Calle M. Le Prince, Nº 252 (No. 252 Rue M. le Prince-1895)
Ralph Adam Cram, publicado en “Black Spirits & White: A Book de Ghost Stories” (1895)
Cuando llegué a París, en mayo de 1886, naturalmente me decidí a aprovechar la caridad de un viejo amigote mío, Eugene Marie D’Ardeche, quien había abandonado Boston hacía un año o más, luego de recibir noticia del fallecimiento de una tía que le había legado todas propiedades que ella poseía. Imaginé que este golpe de fortuna lo habría sorprendido, dado que las relaciones entre la tía y el sobrino nunca habían sido cordiales, juzgando por los comentarios de Eugene tocantes a la dama, que era, según parecía, más o menos una vieja bruja, con inclinaciones reales por la magia negra; al menos esos eran los comentarios usuales.
El motivo que la llevara a dejar todas sus propiedades a D’Ardeche, nadie podía decirlo, a excepción que ella sintiera que las tendencias adolescentes de él hacia el budismo y el ocultimos pudieran guiarlo algún día hacia su propia iluminación. Sin duda D’Ardeche To be sure d’Ardeche reviled her as a bad old woman, being himself in that state of enthusiastic exaltation which sometimes accompanies a boyish fancy for occultism;(1)
Pero, a pesar de su actitud distante y repelente, Mlle. Blaye de Tartas le hizo su único heredero, para ira de un cuestionable viejo amigo, conocido como el Sar Torrevieja, el “Rey de los Hechiceros”. Este malévolo prodigio, cuya faz gris y artera era visa a menudo en la calle M. le Prince, mientras Mlle. de Tartas estaba con vida, tenía grandes expectativas de disfrutar su pequeña fortuna luego de su muerte; y cuando se supo que ella solo le había dejado los contenidos de la casona del Barrio Latino, dándole la casa en sí y todo lo demás a su sobrino de América, el Sar procedió a remover todo del lugar, y luego a maldecirlo cuidadosa y completamente, junto con todos aquellos que fueran a vivir dentro de la casa.
Luego, él desapareció.
Este episodio final había sido la última noticia que recibí de Eugene, pero conocía el número de la casa, que era 252 de la calle M. le Prince. Así que un día o dos después de precipitarme en un primer escrutinio de París, comencé a buscar a Eugene a través del Sena. Cada uno que conocía el Barrio Latino, conocía la calle M. le Prince, que nacía en la loma que estaba cerca del Jardín de los Luxemburgo. Estaba llena de casas extrañas y esquinas singulares, y ciertamente el Nº 252 era, cuando lo vi por vez primera, el más raro de todos. Había un portal, con una arco negro de piedra antigua, entre dos construcciones pintadas de amarillo. El efecto de esta pizca de masonería del siglo XVII, con sus viejas y oscuras puertas, y faroles oxidados fijados sombríamente sobre la vereda angosta, fue, en su marco de yeso fresco, siniestro en extremo.
Me pregunté si habría cometido un error en la numeración; era más que evidente que nadie vivía tras aquellas telas de araña. Fui a uno de los nuevos hoteles y hablé con el conserje.
No, M. D’Ardeche no vive ahí, aunque él es el dueño de la mansión; él vive en Meudon, en la casa de campo de la finada Mlle. de Tartas. ¿Monsieur desea el número y la calle?
Monsieur gustaría en extremo, así que tomé la carta que el conserje me escribió, y acto seguido comencé a marchar de nuevo para el río, con el objeto de tomar el vapor para Meudon. Por una de esas coincidencias que suceden a menudo, de forma inexplicable, no había caminado veinte pasos a través de la calle cuando caí en brazos de Eugene D’Ardeche. En menos de tres minutos estábamos sentados en el extraño jardín de Chien Bleu, tomando vermut y ajenjo, y hablando de todo un poco.
“¿No vives en la casa de tu tía?” lo interrogé al final.
“No, pero si esta clase de cosas siguen, deberé hacerlo. Me gusta más Meudon, y la casa es perfecta, toda amueblada, y nada en ella más nuevo que la última centuria. Debes venir conmigo esta noche y verlo. Tengo un cuarto entero para mi Buddha. Pero hay algo malo con la casa de enfrente. No puedo mantener un inquilino en ella… por más de cuatro días. Ya tuve tres, todos en los últimos seis meses, pero las historias van de un sitio a otro y un hombre pronto pensaría en contratar al Cour des Comptes para vivir como en el Nº 252. Es notorio. El hecho es que está encantada de la peor manera.”
Reí y ordené más vermút.
“Está bien. Está encantada de todas maneras, lo suficiente como para que quede vacía, y la parte graciosa es que nadie sabe que está encantada. Nunca se ve nada, nada se escucha. Todo lo que pude saber es que, la gente se horroriza allí dentro, y han tenido sustos tan malos que han tenido que ser internados. Tengo un ex-inquilino en el Bicêtre todavía. Así que la casa sigue vacía, y como ocupa un terreno considerable, pago bastante de impuestos. No se que hacer. Creo que se la daré a ese bastardo, Torrevieja, o bien iré yo mismo a vivir ahí. No me importan los fantasmas, estoy seguro.”
“¿Alguna vez estuviste ahí?”
“No, pero siempre lo he intentado, y de hecho hoy vine aquí para ver algunos camaradas, Fargeau y Duchesne, doctores en el Hospital de Clínicas, en el Parc Mont Souris. Ellos prometieron que pasarían la noche conmigo en la casa de mi tía (que es llamada ‘la Bouche d’Enfer’)(N. del T.: boca del infierno), supongo que será esta semana, si es que pueden desocuparse. Ven conmigo mietras los paso a ver, y luego podemos cruzar el río a Véfour y comer algo, tu puedes pedir tus cosas al Chatham e iremos a Meudon, donde por supuesto podrás alojarte.”
El plan me vino bien, perfectamente, así que fuimos al hospital, encontramos a Fargeau, quien declaró que él y Duchesne estaban listos para cualquier cosa, y que el jueves siguiente estarían libres por la noche, y que ese mismo día se encontrarían para intentar aclarar el entuerto y resolver el misterio del Nº 252.
“¿Irá M. l’Américain con nosotros?” preguntó Fargeau.
“Por supuesto,” repliqué, “pienso acudir, y espero no rehusen contar conmigo. He aquí una manera impecable para ustedes de conseguir los honores de vuestra ciudad. Muéstrenme un fantasma real, y disculparé a París por haber perdido Jardin Mabille.”
Así que convinimos en eso.
Luego fuimos a Meudon y cenamos en la terraza de la villa, que era todo aquello que D’Ardeche había dicho, y más, una atmósfera absolutamente del siglo XVII. En la cena Eugene me contó más cosas acerca de su difunta tía, y de los extraños sucesos de la vieja casa.
Mlle. Blaye vivía, según parece, sola, a excepción de una criada de su propia edad; una criatura severa y taciturna, con rasgos bretones y lengua bretona. Nunca fue visto a nadie entrar en el Nº 252, con la excepción de Jeanne, la criada y el Sar Torrevieja, quien acostumbraba aparecer constántemente sin que nadie viera de dónde, y sin que nadie lo viera salir de la casa. Sin embargo, los vecinos, que por espacio de once años habían visto al viejo hechicero moverse furtivamente y visitar la casa casi a diario, declararon a gritos que nunca nadie lo había visto abandonar la casa. En una ocasión, cuando ellos decidieron hacer guardia, quien observaba la casa era el Maître Garceau del Chien Bleu, quien luego de clavar su vista en la puerta desde las diez de la mañana, cuando el Sar ingresó, hasta las cuatro de la tarde, lapso en que la puerta jamás se abrió (sabía esto, ya que pegó una estampilla de diez céntimos en la coyuntura de la puerta, y la estampilla no había sido rota) en que la siniestra figura de Torrevieja se deslizó por delante de él con un seco “¡Pardon, Monsieur!” y desapareció nuevamente a través de la entrada negra.
Esto fue muy curioso, puesto que el Nº 252 está rodeado enteramente por casas, hay unas ventanas que abren a un patio en que nadie podía llegar a ver de los hoteles de la calle M. le Prince y la calle de l’Ecole, y el misterio era una de las posesiones del Barrio Latino.
Una vez al año, la austeridad del lugar era quebrada, y todos los ciudadanos del barrio entero se quedaban boquiabiertos mirando los numerosos carruajes que llegaban al Nº 252, muchos de ellos privados, no pocos con penachos en las puertas. De todos descendían mujeres cubiertas con velos y hombres con capas puestas al cuello. Luego se escuchaban curiosos sonidos de música del interior, y aquellos cuyas casas lindaban con las blancas paredes del Nº 252, eran frecuentados por quienes querían escuchar la extraña música y los sonidos de monótonos cánticos y voces de vez en cuando. Al amanecer el último invitado ya había partido, y durante un año más el hotel de Mlle. de Tartas seguía ominosamente silencioso.
Eugene creía que era la celebración de “Walpurgisnacht,” (N. del T.: Noche de Santa Walpurgis) y ciertamente tenía muchas evidencias a favor.
“Algo raro sobre el asunto es,” dijo, “el hecho de que todos los que viven en la calle jura que hace cosa de un mes atrás, mientras yo estaba fuera, en Concarneau, de visita, la música y las voces se volvieron a escuchar, tal y como cuando mi apreciada tía estaba con vida. La casa estaba vacía, como te digo, así que habrá sido que la buena gente haya sido víctima de una alucinación.”
Debo reconocer que estas historias no me dieron confianza; de hecho, ya que el jueves estaba cerca, comencé a arrepentirme un poco de mi determinación de pasar la noche en la casa. Pero era en vano volverse atrás, y el perfecto aplomo de los dos doctores, quienes fueron el martes a Meudon para hacer un par de arreglos, me hicieron jurar que moriría de terror antes que acobardarme. Supongo que creí más o menos en fantasmas, y que ahora era bastante grande como para creer en ellos, ya que estaba seguro que era una de las pocas cosas en que no creía. Dos o tres cosas inexplicables me habían pasado, y, siendo que tenía una fuerte predisposición para creer algunas cosas que no podía explicar, con la edad iba perdiendo la simpatía por tales ideas. Bien, para empezar con la memorable noche del doce de junio, hicimos nuestros preparativos, y luego de depositar una gran maleta tras las puertas del Nº 252, fuimos al Chien Bleu, donde Fargeau y Duchesne nos sirvieron la mejor cena que Père Garceau pudo crear.
Recuerdo haber no sentido que la conversación fuera de buen gusto. Comenzamos con varias historias de faquires indios y prestidigitadores orientales, materias en las que, curiosamente, Eugene estaba bien informado. Luego pasamos a los horrores del gran motín de los cipayos, y hubo reminiscencias del cuarto de disecciones. Para este momento habíamos bebido bastante, y Duchesne se lanzó a una descripción fotográfica de la única vez (según él) que fue poseído por el pánico del temor; a saber, una noche, hacía muchos años atrás, cuando quedó encerrado por accidente en el cuarto de disecciones del Loucine, junto con varios cadáveres de la más desagradable naturaleza. Me aventuré a protestar contra la decisión del tema de conversación, pero como resultado hubo un perfecto carnaval de horrores. Cuando terminamos de beber nuestra última crema de cacao y comenzamos a dirigirnos para “la Bouche d’Enfer,” mis nervios estaban duros como una piedra.
Eran las diez en punto cuando cruzamos la calle. Un viento cálido sopló por la ciudad, y masas de nubes barrieron el cielo púrpura; era una noche insípida, una de esas noches de desesperanzador desánimo, cuando solo desea, si es que se encuentra en casa, beber una menta y fumar un cigarrillo.
Eugene abrió la puerta, y trató de encender una de las linternas; pero la ráfaga de viento le apagaba cada fósforo, hasta que finalmente cerramos la puerta exterior, luego de lo cual pudo alumbrar aquella cámara. Comencé a mirar con curiosidad. Estábamos en una pasillo largo, abovedado, perfectamente limpio a no ser por algún polvillo que había provenido desde la calle. Más allá había un patio, un curioso lugar iluminado por la caprichosa luz de la luna y por los rayos de nuestras linternas. El lugar evidentemente había sido una vez el más noble de los palacios. Enfrente se erguía la parte más antigua, una pared de tres plantas de la época de Francisco I, con una gran glicina que la cubría en parte. Las alas de cada lado eran más modernas, siglo XVII, y más desagradables, mientras que hacia la calle no había más que una pared lisa.
El gran patio estaba surcado por muchos trocitos de papel que volaban por el viento, fragmentos de envases de papel, y sombras ominosas, mientras que las masas de nubes flotaban por encima, cubriendo y luego revelando las estrellas, todo esto en el más absoluto de los silencios. Ni siquiera el sonido de la calle ingresaba en este lugar; era extraño y espeluznante en extremo. Debo confesar que en ese momento comencé a sentir una leve disposición hacia el terror. No pude pensar en otra cosa más confortante que en esos deliciosos versos de Lewis Carroll: “¡El lugar justo para un Snark! dije dos veces, Eso solo, alentaría al resto.
¡El lugar justo para un Snark! dije por tercera, Lo que digo tres veces es auténtico,” que me mantuve repitiéndome una y otra vez con febril insistencia. Hasta los médicos detuvieron sus bromas, y comenzaron a estudiar el panorama con gravedad.
“Hay una cosa cierta,” dijo Fargeau “cualquier cosa puede pasar aquí y no tendremos la mínima chance de descubrirlo. ¿Han notado que es un lugar perfecto para el desorden?”
“Y cualquier cosa que pueda pasar aquí, con la misma certeza de impunidad,” continuó Duchesne, encendiendo su pipa con un fósforo al que le dio un chasquido que nos hizo sobresaltar. “D’Ardeche, tu lamentada pariente ciertamente tenía una esfera de acción completa para sus tradicionales experimentos en demonología.”
“Maldito sea yo si no creo que aquellas mismas tradiciones estaban más o menos fundadas en hechos ciertos,” dijo Eugene. “Nunca vi este patio bajo estas condiciones antes, pero ahora podría creer cualquier cosa. ¡Qué es eso!”
“Nada más que un portazo,” dijo Duchesne, en voz alta.
“Bien, deseo que las puertas no se azoten en casas que han estado vacías durante once meses.”
“Esto es irritante,” y Duchesne deslizó su brazo hacia mí; “pero debemos tomar las cosas como vienen. Recuerda que tenemos que tratar no solamente con los espectrales moblajes que dejó tu tía escarlata, sino también con aquella maldición lanzada por ese maligno Torrevieja.
¡Vamos! Entremos antes que llegue la hora en que las sábanas muertas chirrian y murmuran en este solitario vestíbulo. Enciendan sus pipas, el tabaco es una segura protección contra el mundo de las tinieblas; enciéndalas y en marcha.”
Abrimos la puerta del hall y entramos al vestíbulo abovedado, lleno de polvillo y telarañas.
“No hay nada en esta planta,” dijo Eugene, “a excepción de los cuartos de la servidumbre y oficinas, y no creo que haya nada malo con estas. Nunca escuché que pasara nada raro. Vamos a subir las escaleras.” Tan lejos como se podía ver, la casa tenía una apariencia nada interesante, todo lo que se veía parecía del siglo XVIII, la fachada y el vestíbulo parecían ser la única parte edificada en la época de Francisco I.
“El lugar fue incendiado durante la época del Terror,” dijo Eugene, “ya que un tío, de quien Mlle. de Tartas lo heredó, era ferviente partidario del Rey; luego de la Revolución fue a España, y no volvió hasta el ascenso de Carlos X, cuando se restauró la casa, y entonces falleció, siendo descomunalmente viejo. Esto explica porque se ve todo tan nuevo.”
El viejo hechicero español a quien Mlle. de Tartas dejó sus pertenencias personales había hecho su trabajo a fondo. La casa estaba absolutamente vacía, hasta los guardarropas y los estantes de los libros habían sido acarreados; fuimos de una habitación a otra, encontrando todo absolutamente desmantelado, solamente quedaban las ventanas y las puertas con sus marcos, los pisos de parquet y las floridas repisas renacentistas de chimeneas.
“Me siento mejor,” remarcó Fargeau. “La casa puede estar encantada, pero no lo parece, ciertamente; es el lugar más respetable que se pueda imaginar.”
“Solo espera,” replicó Eugene. “Estas eran solamente habitaciones que mi tía usaba muy raramente, excepto, tal vez, en sus ‘Walpurgisnacht’ anuales. Vengan conmigo escaleras arriba y les mostraré una mejor ‘mise en scène’.”
En esta planta, las habitaciones daban al patio, los dormitorios eran demasiado pequeños, (“Las habitaciones malas son todas iguales,” dijo Eugene), en total cuatro, todas tan ordinarias en apariencia como las de abajo. Un corredor las conectaba con el pasillo principal, en donde había una puerta que no se parecía a ninguna de las otras puertas, estaba cubierta con un tapete color verde, algo carcomido por las polillas. Eugene seleccionó una llave del puñado que acarreaba, y abrió la puerta, que con alguna dificultad, giró hacia el interior; era una puerta pesada, como si fuera de una caja fuerte.
“Ahora estamos,” dijo, “en el mismo umbral del infierno mismo; estas habitaciones eran las más impía de las impías. Nunca las alquilé con el resto de la casa, sino que las dejé como una curiosidad. Solamente deseaba que Torrevieja se hubiera mantenido fuera; sin embargo, él las saqueó, al igual que el resto de la casa, y no hay nada más que las paredes, el cielorraso y el piso. Tiemblen y entren.”
La primera habitación era una especie de antesala, un cubo de unos veinte pies, sin ventanas, y sin más puertas que aquella por la que entramos y aquella por la que seguimos camino. Paredes, piso y techo estaban cubiertos con laca negra, brillantemente lustrada, que centelleaban las luces de nuestras linternas en cientos de intrincados reflejos. Era como estar dentro de una enorme caja japonesa. De esta, pasamos a otra habitación, en la que casi se nos caen las linternas. La cámara era circular, unos treinta pies de diámetro, cubiertos por una cúpula hemisférica; paredes y techo eran azul oscuro, salpicadas con estrellas doradas; y a través del domo se extendía la colosal figura en rojo de una mujer desnuda arrodillada, con una pierna a cada lado del piso y la cabeza tocando el dintel de la puerta a través de la cual entramos, sus brazos a los costados, con los antebrazos extendidos a través de las paredes hasta encontrarse con los largos pies. Era la cosa más asombrosa, desfigurada y absolutamente aterrorizante que jamás había visto. Del ombligo de la figura pendía un objeto blanco, como el legendario huevo del Roc de las Mil y Una Noches. El piso estaba pintado con laca roja, y había un pentagrama embutido del tamaño de la habitación, hecho con anchos listones de bronce. En el centro de este pentagrama había un círculo de piedra negra, con una forma ligeramente como de plato, con una pequeña socavación en el medio.
El efecto de la habitación era simplemente aplastante, con esa gigantesca figura roja agazapada por todo el lugar, los ojos fijos en uno, no importa cual fuera mi posición. Nadie de nosotros dijo palabra alguna, tan opresiva resultaba la figura en cuestión.
El tercer cuarto era como el primero en dimensiones, pero en vez de estar pintado de negro, estaba enteramente enfundado con planchas de metal, tanto paredes como techo, y piso, ahora manchado con tonos verdosos, pero aún brillante bajo la luz de las linternas. En el medio se erguía un altar rectangular, y enfrente, opuesto al alcance de la puerta, un pedestal de basalto negro.
Esto era todo. Tres habitaciones, tan extrañas, que a pesar de estar vacías, son difíciles de imaginar. En Egipto, la India, no habrían estado fuera de lugar, pero aquí, en París, en un hotel vulgar, en la calle Rue M. le Prince, eran inauditas.
Retrocedimos sobre nuestros pasos, Eugene cerró la puerta metálica con su tapete, y fuiemos a una de las cámaras del frente, y nos sentamos, mirándonos el uno al otro.
“Lindo lugar, el de tú tía,” dijo Fargeau. “Lindo lugar, con buen gusto; estoy feliz de no haber pasado la noche en uno de esas habitaciones.”
“¿Qué supones que hacía ella ahí?” preguntó Duchesne. “Se un poco sobre artes negras, pero esta serie de habitaciones es demasiado para mí.” “Mi impresión es,” dijo d’Ardeche, “que estos cuartos eran una suerte de santuario que contenían una imagen o algo por el estilo sobre la base de basalto, mientras que la piedra opuesta era un verdadero altar; la naturaleza del sacrificio que harían, eso no puedo llegar a imaginármelo. El cuarto anterior parece haber sido usado para invocaciones o encantamientos. El pentagrama trazado en el piso parece confirmarlo. De todas maneras es todo tan raro y ‘fin de siècle’ como pueden imaginarse. Miren, son casi las doce, vamos a disponer de nosotros mismos, si es que vamos a cazar esa cosa.”
Las cuatro cámaras de esa planta de la vieja casa supuestamente encantada, se veían bastante inocentes, y, tanto como sabíamos, tal como los pisos inferiores. Habíamos acordado que cada uno ocupara una habitación, dejando las puertas abiertas con las linternas encendidas, y que al menor grito o golpe, estaríamos todos dirigiéndonos hacia el cuarto del que el sonido hubiera provenido. No había comunicación entre estas habitaciones, pero, como dejaríamos las puertas al corredor abiertas, cada sonido nos sería claramente audible.
El último cuarto me tocó a mí, y lo revisé cuidadosamente.
Parecía completamente un inocente, común y corriente, cuadrado y elevado dormitorio parisino, terminado en madera pintada de blanco, con una pequeña repisa de mármol, un piso polvoriento de madera de arce, paredes empapeladas ordinarias, aparentemente bastante nuevas, y dos ventanas mirando al patio.
Abrí el cincho con algún problema, y me recliné contra la ventana, con mi linterna junto a mí, enfocando hacia la única puerta, que daba al corredor.
El viento había dejado de soplar, y todo estaba muy calmo, todo estaba quieto y hacía calor. Las nubes estaban esparcidas espesamente en el cielo, ya no eran urgidas por las ráfagas de viento. Por encima del techo pude escuchar el sonido de un tardío ‘fiacre’ (N. del T.: coche de alquiler) en las calles abajo. Llené mi pipa nuevamente y esperé. Por un tiempo, las voces de los hombres en los otros cuartos eran una compañía, y al principio les gritaba, pero mi voz hacía unos ecos desagradables a través del largo pasillo, y tenía una sugestiva forma de reverberar, y me volvía por una ventana rota en su extremo como si fuera la voz de otra persona. Pronto abandoné mis intentos de conversar, y me dediqué a la tarea de mantenerme despierto.
No era fácil; ¿porqué comí esa lechuga salada en Père Garceau? Tendría que haberme dado cuenta. Me estaba dando un irresistible sopor, y la vigilancia era absolutamente necesaria. Era ciertamente gratificante saber que podía dormir, que mi coraje era de gran magnitud, pero en el interés de la ciencia, tenía que mantenerme despierto. Casi nunca, me parecía, veía el dormir como algo tan deseable. Medio centenar de veces, casi, di cabezazos solo para despertar con un susto, y encontrar que se me había apagado la pipa. Encendía un fósforo mecánicamente, y con la primera bocanada, me quedaba dormido de nuevo. Era de lo más fastidioso. Me levanté y comencé a caminar alrededor del cuarto. Ya estaba disgustado. Mi posición reclinada me había cortado la circulación y me había dejado dormidas las piernas. Así que difícilmente podía estar parado. Me sentía entumecido, como si tuviera frío. No había ningún sonido de las otras habitaciones, ni fuera de ellas. Me volví a reclinar en la ventana. ¡Qué oscuro se estaba poniendo! Prendí la linterna. ¡Qué obstinadamente mi pipa se apagaba! Y ya había gastado mi último fósforo. ¿La linterna, también, estaba apagándose? Extendí mi mano para levantar la mecha. La sentí como plomo, y cayó junto a mí.
Entonces, me desperté, absolutamente. Recordé la historia de “The Haunters and the Haunted.” Esto era el Horror. Traté de levantarme, de gritar. Mi cuerpo era como plomo. Mi lengua estaba paralizada. Casi no podía mover mis ojos. Y la luz se estaba extinguiendo. No había dudas acerca de ello. Cada vez más oscuro; poco a poco el patrón del empapelado iba siendo deglutido por las progresivas sombras de la noche. El entumecimiento alcanzó cada uno de mis nervios, mi brazo derecho se deslizó sin sensibilidad de mi regazo a un lado, y no podía levantarlo. Comencé a sentir en mi cabeza un leve y agudo zumbido, como el de una cigarra campestre durante septiembre. La oscuridad crecía rápidamente.
Sí, eso era. Algo estaba sometiéndome, cuerpo y mente, a una lenta parálisis. Físicamente estaba como muerto. Si podía tan solo mantener mi mente, mi conciencia, podía estar seguro, ¿pero podría? ¿Podía resistir el horror demente de este silencio, de la profunda oscuridad, el lento entumecimiento? Lo sabía, como el hombre en el cuento de fantasmas, mi única seguridad estaba ahí.
Mi cuerpo estaba muerto, ya no podía mover mis ojos. Estaban fijos en el punto en donde estaba la puerta, que ahora se veía reemplazado por una casi absoluta oscuridad.
La suma noche: el último parpadeo de la linterna se fue. Yo esperé; mi mente aún estaba viva, pero ¿por cuánto tiempo? Había un límite para el aguante del pánico del temor supremo.
Entonces comenzó el fin. En la negrura delicada aparecieron dos ojos blancos, lechosos, opalescentes, pequeños, lejanos; ojos abominables, como los de una pesadilla. Más bello de lo que es posible describir, unos blancos copos ígneos se movían desde el perímetro interior, desapareciendo en el centro, como un flujo sin fín de agua ópalo en un túnel circular. No podía mover mis ojos, ya que no poseía fuerza alguna: ellos devoraban las pavorosas y bellas formas que lentamente avanzaban, muy lentamente, fijas en mí, aumentando de tamaño, cada vez más bellas, los copos blancos de luz barriéndose cada vez más rápido dentro de la resplandeciente vorágine; la horrenda fascinación se hacía más honda en su intensidad tal como esos blancos y trepidantes ojos se acercaban y agrandaban.
Como una espantosa e implacable máquina de muerte, los ojos del Horror desconocido se hinchaban y expandían hasta que estuvieron muy cerca mío, enormes, terribles. Sentí un lento, frío y húmedo aliento propelido con mecánica regularidad contra mi rostro, cubriéndome con su fétida bruma.
Con el miedo ordinario viene siempre el terror físico, pero conmigo, en presencia de esta Cosa inenarrable era solamente el más pavoroso y superior de los terrores de la mente, el temor demente de una fantasmal y prolongada pesadilla. Nuevamente traté de gritar, o de hacer algún ruido, pero físicamente estaba muerto. Los ojos estaban cercanos a mí, su movimiento era tan veloz que parecía ser dos flamas palpitantes, el aliento muerto me rodeaba como las profundidades del océano más profundo.
Súbitamente una húmeda y gélida boca, como la de una jibia, sin forma real, como una gelatina, se abrió sobre mí. El horror comenzó lentamente a drenar mi vida, pero, a medida que estos enormes y vibrantes pliegues de pasta gelatinosa pasaban sinuósamente a mí alrededor, mi voluntad volvió, mi cuerpo despertó con la reacción del miedo final, y concluí con la innombrable muerte que me envolvía. ¿Qué era aquello contra lo que estaba luchando? Mis brazos se hundieron a través de la masa gelatinosa que no ofrecía resistencia. Un instante tras otro nuevos pliegues de fría gelatina me iban rodeando, aplastándome con la fuerza de los Titanes. Peleé para arrebatar mi boca del sello que esa abominable Cosa le había impuesto, pero, si nunca lograba tomar una simple bocanada de aire, la húmeda y aspirante masa se cerraría sobre mi rostro antes que pudiera gritar. Creo que luché por horas, desesperadamente, de manera insana, en un silencio que fue más abominable que cualquier sonido, luché hasta que al final sentí la muerte total, hasta que la memoria de toda mí vida se precipitó sobre mí como un manantial, hasta que no tuve más fuerza para torcer mi cara de aquel súcubo infernal, hasta que con un último y mecánico empeño, sentí y me rendí a la muerte.
Entonces escuché una voz que dijo, “si está muerto, nunca podré perdonármelo; yo tengo la culpa.”
Otra voz replicó, “él no está muerto, se que podemos salvarlo si lo llevamos a tiempo al hospital. ¡Cochero, maneje como el demonio! Veinte francos para usted, si llegamos allá en tres minutos.”
Entonces fue la noche de nuevo, la nada, hasta que súbitamente desperté y me puse a mirar a mi alrededor. Estaba en la guardia de un hospital, todo muy blanco e iluminado, algunas flores de lis amarillas estaban a un lado de la camilla, y una alta hermana de la merced estaba sentada a mí lado.
Para contar la historia en un par de palabras, estaba en el Hotel Dieu, donde habíamos tenido esa pavorosa noche del 12 de junio. Pregunté por Fargeau o Duchesne, y ellos fueron entrando, y se sentaron a un lado de la cama, contándome todo lo que ignoraba.
Parecía que se habían sentado, cada uno en su cuarto, hora tras hora, sin escuchar nada, muy aburridos, y desilusionados. Poco después de las dos de la mañana, Fargeau, que estaba en la habitación siguiente a la mía, me llamó para ver si estaba despierto. Como no hubo réplica, y, luego de gritar una o dos veces, tomó su linterna y fue a investigar. ¡La puerta estaba cerrada desde el interior! Instantáneamente llamó a d’Ardeche y Duchesne, y juntos bregaron violentamente por tirarla abajo. Pero se resistía. Dentro pudieron escuchar unos pasos irregulares, y una respiración pesada. Casi helados de terror, lucharon por tirar la puerta abajo, cosa que consiguieron utilizando un bloque de mármol que formaba la repisa de la chimenea del cuarto de Fargeau. Cuando la puerta se quebró, ellos fueron lanzados con violencia contra las paredes del corredor, como si hubiera habido una explosión, las linternas se apagaron, y se vieron en el mayor de los silencios y la peor de las oscuridades.
Tan pronto como se recuperaron del golpe, brincaron al interior de la cámara y tropezaron con mi cuerpo en el medio de la habitación. Prendieron una de las linternas y tuvieron la visión más extraña que pudiera ser imaginada. El piso y las paredes hasta la altura de seis pies, estaba rodeado con algo que parecía como agua estancada, espesa, viscosa, enfermiza. Lo mismo que yo, que estaba empapado con el mismo líquido maldito. El hedor era como a almizcle, y era nauseabundo. Ellos me sacaron al exterior, me quitaron las ropas, me envolvieron con sus capas y me llevaron al hospital, creyéndome ya muerto. Luego del amanecer d’Ardeche dejó el hospital, habiéndose asegurado que estaba en vías de recuperación, y con Fargeau, fueron a examinar a la luz del día las huellas de la aventura que casi había sido fatal. Ya era tarde. Varios carros de bomberos cruzaron la calle a medida que ellos pasaban por la Académie. Un vecino se precipitó sobre d’Ardeche: “¡Oh Monsieur! ¡Qué desgracia, pero que buena suerte! En verdad la Bouche d’Enfer, perdón, la residencia de la lamentada Mlle. de Tartas, se incendió, pero no en su totalidad, solo la parte antigua. Las alas fueron salvadas, y debido a los bravos bomberos. Monsieur los recordará, sin duda.”
Era bastante cierto. Habiendo sido a causa de una linterna volcada, y olvidada en la excitación, o bien si el origen del fuego hubiera sido sobrenatural, era cierto que ya no existiría “la Boca del Infierno”.
Una última autobomba drenaba lentamente a medida que d’Ardeche se acercaba; media docena de mangueras habían extendido su carga a través de la porte cochère (N. del T.: puerta para coches), y solamente la fachada de Francisco I había sobrevivido, solapada aún con los negros troncos de las glicinas. Más allá había un gran terreno vacante, donde se levantaban lentamente varias cortinas de humo. Cada una de las plantas se habían ido, y las extrañas habitaciones de Mlle. Blaye de Tartas eran ahora solamente un recuerdo.
Visité el lugar con d’Ardeche el año pasado, pero en lugar de las antiguas paredes había ahora un edificio nuevo y ordinario, fresco y respetable; aún las maravillosas historias de la vieja Bouche d’Enfer seguían dando vueltas, y seguirían allí, no tenía duda, hasta el Día del Juicio.
- El original está tomado de The Hunting of the Snark (La Cacería del Snark-1876), Primera parte: El Aterrizaje: “Just the place for a Snark! I have said it twice, That alone should encourage the crew. Just the place for a Snark! I have said it thrice, What I tell you three times is true,”