. Craig se asomó por el barandal de la escalera y vio al detective en el suelo, ensangrentado, y al hombre de la ametralladora rematándolo a quemarropa. Craig lo despachó con un tiro al pecho.

    Bisssacia tomó la ametralladora y disparó a la escalera. Craig se ocultó. Bissacia subió al segundo piso y abrió fuego contra la pared lateral a la escalera, creyendo que Craig se ocultaba tras esta. Craig, sin embargo, lo esperaba en la pared contraria, la que estaba frente a la escalera, donde las sombras eran más espesas. Lo embistió y Bissacia rodó escaleras abajo. Craig lo encañonó. El director dio la orden de corte. Craig ni se inmutó. Estaba furibundo, como poseído. El director repitió la orden. Nadie le hizo caso. El equipo de producción se dispuso a preparar la siguiente toma. Craig jaló del gatillo y no paró hasta haber gastado la última bala. El director le gritó algo, pero él no lo escuchó. Bajó el arma y cerró los ojos. Alguien gritó: ¡Está muerto! ¡Lo mató en serio!
    Y alguien que le quitó el arma a Craig dijo:
    ¡Es un arma de verdad!
    Finalmente alguien más gritó:
    ¡Llamen a la policía!

    Craig se dio cuenta de lo que había hecho. Trató de excusarse con una mirada nerviosa. “Eso es mentira. Yo no lo maté. Fue una alucinación. Suéltenme, yo no he hecho nada”. Lo tuvieron que sujetar con fuerza mientras llegaba la policía. Craig no dejaba de forcejear y no se callaba en ningún instante. “¿Acaso no me escuchan? ¡Soy inocente!”. Fue un lío esposarlo y meterlo en la patrulla. Un oficial se fue con él en la parte trasera para mantenerlo quieto. Craig no se calmaba. Pateaba al oficial mientras intentaba romper la ventana con su cabeza. Pronto el cristal lucía una mancha roja. El conductor pidió refuerzos y detuvo la patrulla, se bajó y se dirigió a la puerta trasera, sacando su porra. Craig, con los ojos pelados, repetía sin cesar: ¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡Suéltenme!

    Y de repente se calló cuando escuchó al verdadero director que decía: “¡Corte!”. Se abrió la puerta y alguien lo ayudó a salir. Uno de los encargados de utilería le quitó las esposas falsas, que se abrieron con facilidad, y el director le pasó la mano por el hombro y lo palmeó por tan buena actuación.

    ¡Esta película va a ser un éxito! –le dijo–. Imagínate: la historia de un actor en decadencia que queda atrapado en el argumento de la película que está rodando, y al final no sabe qué es falso y qué real. Craig Stone, Franco Caprioli: sea quien fuera, aquel individuo no se veía como alguien de este mundo. Al ver, parecía que atravesara a la gente con la mirada. Las manos le temblaban. Movía la cabeza rítmicamente y volteaba ver cosas que no existían. El asistente de producción le avisó al director que había un problema con la iluminación. “Con permiso”, le dijo. El hombre hizo un gesto levemente y siguió caminando. Quien lo veía diría que seguía conversando con alguien. Y a lo mejor así era. Quizá por eso no se detuvo cuando salió del estudio, sino que siguió caminando recto hasta la calle. El guardia que cuidaba la entrada quiso detenerlo, pero no pudo. Nadie pudo.

    Porque ese individuo estaba ciego, sordo y mudo, atrapado irremediablemente en su delirio, completamente loco.

    FIN

    Publicación November 13, 2020
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