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    Historias de Artemisa

    HISTORIAS DE ARTEMISA

    LIBRO UNO

    1

    Entré por la ventana. Él estaba dormido dulcemente sobre la almohada de plumas. Lo miré. Fui hasta la cama y lo cogí. Sus brazos cayeron a los costados. Cuando estuve en la ventana observé a la ciudad, en sombras, bajo la noche.

    El edificio más cercano estaba a diez metros. Volé hasta él. El muchacho que portaba en mis brazos se despertó y me miró. Lo tapé con mi capa, para resguardarlo de la crudeza de la noche. Cuando llegué a la azotea me observó con detenimiento.

    -¿Quién eres?

    No contesté. Solamente me limité a mirarle a los ojos. Me alcé nuevamente en vuelo, pero esta vez no paré hasta llegar a la hacienda, donde me habían mandado a llevarle. Durante el viaje, vi, bajo la pálida luz de la luna, el cuello de mi víctima. Me dieron ganas de morderle, desangrarle, alimentarme de él. Pero tenía una misión que cumplir. Además la noche era joven.

    Llegué al cuchitril donde debía depositar a mi víctima. Lo dejé en el camastro que allí había. Suponía lo que le iba a pasar. Tal vez no sabía que en realidad, pero sabía quien se lo iba a hacer.

    Entré en la habitación más lujosa de todo el rancho. Allí me esperaba el que nos guiaba por el mundo de la som-bra, nuestro padre y maestro. Su largo pelo rojizo caía libremente sobre sus hombros. Estaba sentado en una elegante silla tapizada con terciopelo verde. Me miraba con cara de satisfacción. La luz que desprendían los candelabros iluminaba su fría cara. A su lado estaba una de sus principales camaradas. Ella vestía con un precioso traje de seda rojo y llevaba el pelo, negro y rizado, atado en una coleta. Me miraba con ojos fríos y turbios que no reflejaban más que tristeza por la vida.

    -¿Lo has traído?- preguntó Stephen. Yo lo miré. A mí, en esos tiempos, no me gustaba hablar, ni me gusta aun hoy. Mis ojos reflejaban mis palabras, mi asentimiento. Él sabía cual era la respuesta, desde que había entrado en el recin-to. Pero para él el lenguaje era todo. Nada era igual que el lenguaje humano, era lo único que le quedaba de mortal, su lenguaje. Lo miré. Y vi reflejado en sus ojos verdes oscuros la satisfacción por mi trabajo. Le contesté, sin hablarle, que aquel al que necesitaba estaba en el lugar, que yo ya había terminado lo mandado. Era tarde, y aun no me había alimentado. Tanto Stephen como su consejera lo sabían, y por ello, cuando me fui, no pusieron ninguna barrera. En los alrededores de la hacienda, había algunas casas aisladas, que eran un buen recurso cuando se tenía que calmar el apetito reservado durante toda una velada. Sobrevolando la zona encontré a una pareja de muchachos de no más de veinte años, paseando por la pradera. Eran unas víctimas fáciles. Bajé en picado hasta colocarme a unos tres metros de altura, y a cuarenta de distancia. Me posé en el suelo, intentando no causar ningún ruido, para así no atemorizar a los que me servirían de alimen-to. Estaban entrando en un bosque. Allí sería más sencillo atraparlos. Corrí en paralelo a ellos, para poder adelantarles sin que se diesen cuenta.

    Llegué a su altura, y empecé a correr perpendicular a ellos. Pronto se pararon. Él cogió de la mano a la mucha-cha, y le dio un beso en la boca. Un beso sencillo y puro. Ahora era el momento. Me puse detrás del chico. La muchacha me vio, y se atemorizó, alertando de esa forma al joven, que se dio la vuelta. Yo aproveché ese momento de debilidad para morder.

    Succioné el cálido liquido rojo. Lo maté en unos momentos. La muchacha, lo suficientemente traumatizada como para no poder huir, estaba agazapada junto a un árbol. Lentamente la levanté, de modo que no se asustara más.

    Enseguida se echó en mis brazos, aun sabiendo que yo había matado a su acompañante, y suponiendo que la mataría a ella. Bien sabía que no podía dejar a alguien con vida, y no lo haría, siempre he sido muy tradicional. La maté, pero de forma que no le doliese, que no sintiese nada. Dejé sus dos cadáveres, uno junto a otro, apoyados sobre un árbol, el mismo donde se había refugiado la chica.

    Pronto iba a salir el sol. Ya no me daba tiempo de regresar a mi ataúd, sería mejor refugiarse bajo tierra, solo por una noche.

    Me escondí bajo tierra, así salvándome de la peligrosa luz solar, sin tener que ir a la finca. A la noche siguiente, de vuelta a la hacienda, Stephen me hizo llamar. Cuanto entré en su cuarto, lo vi sentado, de espaldas a la puerta, en una silla giratoria.

    -Buenas noches, querida -dijo él cuando notó mi presencia en el cuarto. Buenas noches pensé yo, mandándoselo como mensaje. -Por favor, hoy, aunque solo sea hoy, déjame oír tu hermosa voz -dijo él para convencerme que le hablara. Yo no podía negarme a cumplir una norma de mi señor y maestro. A él, como a cualquier mandatario, no se le podía decir que no, siempre hay algo en ellos que te hace temerles, respetarles. -Tengo que hablar contigo, y tú sabes porqué, o al menos deberías saberlo.

    Lo miré. Me acerqué a él. Sus ojos estaban posados sobre mi cara. Me cogió de la muñeca. Con la otra me retiró el pelo de la cara. Cerré los ojos, no soportaba, no podía resistir, mejor dicho, que me rozara, que me mirara. Estaba asus-tada, me asustaba la presencia de ese chupasangre, sus ojos infinitamente bellos, inmensos, rodeados de piel clara, piel de vampiro.

    Quería irme, estaba incomoda en esa sala.

    -Mírame, quiero que me mires, que sepas que tu también eres mi compañera, que también perteneces a este aquelarre.

    -¿Por qué me dices eso? -Sabes bien el porqué. Siempre has sido demasiado introvertida, tal vez sea porque eres muy joven, y no solo como vampira- lo decía porque muchos de los nuestros nunca me hubieran convertido, sobre todo por mi edad, 13 años-. Tal vez fue el único fallo que se cometió al introducirte en nuestro mundo, te eligieron demasiado pronto. No te dejaron saborear la vida. Yo lo miré pensando que no podía decir que él la hubiese disfrutado mucho, ya que, aunque nunca supe su edad, estoy segura que tenía poco más que yo. Él no se dio cuenta de lo que pensaba, puesto que había ocultado mis pensa-mientos bajo un velo impenetrable.

    -Pero… ¿a qué viene todo esto?

    Stephen, que todavía tenía mi mano, mi miró, y me llevó hasta la silla donde momentos antes él había estado sentado. Delante de ésta había un gran ventanal, con vistas a los campos abandonados que rodeaban a la finca, en último se podían divisar algunas casas. Me sentó en ella de tal forma que no pudiese ver nada más que lo que tenía delante.

    -Mira todo eso -dijo, mientras se acomodaba detrás de mí-. Ves todo eso, es decir todo el campo, que se extien-de casi infinitamente… ¿Lo ves? Eso es todo tuyo, y mío, y de todos los que vivimos en esta finca. Pero no solo nos perte-nece esta finca, querida niña, ni el campo, sino todo el mundo.

    Me estaba acariciando el pelo, agarrándomelo, jugueteando con los mechones que normalmente me caían libre-mente sobre la chaqueta de cuero negro. Nunca, ni siquiera cuando estaba viva, me había gustado que me tocasen el cabello, pero a Stephen, nunca he sabido porqué, se lo había permitido, había dejado que me acariciara, que me tocase, cosa que nunca le había permitido a nadie, mortal o inmortal.

    -Siempre te pertenecerá más a ti que a mí, este mundo- dije yo, mirando el gran prado que se extendía ante mí-. A mí nunca me ha gustado ese mundo que tanto nos pertenece, nunca. Por eso mismo, pensó él. No puedo permitir que solo sea mío esta maravilla.

    -Tú sabes muy bien, querida, que no todos los vampiros somos inmortales, es decir, superamos a un hombre, pe-ro no hay vampiros eternos, nos cansamos de la vida, nos aburrimos de una monótona existencia… Es normal que eso ocurra, que un inmortal se canse de esa virtud.

    Se puso delante de mí, de tal forma que me tapaba la visión. Vestía un elegante esmoquin negro con una camisa blanca debajo. Ese día llevaba el pelo corto, que le favorecía bastante. Aunque si tengo que elegir, lo prefiero con el pelo largo. -Y… ¿Qué tiene que ver conmigo?- pregunté yo para contestar a su afirmación.

    Él se me quedó mirando, muy dulcemente, como si entendiese mi error, mi inocencia, mi incultura. Yo lo miré, es-perando una respuesta, un gesto. Pero esa respuesta no llegó. Al contrario, llegó un mandato, una obligación la cual no pude negar. Tenía que buscar un sucesor. Algún vampiro o vampira, que por sus cualidades, pudiera hacerse cargo de un clan como el nuestro.

    Yo en ese momento no supuse que la historia terminaría como terminó. Ni en ese momento ni hasta hace unos años. -¿Solo me mandarás a mí?
    Él movió la cabeza en sentido afirmativo
    ¿Por que lo haces? Estas cansado de vivir pensé yo. ¿O es que acaso me pones a prueba? Soltó una pequeña risa, suave, melodiosa… Se acercó a al silla, y se arrodilló hasta estar a mi altura. Me cogió la cara y me dijo: -Mi querida niña, no temas por algo para lo que falta tanto tiempo.

    En ese momento me alegré de haber caído en ese aquelarre, que en un primer momento me pareció deprimente y triste. En ese momento experimente una sensación que nunca había sentido, el estar enamorada, enamorada de ese vampiro.

    Salí del cuarto, pero antes le pregunté. -¿Qué plazo tengo para encontrarlo? Él me respondió con una mirada, que, sin ayuda de ningún pensamiento, supe que era la eternidad. La eternidad, tenía, y sigo teniendo la eternidad. Aunque tuviera que recorrer hasta el último palmo de tierra, aunque tuviera que recorrer el mundo de una punta a la otra, tenía que encontrar lo que se me había mandado.

    Salí de la finca. Aun no tenía que empezar mi largo viaje, que terminaría llevándome a miles de lugares increíbles y a cientos de personas (no todas ellas aparecen aquí) que me ayudaron en mi complicado camino.

    Tenía ganas de hacer una excursión por la ciudad próxima. Aunque no se le podía considerar propiamente una ciudad, era un pequeño pueblo, rodeado completamente por bosques y campos de cultivos. Las calles estaban vacías, a excepción de algún que otro trasnochador borracho. Yo no desentonaba con el resto de los transeúntes, seguramente Stephen hubiera destacado más, con su esmoquin negro.

    Un muchacho, que caminaba en dirección contraria a la mía, se fijó más que el resto en mi, pero no me miraba por mi piel clara o mis ojos demasiado luminosos, solamente le prestaba atención a mi vestimenta, la miraba mientras pen-saba que era demasiado buena para pertenecer a una niña como yo.

    Cuando pasé a su lado tuve un mal presentimiento que me hizo ponerme alerta. Se dio la vuelta, con una navaja en la mano.

    Me cogió por el cuello con un brazo, y con el otro me amenazaba. -Dame la chaqueta. Yo, mucho más fuerte que cualquier mortal, le di en la mano que agarraba la navaja, que calló a unos metros de distancia.

    Luego volé, llevando a mi agresor conmigo. -Pero… ¿qué pasa?

    Yo reí, y me acerqué delicadamente a su cuello. Sentí como se sujetaba más fuertemente. Lo mordí, mansa, sua-ve, dulcemente, succioné la sangre, pero sin matarlo, dejándolo vivo pero debilitado. Lo llevé hasta el río, que pasaba a solo unos kilómetros de la ciudad.

    Desde lo alto lo dejé caer al agua. Vi como caía en picado, como, al caer el cuerpo semiconsciente del atracador, el agua se agitaba. Tardarían semanas, tal vez meses en encontrar su cadáver, y aun así creerían que habría caído en el río acci-dentalmente, solo sería un caso sin resolver más en la gran lista de misterios del pueblo.

    Tendría que empezar a preparar mi búsqueda, saber como iba a hacer esa búsqueda. ¿Por donde empezaría a buscar? En ese momento, decidí no preocuparme por nada, ya lo solucionaría sobre la marcha, pero tal vez hubiera sido mejor haberlo planificado antes. Ahora lo sé.

    2

    La muchacha se levantó de la silla desde donde había hablado con el anciano, que se había quedado estupefacto ante lo siniestro que empezaba el relato.

    -Pero sigue, continua con tu historia -dijo el viejo impaciente-. ¿Qué pasó? ¿Qué hiciste? La joven inmortal se quitó la chaqueta de cuero negro, y la dejó caer sobre la sucia cama de la habitación. -Mi historia es corta, puesto que cuando me mandaron a partir en busca del sustituto, fue en el año 1983.

    El anciano revisó sus notas. -¿1983? Entonces… ¿por qué dices que la habitación estaba alumbrada por candelabros?

    -Stephen vivía en su época, y siempre intentaba rodearse de los objetos que usaba, cuando era mortal. Por eso la finca siempre tenía un lúgubre aspecto.

    La joven se acercó a la ventana, aun era temprano, las tiendas no habían cerrado, la gente paseaba por las ca-lles. Parejas agarradas de las manos, estudiantes hablando de literatura clásica en una terraza, viejos oyendo la radio en algún banco. Un chico de no más de 15 años, con un libro entre las manos, en un mundo infinito e imaginario.

    -Continuemos, tengo que terminar lo antes posible.

    3

    A la semana siguiente, salí sin un rumbo especifico, hacia el norte, hacia Estados Unidos. Fui hasta Chihuahua, desde allí recorrí 360 km. Pasé la frontera, a la altura del Paso. Y entré en el país de la “libertad”. Sabía donde tenia que ir. Cerca de 1600 Km hasta San Francisco. En esa gran ciudad fui casi rechazada, tanto por los mortales como por los inmor-tales. Por los mortales, por mi acento mexicano. Por los inmortales, por ser muy joven. Con mucha facilidad los vampiros podrían haberme matado.

    Pero me hice temer. A los mortales no podía hacerles nada, pero me podía enfrentar a los inmortales antes que supieran que yo les tenía a ellos, les hice saber que no era tan débil como pensaban. Pronto supieron que no debían meter-se conmigo. Yo buscaba al sustituto, pero cada vez que encontraba a alguien con capacidad de mandar, encontraba algún fa-llo en él. Nadie supo que era lo que buscaba, todos pensaban que solo era una vampira perdida, una proscrita.

    ¡Que sabrían ellos! No podían ni soñar con mis oscuras intenciones. Pronto cree mi propia banda, con algunos relegados. En lo único que nos parecíamos era que todos éramos vam-piros, pero nada más. Uno de los vampiros que había en mi banda, era un joven de aspecto, aunque tenía más de 70 años como vampiro.

    Me llevaba muy bien con él, aunque fuese un terco… Tal vez el motivo de que nos llevásemos tan bien consistía en que ambos éramos igual de tercos. Me pregunto que habrá sido de él. Me gustaría volver a verlo. Intentaron derrocarme varias veces, pero no podían conmigo. Cada vez que intentaban hacerlo, yo demostraba de alguna forma o de otra que solo yo podría guiarlos, y enseñarles a vivir, mejor dicho sobrevivir. ¿Qué como lo conseguía? Muy fácil, uno de mis métodos más efectivos era que los dejaba solo durante unos dí-as, de tal forma que la persona que me intentaba quitar el mandato, me sustituyese. Cuando volvía, encontraba que mi banda se había separado.

    Si yo los llamaba, venían, si los llamaba otro, no le hacían caso. Me gustaba sentirme su maestra, su guía.

    Pero a veces me cansaba. Creo me hubiera gustado más ser un simple ayudante, que un guía.

    Ni siquiera en esos años que pasé junto a aquellos vampiros descarrilados, supe que mi historia sería tan increí-ble, y con este final que (espero) no será muy trágico. Pero ni siquiera durante esos cinco años que mantuve en pie la banda, dejé mi búsqueda, de alguna forma u otra, siempre conseguía relacionarme con los vampiros de otras ciudades, Chicago, Boston. Pero no encontraba a quien nece-sitaba. Como ya dije la banda duró cinco años. Y murió porque yo me cansé, me cansé de San Francisco, me cansé de Estados Unidos. Volví a mi América Latina, pero no me detuve en México, sino que seguí bajando, hasta Chile. Recorrí todos los países del continente en menos de tres años, pero pronto descubrí que, por muy maravilloso que podía ser ese continente, allí no estaba lo que buscaba.

    En Venezuela estuve medio año, en 1990, y vi como, un país que había conocido la mayor riqueza, caía en pica-do. Allí me di cuenta que la solución estaba en Europa. Viaje a Lisboa. Empece una nueva etapa de mi búsqueda… Y donde creí poder encontrar al sustituto.

    Primero Lisboa, luego Madrid, París, Berlín, Londres, Milán. Pero no podía encontrar lo que buscaba. Estuve en casi todas las ciudades importantes del continente, hasta que me ayudaron. Por donde quiera que fue-ra, siempre había un nombre, un nombre en todos los inconscientes, en todos los vampiros: Artemisa.

    4

    -¿Artemisa? ¿Quién es Artemisa?- preguntó el anciano.
    -Espera a que termine mi historia.
    Una pluma cayó de la mesa, y rodó hasta los pies de la chica. Ella, tal vez probar su poder, lo recogió aunque sin agacharse.
    La pluma voló, desde el suelo hasta la cara del entrevistador, gracias a la fuerza mental de Silvia.
    -¿Cómo haces eso?
    -Es una de las fuerzas que poseemos los vampiros. He tardado años en aprender a usarla.
    Pasaron unos instantes, durante los cuales el entrevistador no sabía que hacer. Fue ella quien rompió el silencio.
    -Preguntabas que quien era Artemisa, ¿no? Te hablaré sobre ella.

    5

    Ella es una vampira relativamente joven, con 200 años. Muy alta, eso, junto a su pelo rubio, es lo primero que ves de ella.

    Obtuve referencias sobre ella en París. Uno de mis candidatos la tenía como a una diosa. La amaba, pero a la vez la despreciaba. Nunca supe por que ese desprecio, pero así era. Al parecer había estado con ella unos años.

    Según pude ir averiguando entre los vampiros que habían oído hablar de ella, estaba en las Islas Canarias. Pensé en hacerle una visita, pero preferí que fuera ella me encontrara a mí. Estabamos en el año 1993. Hacía diez años que había abandonado México. Entonces fue cuando precisé la for-ma de atraer a Artemisa. Busque su propia historia.

    Indagué sobre su vida, no como normalmente lo hacían, sino hacién-dolo más profundamente. Pronto supe su edad, es decir a la edad con la que entró en el mundo de las sombras, 21 años. También descubrí que no éramos iguales, que pertenecíamos a clases distintas de vampiros. Yo huyo del sol, a ella no le molesta. ¿Cómo es que dos inmortales chupasangre son tan distintas entre sí? Tam-bién descubrí que ella, antes de ser completamente inmortal era solo un espectro, vivía sin sangre, sin comida, estaba en algún lugar entre las tinieblas y el mundo mortal.

    ¿Qué diferencia hay entre ellos y nosotros?

    Las sé o al menos sé algunas de ellas.

    Aunque eso la aparecerá mas adelante. Ahora continuemos con la historia, ¿te parece?

    Artemisa advirtió, como suponía, que alguien estaba investigando sobre ella. Supe, por medio de otros vampiros, que me estaba buscando. Yo intentaba dormir lo más profundamente escondida durante el día, ya que sabía que era el momento de mayor debilidad por mi parte.

    Supe que ella no vendría de día, pero era mejor estar prevenida. Aunque desconfié mucho.

    Mi encuentro con la vampira fue muy extraño.

    Estaba paseando por una callejuela de Barcelona. Sola, no había nadie más caminando. De pronto vi una sombra moverse.

    No sentí nada, ningún mensaje. Solo el movimiento. Empezó a correr por la callejuela, en dirección al mar.

    Era muy rápida. Tal vez demasiado. Pero logre seguirla. Cuando llegamos a una oscura plaza, disminuyó la velo-cidad. Yo me coloqué a su lado. Y empezó a hablar.

    -¿Por qué quieres saber tantas cosas sobre mí?
    -Necesitaba hablar contigo.
    -¿Y la única forma de atraer mi atención es en investigarme?
    -La única para que hicieras caso.
    Nos sentamos en un banco de la plaza.
    -Pues lo conseguiste. Me has puesto un buen cebo y he picado. ¿Ahora me puedes decir que quieres de mí?
    -Necesito ayuda. Y creo que tú puedes dármela.
    -Te veo desesperada, ¿qué necesitas?
    Un vampiro. Pensé yo.
    Ella se me quedó mirando con cara divertida.
    Hay más de diez millones de vampiros en el mundo. ¿A cual buscas especialmente?
    Alguien inteligente, con alma de líder, que pueda, quiera y sepa “moverse” por este mundo. Supe en ese mo-mento que estaba diciendo muchas cosas ya, pero que podía hacer si quería que me ayudara. ¿Qué buscas? ¿Un sustituto? Pensó ella.
    Sí.
    ¿Para quien?
    Para alguien. No estaba dispuesta a que descubrieran el nombre de mi padre.
    Comprendo.
    -Vayamos a un lugar más privado.

    Ella se levantó. Yo la imité. Empezó a caminar por las calles como si se tratara de un mortal más. Nunca he visto a un inmortal que tuviera tanto de mortal. Caminaba como camina una persona normal por el parque a plena luz del día.

    Llegamos a un edificio. Artemisa abrió la puerta de entrada y me invitó a entrar. Subimos hasta el octavo piso. To-do ese piso era suyo, con sus tres viviendas. Tenía propiedades por todo el mundo, y esa era una de la más pequeña.

    Cuando entramos a la vivienda donde, normalmente, residía Artemisa noté la presencia de un mortal.

    ¿Quién es? Pregunté alarmada.

    No hagas caso. Ahora se marcha. Espérame aquí.

    Entró a al habitación donde se encontraba el mortal. Oí como Artemisa convencía al joven que se fuera al otro apartamento.

    Cuando éste pasó por mi lado, vi dos pequeñas marcas rojas en su cuello. Me miró con recelo, no con miedo. -Pasa querida. Hablemos.

    6

    -¿Ella sabía, en ese momento, que ustedes dos eran de distinta clase?
    -interrumpió el anciano.
    -Creo que sí, pero nunca lo demostró.
    -¿Quién de las dos era más fuerte?
    -Eso es fácil. Ella. Toda la vida. Date cuenta que yo solo tengo 42 años, 29 como vampira. Pero ella tiene más de dos siglos.
    Ella, en el momento de conocerme, podría haberme matado, solo por meterme en su vida.

    El viejo sacó una petaca del bolsillo interior de la gabardina. Miró a la muchacha, que asintió permitiendo al viejo tomar un trago.

    Ella se acercó a la ventana, y se puso de espaldas a ella, mirando al viejo. Éste dejó la petaca, semivacía, sobre la mesa.

    -Continúa, por favor.
    -Creo que he hablado mucho por esta noche.
    -No, por favor, no pares aun.
    -Como quieras.

    Algo empezaba a moverse, algo que, si seguía haciéndolo, podría hacer que todo terminara mal, y tal vez dema-siado pronto.

    7

    La habitación estaba amueblada con un estilo propio, moderno. No se parecía a nada con el aquelarre. Allí había una cadena de sonido, discos compactos, incluso un ordenador, algo que yo nunca había podido ver antes.

    Estaba amueblada con colores vivos, y muebles de diseño. Tal vez demasiado luminoso para mi gusto.

    -Siéntate- me dijo ella señalando un cómodo sofá rojo. Yo obedecí. Ella se sentó en un chinchorro venezolano, seguramente.

    Con un mando a distancia, encendió la ca-dena, y empezó a sonar música clásica. No discutí, aunque no me gustaba esa música, estaba en su casa.

    -¿Sobre que querías hablarme?

    Preferiría no hablar. Pensé yo, ambas sabíamos a que me refería. Como quieras.

    ¿Cómo empiezo? No estoy muy segura de poder decir lo que he guardado durante diez años, a una casi desconocida.

    Artemisa le bajó el volumen de la música. Me observó detenidamente.

    -Ya no somos tan desconocidas. Además tu sabes muchas más cosas sobre mí que yo sobre ti.
    Sonreí, bajando la cabeza.
    -Así me gusta, que sonrías.

    Yo no pude ahogar una pequeña risa. Ella me acompañó en mi alegría, con una risa cálida, una risa que no se pa-recía en nada a la risa de cualquier otra persona que yo hubiera conocido. -Vayamos a dar una vuelta, alimentémonos.

    -Perfecto.

    Salimos de la habitación, y la música dejó de sonar. Era una pequeña prueba de su poder. Yo, por aquel enton-ces, todavía no sabía controlar esa joya en bruto que es la telekinesis.

    Llegamos a la calle. De la estación de metro, que se hallaba a solo unos metros de donde estabamos nosotras, una avalancha de gente entraba y salía. Artemisa se dirigió a las escaleras. Yo la seguí. Bajamos rodeadas de gente de todas las edades y condiciones. Llegamos a un pasillo casi desierto. Allí nos sentamos a esperar. Pronto apareció un joven moreno, alto, de ojos tristes. Artemisa lo miró y sonrió. Se levantó y cuando el joven iba a cruzar por delante de nosotras, ella le preguntó la ho-ra, poniendo carita de buena. El joven se lo pensó antes de responder. Cuando lo hizo, ya se había enamorado de la vampira.

    -Usted no es de aquí -dijo el muchacho.
    -Exactamente -dijo Artemisa con un acento ingles.
    -¿Necesita un guía? Yo conozco muy bien esta ciudad, y además necesito algún dinero extra. Le prometo que no le cobraré mucho. -Nos ponemos en tus manos.

    El joven nos llevó por toda la ciudad. Cogimos infinidad de trenes, recorrimos infinidad de calles. Hasta que el jo-ven decidió pararse a tomar una copa. Yo no podía entrar, ya que supuestamente tenía 13 años.

    -Carita de ángel, vuelve al hotel, coge un taxi. Yo voy dentro de una hora.
    Cogí el billete que me ofrecía y me marché, pero no precisamente para coger un taxi.

    En una de las callejuelas que había pegadas al club, había una pareja haciendo el amor. La verdad es que siem-pre me han gustado las parejas. Me puse a su lado, con mucho cuidado, sin hacer ruido. No se percataron de mi presencia hasta que fue muy tar-de.

    El primero en caer fue la muchacha, que aproveché un momento durante el cual su acompañante no miraba, para matarla. Él seguía con el trabajo. Me acerqué a su cuello y lo besé. Él se asustó. Entonces lo mordí. Cuando llegué a casa era muy pronto. Así que decidí subir a la azotea. Allí estaba un muchacho de 15 años, de cara a la calle.

    -Hola- dije.

    Él se asustó, y se dio rápidamente la vuelta. Entonces fue cuando me percaté que tenía un cigarro en la mano.

    -¿Quién eres?
    -¿Qué haces aquí?

    Me acerqué a él. Retrocedió unos pasos.

    -¿A que le temes? ¿A mí?- Me miró asombrado-. ¿Tienes otro?- dije refiriéndome al cigarro.
    -Claro- respondió, sacándose una cajetilla del bolsillo trasero del pantalón vaquero.

    Lo encendí con ayuda del suyo. Me apoyé en el muro, y me puse a observar la ciudad.

    -¿Quién eres?
    -Solo una forastera que está de paso por la ciudad.
    -¿Pero tiene nombre esta forastera?
    -Silvia- respondí
    -Soy Ángel, encantado.
    -Hola Ángel.

    Durante un rato no dijimos nada. Cada uno pensando en sus cosas. Entonces empezó a hablar.

    -¿Sabes que eres preciosa?

    Sonreí.

    -Tú también lo eres.
    -¿De dónde eres?
    -Nací en México.
    -Precioso país. Yo nunca he salido de Barcelona.

    Por debajo de nosotros estaba pasando un coche. Dentro de este estaba un inmortal, pero no era Artemisa.

    El coche paró. De él bajó un hombre de unos treinta años largos.

    Mierda. Pensé. Intenté leerle la mente pero lo único que pude sonsacarle a su mente cerrada fue que buscaba a Artemisa. Yo estaba con Artemisa, podría estar en peligro.

    Apagué el cigarrillo, y le quité el suyo a Ángel.

    -¿Pero, qué haces? Cállate y relájate un poco. Vamos ha hacer un bonito paseo. Le dije yo de forma que supiera que no debía hablar.

    Lo cogí, como había cogido al joven del principio de la historia, ¿te acuerdas? Pues bien, se durmió en mis bra-zos. O mejor dicho, lo hice dormir. Era la mejor forma de pasar inadvertidos sobre el vampiro.

    Subí a una altitud exagerada, Angel casi no podía respirar, pero no quería tener ningún problema luego. Rastreé la ciudad, y encontré el rastro de Artemisa en otro club. Estaba en la puerta del bar con el joven. Se estaban besando, y yo ya veía el final del cuento.

    Decidí, antes de molestar a Artemisa, dejar a Angel en algún lugar seguro. Ya lo buscaría después.

    Cuando abandoné la ciudad empecé a volar más bajo. Encontré una casa solitaria a unos kilómetros de la urbe. Llevé a mi mortal amigo hasta ella y lo dejé a cargo de una anciana. A cambio de cuidarlo le di unos cuantos billetes. No sé de cuanto eran, pero a la vieja se le iluminó la cara.

    Publicación September 29, 2021
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