Son seres del otro mundo. Cuando alguien muere de buena manera, su alma, antes de morir, recorre los lugares donde sufrió o donde fue feliz. Lo hace vestida de una túnica blanca y sin poner los pies en el suelo. Recién cinco días después sube al cielo, y por eso en esa fecha se lava su ropa -la necesita limpia para subir al cielo- y se le llora. El entierro mismo no sólo no tiene llanto, sino que es más bien festivo: en algunos casos incluye abundante aguardiente, comida y orquesta.
La situación no es la misma cuando alguien muere de manera trágica, suicidio o accidente, o cuando aún no ha limpiado sus culpas antes de morir. En estos casos es rechazado por Dios y entonces debe purgar sus culpas «viviendo» una temporada entre nosotros como condenado. Una razón posible para llegar a condenado es el incesto, pero también puede ser algún crimen, o la avaricia, o la mentira. Se ha encontrado una versión destinada a los niños donde alguien se condena por jalarle los cabellos a su mamá.
En el caso de condenados que han dejado dinero escondido, regresan para decir dónde se encuentra el tapado, lo que hemos visto también en las «almas en pena» de la cosmogonía criolla. Y es que, en general, esconder plata es un acto antisocial, que llega al colmo cuando la persona muere sin dejarlo dicho.
Según sea el caso su «castigo» será distinto. Los suicidas por amor, por ejemplo, no son recibidos en el cielo hasta que llega la hora en que estaba programado que mueran. Mientras tanto, deben seguir cumpliendo con su familia acá en la tierra. Los que han robado no serán aceptados en el cielo hasta que devuelvan lo que es ajeno. Pero los más terribles son los que han muerto con violencia. En ellos la violencia se seguirá repitiendo hasta que consigan su salvación.
Estos últimos condenados normalmente viven en cuevas, o al lado del cementerio. Desde ahí lanzan gritos y lamentos terribles, ya que los diablos los azotan o los cuelgan de noche con cadenas. Su aspecto varía mucho pero la cadena parece ser un rasgo permanente. Suelen tomar la forma de animal, pero también aparecen como personas vestidas con un hábito de monje o de negro, o con túnica blanca como en la versión occidental. A veces usa botas rojas, de fuego. Cuando aparecen en las ciudades se presentan frecuentemente en procesión, pero muchas veces se muestran solos, escondiendo el rostro (que es una calavera) para no ser reconocidos. Es por esa razón que se le describe a veces como un bulto.
El condenado busca llevarse alguien con él, comerse a quienes están salvos. En especial agarrar su alma, forma en que encuentra su salvación, cambia su suerte. Cuando ha sido incestuoso busca llevarse a su pareja. En otros casos busca comer la cabeza o los sesos de su víctima, ya que ahí está la sede del alma.
Uno puede librarse del condenado que lo quiere llevar de varias maneras. Así, es posible protegerse con oraciones, agarrando un crucifijo y pronunciando el nombre de Jesús, o con una intervención directa de la Virgen. También con algunos objetos como la lana de llama, las fajas de colores, los panes, la sal, el jabon, la música del «cacho» (corneta de cuerno) y también los niños. Inclusive cuentan que en algunas oportunidades se les ha prendido fuego o se les ha destrozado a hachazos, logrando que salgan en libertad -convertidas en palomas- las almas que había tragado. Pero es muy importante tener la iniciativa. Cuando uno le sorprende y lo ve primero puede vencerlo o escaparse; en caso contrario, es él el que nos tiene en su poder (cf. una creencia semejante referida, ya en la Antigüedad, al lobo).
Ahora, si lo que uno quiere es propiciar la salvación del propio condenado, esto también es posible haciendo celebrar misas por su alma.
Había una mujer que vivía sola, hilando día y noche para ganarse el
sustento. En una de esas noches que hilaba, a eso de las 12 de la
noche, tocaron su puerta y ella salió presurosa a ver quien era y al
abrir se topó con un hombre que le dijo:
-Señora, hágame el favor de guardarme estas ceritas -entregándole un
paquete de ceras-; mañana a esta misma hora voy a volver a recogerlas.
-Muy bien, señor -respondió ella, recibiendo las ceras y despidiendo al
desconocido.
Pero grande fue su sorpresa cuando a la luz del candil las ceras se
trocaron en huesos. Más asustada de lo que se puede imaginar uno tiró
los huesos a un rincón y se pasó toda la noche muy preocupada sin tirar
una pestañeada.
Al día siguiente apenas amaneció fue en busca del cura de la parroquia,
a quien le contó lo sucedido. El cura le dijo que había hecho mal en
abrir la puerta a esa hora y que ahora no había más remedio que esperar
a que volviera el condenado para devolverle los huesos; pero cuando
volviese, no abriría la puerta sola, sino acompañada de seis niños,
tres niños y tres niñas. La señora prometió que así sucedería.
A la noche siguiente, cuando la mujer estaba en su casa acompañada de
sus vecinas y los seis niños, tocaron la puerta como en la noche
anterior.
Entonces ella, tomando a los niños, uno a la espalda, uno al frente,
uno a cada costado salió a contestar al condenado y le entregó los
huesos con la mano izquierda.
El condenado hablando con la nariz le dijo:
-¡Ajá! Sabías, ¿no? Considera a esos niños, porque si no te hubiera
comido.
Y desapareció en el acto.
Informante: Juana Hilario, Jauja, 46 años. Recopiló: Pedro Monge.