La Ciudad de los Ojos (Parte 3)
Miró el reloj de la pantalla. Había escrito como en trance durante un par de horas. Ahora sentía la presencia del ritmo en la sangre, en esa sangre que no palpitaba, y también sentía el reclamo de la hermandad de los muertos. Pero con el ritmo sentía algo más potente. Marta, que tan borrosa le había parecido desde su resurrección, apenas una vocal jugando a la rayuela entre tres consonantes, había cobrado relieve y presencia.
El ritmo le había permitido recuperarla porque Marta respiraba con ese ritmo, porque Marta le había mostrado el ritmo en sus mejores momentos. Era difícil de describir, era algo que no figuraba en los manuales de autoayuda ni en el vocabulario de los que hablaban de “asumirse como pareja”.
Guardó el archivo, salió de la habitación, vio luz en el dormitorio y fue a buscar a Marta. La encontró sentada en la cama, con una taza en la mano. Al verla así, en bata, despeinada y lánguida, sintió un arrebato de adoración, se sintió vivo.
¿Querés un café? ofreció ella.
Sí, quería un café.
Pero antes…
Antes quiero besarte.
Ella no se movió.
Soy tu viuda dijo, con una mezcla de temor y pudor.
Era la frase perfecta, la frase que definía la ambigüedad de la
situación. Ella quería decirle que estaba muerto, y no podía amar a un
muerto. También quería decirle que estaba de luto, y no podía amar a
una persona viva. Era la frase perfecta, y era cómica.
Víctor se echó a reír.
Marta también se echó a reír, y por un instante recobraron la
espontaneidad y la alegría que la enfermedad les había arrebatado.
¿No vas a besarme? replicó Víctor, aún riendo. ¿Sólo porque estoy
muerto?
La idea de acostarse con su viuda lo excitaba. Era algo que nunca había
probado.
Ella pareció contagiarse la excitación. Era algo que tampoco había
probado, acostarse con su marido muerto.
Los dos sentían excitación, pero también aprensión. Una frontera los
separaba. A pesar de su alarde, él no estaba seguro de que quisiera
cruzarla. Tampoco ella.
Pero la urgencia física pudo más que las fronteras.
Víctor notó que Marta se recobraba como por milagro del efecto de los
tranquilizantes. Estaba lánguida, pero dispuesta. Y él sentía esa
energía bombeándole en el cerebro, en la carne.
Era el ritmo, el ritmo.
El ritmo de la Voz, y el ritmo de la crónica que había escrito, era el
ritmo que en ese momento guiaba su fiebre. El ritmo los fundió como se
fundían las miradas en la Ciudad de los Ojos. Era su promesa, su
anticipación, su euforia. ¿Cuál era el castigo? No había ningún
castigo. Sólo había vaivén, la carne muerta fusionándose con la carne
viva, un espasmo de gloria.
Después se quedaron un rato en silencio.
Muchas más cosas se le aclaraban a Víctor. Escenas enteras de su vida
acudían a su mente, incluso escenas que no recordaba ni siquiera cuando
estaba vivo.
Vicente me preguntó por vos dijo Marta.
¿Te preguntó por mí? Yo estoy muerto.
Me preguntó cómo habían sido los últimos momentos.
¿No fue a verme?
¿Al hospital? No mucho. Vicente no sirve para esas cosas.
Y te preguntó si había dejado algo escrito.
¿Qué tiene de malo? dijo Marta. Después de todo estuvo con vos desde el
principio. Tampoco se iba a hacer rico con un libro tuyo.
No, sólo quiere llenarse la boca diciendo que lo publicó.
Son muchos años de amistad.
Una amistad que le convino bastante.
¿Y a vos no?
Víctor reconoció que ella tenía razón, pero no lo dijo. Le sorprendió
que la muerte no lo hubiera redimido de esa terquedad pueril.
¿Y además qué podía decirle? ¿Mandarlo al cuerno?
Por ejemplo.
Para vos es fácil decirlo. Yo no estaba de ánimo para eso. No sabés lo
que es perderte. Víctor quiso protestar, decir que él también la había
perdido, pero supo que era otra puerilidad. Él se había ido. Él había
emprendido el viaje.
Agachó la cabeza. Le besó las manos.
Perdón dijo, y sintió lágrimas en los ojos. ¡Lágrimas! Era la primera
vez que lloraba desde su resurrección. Se recobró. ¿Y qué le dijiste?
¿Qué iba a decirle? Que no había nada. Hice tal como me habías dicho.
Tiré todos los borradores e impresos, y también los archivos
inconclusos que dejaste en la máquina.
¿Aunque presentías que volvería? preguntó Víctor, con cierta
mezquindad.
¿Por qué no? Si podías volver, podías reconstruirlos.
¿Cómo fue?
¿Cómo fue qué?
¿Cómo fue que lo presentiste? ¿Que presentiste que volvería?
Lo vi en sueños. No, no lo vi. Lo sentí. Vi ojos que me miraban. Vi
muchos ojos y sentí un ritmo. Era un ritmo como… no sé.
Como el de recién.
Sí, como el de recién.
Víctor cabeceó. Sentía en la cabeza otro ritmo, el coro de los muertos
que lo reclamaba.
El castigo es la despedida, dijo una de sus voces.
Sintió un abatimiento aplastante.
Volviste dijo Marta, como leyéndole el pensamiento. Pero no para
quedarte.
No puedo quedarme. Aunque quisiera, no podría quedarme.
Quería disculparse, pero ella lo silenció con un gesto.
Víctor comprendió. Si la primera separación había sido dolorosa, ésta
sería intolerable. Al menos la enfermedad había tenido un desenlace. Si
las puertas de la muerte quedaban abiertas, ella siempre tendría
esperanzas de que él volviera otra noche. Esa esperanza sería su peor
enemiga.
No podría volver más, aunque quisiera intentó decirle, pero ella lo
hizo callar.
Sabía que era inútil prometer. La muerte y la separación ya no eran
definitivas. La herida no podría cerrarse nunca. La vida de Marta
estaría consagrada a ese momento, por más que ella misma supiera que no
llegaría nunca. Agonizaría a cada minuto. No podría recobrarse del
dolor porque no querría recobrarse. Anhelaría continuamente lo que
recién habían tenido, la fusión de la carne muerta con la carne viva.
Entonces, como un fogonazo, Víctor comprendió.
El castigo no es sólo la despedida. Es algo peor.
En cualquier caso habría sido demoledor, pero después de haber
compartido el ritmo era lacerante. Tendría que vejar ese cuerpo que
amaba.
Para abreviar el sufrimiento de ambos, tendría que matar a Marta. La
miró a los ojos, buscó una respuesta. En los ojos había un Sí, quiero
acortar este sufrimiento. pero en la cara había un No, no quiero morir.
Tendría que hacer lo que ambos querían que hiciera, pero ella se
resistiría, porque estaba viva, porque estaba del otro lado de la
barrera, del otro lado del espejo. Aunque sus ojos dijeran sí, su
cuerpo gritaría no.
Él debía ser su liberador y su verdugo.
Y cuando regresara al otro lado, también debería afrontar el castigo
por ser el verdugo. Tendría que reparar ese acto, pero de lo contrario
tendría que reparar algo peor, una despedida cobarde. La imagen y el
reflejo se habían unido, no podían desprenderse.
No puedo hacer esto, dijo una de sus voces.
Tengo que irme le dijo a Marta, e intentó levantarse.
Ella se quedó tiesa, irguió los ojos, le clavó una mirada de súplica y
reproche. Temblaba. Todo su cuerpo era un espasmo de ansiedad y terror.
No decía nada, pero sus ojos lo decían todo.
Ojos que lo miraban, pensó Víctor, y al mirarlo se miraban a sí mismos.
Se levantó.
Tengo que irme repitió.
No puedo hacer esto, repitió una de sus voces.
¿Hacer qué?
Ni siquiera quiero nombrarlo. No puedo.
Marta se levantó sin soltarle las manos.
¿No querés ese café? dijo, pero el ritmo de las palabras desmentía las
palabras. La pregunta no tenía nada que ver con el café. La pregunta
era otra, y no se animaba a decirla.
Víctor la abrazó con todas sus fuerzas.
La miró, quiso besarla. Ella seguía temblando.
No podía matarla, pero tampoco podía abandonarla.
Acalló sus pensamientos y sentimientos. Los anuló, los desactivó, los
desconectó. No podía pensar ni sentir para tomar esa decisión.
Agradeció que la muerte lo hubiera fortalecido de esa manera. Agradeció
el poder de sus músculos. Matar no era tan fácil, no era como en las
películas, y de otra manera no hubiera podido.
Le tomó la cabeza entre las manos, aferrándole la barbilla y la nuca
como si fuera a besarla en las mejillas, en la frente, en un gesto de
ternura que era notó en los ojos de Marta inesperadamente brusco. Era
un gesto de ternura, era un acto de amor, era una traición.
Le torció la cabeza con un golpe seco. El cuello crujió. Marta no llegó
a quejarse.
Ese crujido hizo brincar el corazón de Víctor, aunque ese corazón ya no
palpitaba.
El horror de ese acto impulsivo lo paralizó. El crujido retumbaba en su
cabeza, hendiéndole el cerebro. Soltó a Marta, y el cuerpo flojo se
desplomó.
Víctor se arrodilló frente al cadáver. Quería llorar, emborracharse,
suicidarse.
Suicidarse. Eso tenía gracia.
Como un sonámbulo, fue hasta la ventana, entreabrió una cortina. Vio
que el cielo ya estaba gris. No soportaría ver lo que había hecho a la
luz del día.
Y los muertos lo reclamaban.
De nuevo anuló sus pensamientos y sentimientos. Su mente adquirió la
frialdad del acero.
¿Qué haría con Marta? Podía llevarla consigo, para iniciar el descenso
juntos. Pero sólo empeoraría las cosas. Había parientes, amigos. Ya no
los recordaba, porque todo empezaba a ser borroso de nuevo ahora que el
instrumento había cumplido su función, ahora que el plazo se terminaba,
pero sabía muy bien que el espanto de una desaparición podía ser más
desgarrador que el espanto de una muerte violenta.
Limpió amorosamente el cuerpo de Marta, las huellas que pudiera haberle dejado en el cuello. Su regreso tenía que dejar una marca, pero no de esa manera.
Regresó a su habitación, copió su crónica a un floppy y metió el floppy en un sobre dirigido a Vicente. No sabía si era importante que lo publicara o no. Sabía que el lustre de la Ciudad de los Ojos se reforzaría con la sola existencia del texto, que bastaba con que el ritmo estuviera precariamente apresado en palabras, pero en todo caso era importante que otros compartieran el ritmo. En un papel escribió “Para que sigas apostando”.
Lo firmó y sonrió. Vicente notaría que no era un escrito que hubiera quedado de antes, sino algo que había escrito después. No sólo Víctor citaba el día y la hora de su muerte en esa crónica, sino que Vicente era demasiado buen lector como para no sentir, no respirar, el viejo ritmo. Pero se negaría a creerlo, pensaría en un bromista. Sólo la gilada creía en fantasmas. Era capaz de contratar a un perito calígrafo para examinar la firma de la nota. En todo caso, tendría algo en qué pensar mientras se divertía con sus apuestas.
Víctor apagó todas las luces, caminó hacia la puerta.
Se detuvo, regresó, prendió de nuevo las luces.
No podía dejar a Marta así, despatarrada en el suelo. Era innecesario.
Había tenido que infligir dolor, no quería infligir humillación. La
levantó, la tendió en la cama, la estiró delicadamente, le besó los
labios. La cabeza floja rodó a un costado y le evocó el horror de su
acto. Recordó que ella lo sostenía en el hospital, sostenía su peso
muerto para ayudarle a comer y orinar, y le temblaron las manos.
No podía perdonarse lo que había hecho. No podía perdonar que no
hubiera tenido más remedio. El castigo había sido tan espantoso como
había temido.
Se fue, dejando las luces prendidas, la puerta entreabierta.
Bajó por la escalera, llegó al palier, salió a la calle, escapando de
su propia casa como un ladrón.
Era peor que un ladrón, pensó. Mucho peor.
Desanduvo las veinte o treinta cuadras que había caminado esa noche.
El cielo aún estaba gris cuando llegó al cementerio. El coro de voces,
la hermandad de los muertos, lo llamaba, lo reclamaba. Estaba agotado,
pero ese coro le dio fuerzas para saltar.
Saltó el muro, caminó hacia su fosa. El rocío salpicaba las flores de
las tumbas. El cementerio, que horas atrás le había parecido
misterioso, le resultaba tan prosaico como un hotel o un aeropuerto, un
lugar de tránsito.
Excavó con las manos, de nuevo con ese vigor sobrehumano que había
sentido al regresar. Se sentó en su cajón despedazado, se cubrió con
tierra.
Pensó en los cuidadores, que verían la tierra removida, se rascarían la
cabeza y al fin emparejarían la tierra sin hacerse más preguntas.
Se relajó en el cajón, cubierto de tierra y raíces y lombrices.
Cerró los ojos. Volvió a oír el chasquido del cuello de Marta. Sintió
un espasmo en el cuerpo.
Le rezó a Marta, le pidió perdón. Sabía que en ese momento ella pasaba
por ese período de oscuridad y nulidad, el principio de la muerte.
Y decidió esperarla.
Los muertos lo reclamaban, pero aún no emprendería el descenso.
Su monstruoso acto había sido el precio que había debido pagar por el
regreso. Ahora debía pagar por ese acto.
Y pagaría.
La esperaría allí.
Uno, dos, tres días, mientras la encontraban, la velaban, la
sepultaban. Trató de no pensar en la nueva vejación que sería la
autopsia. Trató de pensar sólo en el ritmo. Trató de repetirse la
historia que esa noche había escrito como en trance.
Cuando ella llegara a ese laberinto de tumbas, se encontrarían en el
mar terroso que se encrespaba bajo la superficie del cementerio.
Las voces lo desgarraban como tenazas calientes. Lo desgarraban como el
cáncer lo había desgarrado en sus últimos momentos de agonía. Ese era
su segundo castigo. Revivir, una vez más, la decadencia y la
podredumbre.
Pero ya notaba un cambio en las voces. Eran más ricas, más profundas,
más rítmicas. La imagen modificaba el reflejo. Podía ceder al reclamo,
suavizar el tormento, pero el estigma del dolor era lo único que le
permitiría no sentirse avergonzado ante Marta.
La Voz tenía razón al hablar de castigo, y tenía razón al decir que él
era un instrumento, pero en algo se había equivocado. Aun en medio del
desgarramiento, pensó que su regreso era un privilegio. En el centro
del horror palpitaba la música.
Las voces reclamaban, pero él resistió.
Ya no recordaba su nombre, ya no recordaba quién era. Sólo recordaba un
ritmo, y sabía que esperaba a alguien, aunque tampoco recordaba a
quién. Cuando ella llegara, la reconocería por el ritmo, y viajarían
juntos.
De la mano, aunque sus manos estuvieran deshechas.
A la Ciudad de los Ojos, donde el mundo se miraba a sí mismo en un
fulgor incandescente.
FIN