CAÍN
Autor: : Marcos Rodriguez Leija
Un aullido se confundía entre el lejano ladrar de perros. Caín corría con desesperación por el bosque. El fantasma del temor se posesionaba de su joven alma a cada paso. La incertidumbre le apresuraba cada vez más las piernas. Iba escondiéndose entre la oscuridad que proyectaban los árboles con la medianía del alba. se deslizaba como una liebre que trata de escapar de un lobo hambriento en Luna llena. Como eludiendo a un cazador salvaje que ansía capturar a su primera presa, para sacarle el corazón y bautizarse con su sangre caliente, para luego beberla y vertirla sobre su cuerpo.
Caín llevaba la cara pálida de miedo, parecía haber visto al diablo, pero no creía en él, como tampoco creía en Dios. Tenía apenas seis años, hipotéticamente le quedaba mucho tiempo por vivir y por aprender un sin fin de cosas aún desconocidas para él, pero en ese instante la angustia no le permitía pensar en ello. El miedo a lo desconocido lo obligaba a correr desenfrenado, con la intención de mantenerse lo más lejos posible de quienes deseaban asesinarlo.
Por su mente pasaba la imagen de su madre bañada en sangre, convulsionándose en el suelo al igual que su padre. Seguía escuchando en sus oídos los horribles gritos de dolor. Le retumbaban en la cabeza como si fueran cristales molidos, pero a pesar de ello, continuaba en su carrera sin rumbo fijo, como un demente. tenía un nudo en la garganta que le impedía gritar o pedir auxilio. Caín no conocía el llanto. No conocía a nadie más. No sabía dónde buscar ayuda, estaba solo, sin nadie que pudiera protegerlo, sin saber a quién decirle que había visto cómo asesinaron a sus padres. Estaba indefenso. Material y totalmente indefenso. No pudo evitar aquel hecho tan perverso y prefirió huir antes de ser la próxima víctima. Tenía miedo de caer en las garras de la muerte. Le era imposible borrar el momento en que allanaron su hogar aquellos seres que reflejaban furia en sus rostros y llevaban también consigo la sed de venganza. El no sabía por qué, su edad aún no le permitía comprender el motivo por el cual obraron de esa manera tan cruel y despiadada, dejándolo huérfano y desamparado. Cansado en su búsqueda frenética por encontrar algún refugio, llegó hasta donde estaba una laguna y ahí se detuvo. No sabía nadar. Dudó por un momento si lanzarse al agua o esperar a que la muerte despiadada cayera sobre él, pero después de un instante, sintió tranquilidad al ver que nadie lo seguía.
Se sentó junto al estanque y algo extraño, algo que jamás había visto, llamó su atención. Estaba presenciando todo un acontecimiento que le era agradable. Un pequeño ciervo con un cuerno en la frente estaba junto a él. Caín lo observaba con detenimiento. Le sorprendía el reflejo del animal en aquel charco, y más al ver que la imagen del cuadrúpedo se movía y adquiría distintas expresiones cuando bebía el agua.
El pequeño quiso hacer lo mismo. se agachó e inclinó su rostro para beber de la laguna. Al hacerlo sintió quemarle la garganta. Tenía sed de algo más. Una sed que el agua era incapaz de saciar y que no alcanzaba a precisar. No le dio importancia, lo que quería en ese momento era tan sólo poder contemplar su rostro, con comprensible manía narcisista y quizá inocentemente jugar a deformarlo, como lo hacía el animal.
En ese instante, el amanecer abrió los ojos. Un día más llegaba, dejando atrás todos los temores que trasmite la noche. En eso, el cuerpo del pequeño empezó a convulsionarse, se llevó las manos al cuello; sentía asfixia, le era imposible respirar. Un ardor insoportable le empezaba en la garganta recorriéndole todo el cuerpo.
Caín cayó al agua, pero no murió ahogado. Jamás comprendió por qué mataron a sus padres. No alcanzó a entender su verdadera naturaleza. Ni el por qué nunca pudo ver su reflejo en la laguna, ni comprender la perenne insistencia de sus padres al conminarlo a dormir antes de que saliera el Sol.
Fin.