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    El hombre de la bolsa

    El hombre de la bolsa

    Autor: MadMax

    Pablo, cobijado en la oscuridad, silenciosa guardiana, solo espera.

    Faltan pocos minutos para que el padre de turno vuelva del bar y, con él, las golpizas.

    Apenas recordaba tres años atrás, cuando tenía cinco, los “años felices”. Su padre, el verdadero, casi no ponía comida sobre la mesa, pero al menos no le pegaba. Lo odió por morir, pero más lo odió por dejarlo solo con ella. Pero el olvido apaciguó el odio, y si no fue eso, fueron los golpes de esa mujer que no era su madre. Su madre, la verdadera, también había muerto, la mataron, según le habían dicho.

    Su hermana, cuatro años mayor, era el único ser vivo que portaba sangre de su sangre. Pero la suerte no venía mejor para ella, estaban en la misma. O, tal vez, ella peor, por su condición de mujer.

    Durante el primer año, después de la muerte de su padre, Pablo, tuvo que aguantar los ataques de su borracha y insatisfecha madrastra. Allá por el segundo hubo un poco de paz, solo algunos de la innumerable galería de novios le pegaban, los otros, si bien no eran amables, lo dejaban en paz. Pero al comienzo del tercer año llegó él. Y se casó con ella. Y comenzó eso…

    Pablo, con sus ocho años, quería morir. Ya había vivido demasiado.

    Escuchó la puerta de chapa resongar al abrirse y sintió la vibración de maderas, cartones, alambres y mas chapas que produjo al cerrarse violentamente. Y escuchó la voz de él, y la de ella, y la de otro, que le era desconocida. Hablaron durante unos minutos cosas que entendió a medias, pero que ya había oído.

    -No habrá paliza esta noche- pensó- estarán demasiado ocupados haciendo negocios.

    Se alegro a pesar de saber lo que esto significaba. Unos minutos más de charla… y se sorprendió.

    Escuchó gritar un nombre, pero no el de su hermana, como era usual, era su nombre, Pablo.

    Se acurrucó aún más en la oscuridad. Y otra vez su nombre fue gritado.

    Y él, Pablo, inmóvil.

    Luego silencio, y de pronto, los pasos. Y su aliada, vencida ante la luz que inminente inundo el placard, lo abandonó. Y lo vio a él, quién con odio lo tomó de los pelos y lo arrastró hasta el precario comedor de piso de tierra. Y ahí estaba aquel otro. Y ese, al verlo, sonrió con satisfacción. Y con esa misma sonrisa, tiró sobre la mesa, de madera opacada con el tiempo, un gordo atado de dinero. Tocó con falsa ternura el hombro de Pablo y le dijo:
    -Vos y yo vamos a ser grandes amigos ¿sabes Pablito? Pablo no contestó
    -Grandes amigos- agregó ese
    -¿Se lo va a llevar al pendejo o le va a hablar?- gritó ella
    Aquel otro la miró con desprecio.
    -Vamos Pablo- dijo mientras tomaba la mano del pequeño.

    Y aquel otro, gordo, con traje, barba y anteojos negros, y Pablo, inocente pero precoz, subieron al Mercedes y dejaron atrás la villa.

    -Mi nombre es Oscar- dijo el gordo recostándose sobre el asiento del auto, rompiendo el incomodo silencio.
    Pablo siguió mudo.
    -¿Te comieron la lengua los ratones?- agregó Oscar, después de un rato, aún sabiendo que era un mal chiste.
    -Mi hermana…- susurró tímido Pablo.
    Oscar calló y miró la ruta como atento.

    Llegaron al barrio de la Boca, y Oscar dejó a Pablo en el conventillo de la Vieja, con expresas instrucciones. Comida, baño y cuidado. Oscar se fue con la promesa de volver. Y la Vieja miró a Pablo, como con lástima. Lo alimentó y baño y acostó. Y antes de dejarlo solo en la habitación le dijo:

    -No pienses en escaparte, mira que sino el hombre de la bolsa te mete en su gran bolsa y de ahí nunca vas a poder salir.

    Y a pesar que Pablo ya había visto demasiados hombres de la bolsa, lo creyó. Y durmió, sin entender, pero durmió.

    En la mañana, la Vieja lo levantó y vistió. Luego vino el desayuno.

    Y mientras Pablito, sostenía la taza con ambas manos, bebía y saboreaba la pureza de ese liquido marfilado, miraba a la Vieja la lavar los platos, buscando una especie de comprobación hacía una nada aparente.

    La Vieja, en su trajín, cruzó accidentalmente su mirada con la de Pablo, lo observó durante unos segundos y no pudo más que sonreír maternalmente, ante esa cara inocente. Pero, en un golpe de consciencia esa sonrisa se le borró. La Vieja siguió con su labor, aunque de una manera torpe, como si nada hubiese pasado. Y mucho había pasado.

    Y Pablito, luego de terminar la leche, preguntó:
    -¿El hombre de la bolsa quien es?
    Pero la Vieja lo ignoró.

    A la noche, Oscar, pasó por el conventillo. Y se llevó a Pablo, quien estaba sentado en un rincón del patio, a la habitación. Se agachó a la altura de sus ojos, posó su mano sobre el frágil hombro del pequeño. Y dijo:
    -Pablo, la razón por la que te traje, te cuido y alimento es para que me hagas feliz.
    Pablo miro el piso.
    -¿Vos me queres hacer feliz? ¿no…? La Vieja ya estaba acostada en su habitación. Leyendo un libro de poesía, apenas iluminado por la tenue luz del velador.

    Primero, fue algo que cayó al piso y se rompió. Luego un forcejeo. Y silencio. Gemidos y gritos de pánico.

    Y luego una vacío que pareció eterno. Y por fin… un aullido de placer. La Vieja, que había escuchado todo lo sucedido en la habitación del frente, tomó un porta retrato de la mesita y miró con anhelo al pequeño que yacía en la foto, un niño rubio, ojos pardos y con una amplia sonrisa. Y a la Vieja le fue inevitable que una lagrima cayera por sus mejillas. Besó con pasión el vidrio del retrato y lo dejó donde estaba.

    Escuchó, la Vieja, desde su habitación, irse a Oscar. Y a los segundos vio a Pablo entrar desnudo, llorando desconsoladamente. Pablo se tiró sobre ella y la abrazó haciendo arcadas de dolor que se mezclaban con la desesperación de los llantos. Y la cara de la Vieja, rígida en un principio ante ese abrazo, poco a poco fue adoptando una expresión de odio en su mirada. Un odio profundo y pasional, ya no era la misma persona de hace cinco minutos. Ya no podía aguantar más, no podía, eso era más fuerte que ella y aunque lo había intentado ya no podía más.

    Y Oscar pasó a la noche siguiente, y cuando entró a la gran casona, todo era silencio. Una casi invisible luz se filtraba por las rendijas de la puerta que cerraba la habitación de la Vieja. Revisó la habitación de Pablo y solo encontró oscuridad.

    En el patio tampoco estaba. Y golpeó la puerta de la Vieja, sin obtener respuesta. Por fin se decidió y la abrió. Y allí esta ella, desnuda completamente. Sus senos caían grotescos, sin forma. Su piel arrugada, casi podrida estaba manchada con sangre y ella reflejaba en su cara una satisfacción infinita. Pablo, o el despojo que quedaba de él, yacía muerto en la cama, al lado de ella. Las sabanas blancas, ahora rojas, completaban lo inmunda de la situación. Oscar, casi sin sorprenderse, dijo:
    -Madre…¿otro más?

    La Vieja tomó el porta retrato de la mesita y sacando la foto que estaba contenida en él, respondió:
    -Todos tenemos nuestras cosas, m´hijo. Haya las tuyas… yo tengo las mías.

    Al terminar la frase, rompió la foto del niño que anteriormente poblaba el marco y la reemplazó por una de Pablo, sin la sonrisa, claro está.

    La observó durante unos segundos la beso y la dejo nuevamente en su lugar.

    Oscar, quien ya se conocía la rutina de memoria, tomó las bolsas de residuo, cavó un pozo en el patio y envolvió el cuerpo de Pablo en esas bolsas negras, oscuras y pegajosas. Pablo cayó dentro del pozo y la tierra que caía comenzó a golpear su cuerpo muerto hasta taparlo por completo.

    Y una vez mas, Pablo, era cobijado por la oscuridad, silenciosa guardiana, solo que esta vez era otra la circunstancia.

    FIN

    Publicación September 7, 2021
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