Barra Libre
Aparenta ser la barra de cualquier bar. Ya nadie recuerda la cara del primer cantinero… Todos han tomado aquí la copa y comentado alguna desgracia cotidiana, pero tampoco de eso se acuerdan… Hace falta un poco de desgano y otro poco de locura, a veces basta con que sea la hora maldita para encontrarla…
Cuando Rogelio se sentó frente a ella, apenas se dió cuenta de que el cantinero ya le tenía listo el primer Tom Collins. Hundido en la nostalgia, sacó del estuche su inseparable violín y tocó un fragmento del concierto #5 de Paganini. Ningún parroquiano se inmutó siquiera. Antes de pedirlo, el segundo Tom Collins ya estaba ahí. Mientras Rogelio reinventaba su perorata sobre la infausta vida de los artistas, el cantinero se afanaba en mezclar vodka, licor de café, soda y hielo frappé; y adelantándose al remate del monólogo -Ya ve, así es esto-, llenó el vaso jaibolero con el secreto capricho alcohólico del violinista.
No tuvo tiempo de sorprenderse, sonó la hora maldita y los parroquianos se pusieron de pié para cantar “ Llorona”. Rogelio les hizo segunda con su violín. Al terminar, se abrazaron unos a otros y bebieron la copa de cognac, con la que todo asistente debía cerrar su participación en el ritual. Los minutos se evaporaban y el cantinero escuchaba pacientemente las más íntimas confesiones del violinista, sin descuidar la preparación de los variados tragos para la pequeña concurrencia. Al servir un whisky rebajado con agua fría, llegó un ingeniero industrial a tomarlo; después de saludar con diplomacia, le pidió a Rogelio que tocara “New York”, y luego comentó los problemas que implica el vivir en una gran urbe. - Tiene razón, nuestra Bogotá ha crecido demasiado. - Disculpe amigo, pero estamos en la ciudad de México. - No señor, Usted ha bebido demasiado, ¡esto es Colombia! Un fotógrafo intervino. -¡Tán borrachoh lo doh, mile quéhto é Puelto Yico! Para evitar que se caldearan los ánimos, el cantinero participó. - Con calma, caballeros; cada uno de ustedes tiene razón: al salir de aquí se encontrará en el lugar que dice.
Se miraron perplejos: el borracho, en definitiva, era el cantinero. - Piensen lo que gusten, pero no discutan. Aquí sólo se viene a reír y a olvidar. Regresen otra noche, si pueden. Por hoy no les sirvo nada más. Muchas noches después, Rogelio y El Ingeniero se encontraron afuéra del Palacio de Bellas Artes; Había concluído el último concierto del gran violinista colombiano en su gira por México.
-Rogelio, es usted un maestro al violín, pero no me negará que estamos en la ciudad de México. - Claro que no, en esta ocasión usted está en lo cierto. - Lo estuve también aquélla noche en que nos corrieron de la barra. - En eso se equivoca, esta es la primera vez que vengo a su país. Si gusta acompañarme a mi hotel, puedo mostrarle mis documentos; así se convencerá. Preso de la curiosidad, El Ingeniero fué al hotel y constató que Rogelio no mentía. -¡Caray!, ésto no tiene sentido amigo, pero le invito un trago para festejar nuestro encuentro, y brindar por aquélla paradoja. Caminaron por el centro de la ciudad y entraron a una vieja cantina. En la barra, el cantinero los esperaba sonriente, con un Tom Collins y un whisky con agua fría. Al sonar la hora maldita cantaron “Llorona”; abrazaron luego a cada uno de los presentes.
Prefirieron no hablar de ciudades. -…“Yo soy como el chile verde, Llorona, picante pero sabroso.” …El Ingeniero y el violinista comprendieron que la barra puede encontrarse en cualquier lugar, en uno de esos momentos en que se necesita un cantinero intuitivo que sepa escuchar.
No saben cómo explicarlo, pero brindan por ella mientras les preparo otra ronda…
Los espero aquí, siempre está abierto; siempre.