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    Borgiana

    BORGIANA

    El que esto escribe, cuando visitó Argentina, en concreto Buenos Aires, quiso rendir homenaje al insigne escritor Jorge Luis Borges. A tal fin me dirigí a la casa donde vivió sus últimos años. Con ese atrevimiento del admirador incondicional, llamé a la puerta. Me abrió la propia María Kodama, a quien expliqué mi presencia allí. María Kodama, cediendo a la nostalgia, o a la soledad, me hizo pasar. Me invitó a un mate, que rehusé porque no sabía cómo se utilizaba la famosa bombilla, pero acepté un té, que no me gusta, pero que al menos sabía cómo se tomaba. Entre tintineos de loza y plática admirativa sobre su difunto marido, María me dijo si quería visitar el despacho del escritor. Acepté encantado. El cuarto, con muy poca luz, y también pocos libros, tenía una mesa pequeña junto a una lámpara de pie, conjunto extrañamente apartado de la única ventana que, sobre un jardín umbroso, impedía la penumbra total. Comencé a mirar embelesado las estanterías y María, comprensiva, me dijo que me dejaba un momento solo, que tenía algo que hacer.

    Consciente de encontrarme en el despacho de uno de los más grandes escritores jamás surgidos, respiraba quedo y recorría con índice respetuoso los escasos volúmenes de los anaqueles. Distinguí The Anatomy of Melancholy, de Burton, y la versión de las mil y una noches, en inglés, del otro Burton. Paseando mi mano por uno de los estantes, activé involuntariamente un pequeño mecanismo o simplemente toqué una pestaña disimulada -no sabría precisarlo- que dejó al descubierto una minúscula hendidura en una de las tabla. Dentro distinguí un papel en varias dobleces, muy prensado. Lo extraje y advertí que en el papel, plegado por el reverso, se traslucía lo que parecía una escritura abigarrada y de letra muy menuda. Instintivamente, me guardé el papel en el bolsillo y cerré el pequeño hueco en la madera. Nervioso por el hurto, comencé a pasear por la habitación, pero ya sin fijarme en nada, sólo con ganas de salir de allí.

    Pasaron unos minutos, que se me hicieron largos, hasta que apareció de nuevo María Kodama. Continué un rato interesándome por los objetos que pertenecieron al fallecido escritor, un poco por cortesía y un mucho por no delatar el hallazgo que ocultaba en el bolsillo. Al final me despedí de María Kodama, a quien agradecí su amabilidad. Ya en el hotel, desplegué las hojas encontradas en el despacho de Borges. Eran dos, muy ajadas por el tiempo, y escritas con pluma cuya tinta traspasaba el papel. La escritura, como ya había adivinado, era abigarrada, menuda, y por ello difícil de descifrar, pero logré interpretar lo necesario para discernir que se trataba de un cuento inédito del propio Borges. El empleo de ciertos modismos, ciertas palabras, eran signos inequívocos. Desde aquel momento conté las horas que me faltaban para volver a España. Acabado el viaje, al amparo de nuevo de mis lares, armado de paciencia y emoción, descifré la escritura del maestro. El cuento resultante os lo transcribo a continuación. Que el texto que os aprestáis a leer sea el resultado de un latrocinio, en nada disminuye su mérito, por lo tanto no hagáis remilgos y disfrutad. Ah, el manuscrito no tenía título.

    “Tato Valdez, desde el mostrador de su pequeña carnicería, veía pasar todos los días a un señor de mediana edad que, trajeado, con sombrero y bastón, se dirigía de su casa a la redacción del periódico local. El elegante caminante era Silvio Carducci, redactor jefe del diario y afamado escritor de relatos policiales. Silvio Carducci publicaba regularmente sus cuentos en la revista bonaerense Crimen-Magazin. En el periódico, aparte de supervisar los escritos de los redactores, sólo se permitía escribir sobre sucesos que bordeasen el campo criminal. Tato Valdez, el carnicero, le admiraba profundamente. Había leído todos los cuentos de Carducci y en su pobre cabeza de menestral no entraba cómo se podía lucubrar tramas tan perfectas y soluciones tan airosas. Un día decide hablarle. Cuando Silvio Carducci pasa por delante de su establecimiento, aprovechando que no tiene clientes, el carnicero deja el local y lo aborda. Le dice cuánto le admira y que deseaba desde hacía tiempo saludarlo. El escritor le mira con cierto interés y siente necesidad de hablarle. Le confía que ha recibido una misiva junto con una llave. En la nota se precisa una dirección, pero no conoce dónde pueda caer. Se la lee al carnicero. Éste la conoce. Se trata de una calleja perdida en los arrabales, dejando atrás la quinta que llaman de los laureles. El carnicero se ofrece a llevarlo hasta allá. El escritor consiente. Tato Valdez cierra su establecimiento y guía a Silvio Carducci hasta las afueras por calles que éste jamás había frecuentado. El escritor está intrigado por la amabilidad del carnicero. Sabe que entre un hombre y otro hombre sólo la curiosidad mueve al conocimiento.

    Llegan a un callejón de tierra, invadido por el polvo y el olvido. A ambos lados se defendían de la ruina unas casitas de adobe, bajas, miserables. Buscan el número indicado en la nota. La puerta es de madera, el color, marrón oscurecido por el tiempo. Silvio Carducci introduce el llavín en la cerradura. En ese momento se extraña de que la cerradura sea relativamente moderna, como la llave. Piensa que al lugar se adecúa más una llave de hierro grande, herrumbrosa. Abre la puerta. Ante ellos emerge una estancia desvencijada. La pieza huele vagamente a humedad. Los tablones que tachan la única ventana dejan filtrar tímidos haces de luz. Junto a la pared distinguen un sofá que muestra sin recato los muelles del artesonado. A la derecha hay una puerta que da a una cocina. En ella todo está mohoso, sucio, desconchado. A la izquierda hay otra puerta. La abren. Se trata de una pieza que contiene un tubo de baño sucio y con desperdicios en su interior. Un caño de ducha pende del techo mostrando unos agujeros con bordes de orín. A un lado, un lavabo partido está tumbado en el suelo, unido todavía a la pared por el cordón umbilical de la cañería. El escritor escruta el lugar en silencio. Una mosca vuela en círculos, zumbando alegre por la visita. El carnicero husmea por las distintas cámaras. El escritor considera que hace demasiado ruido. Durante varios minutos ninguno habla. Al fin es Silvio Carducci quien rompe el silencio para anunciar que ya ha visto suficiente y que debe regresar.

    Concluye que ha sido objeto de una broma. Dejan la casa y cierran la puerta con llave. Vuelven sin decir palabra hasta el centro de la población. Junto al establecimiento de Tato Valdez, se despiden.

    Pasó un mes. Tato Valdez ha terminado la jornada y se halla en una habitación que queda justo encima de su local y le sirve de hogar.

    Tiene en las manos la última edición de Crimen-Magazin. Busca directamente el cuento policial de Silvio Carducci que anuncia la portada. Lo lee con atención, susurrando las palabras. A medida que avanza en la lectura su rostro muestra síntomas de asombro. El cuento trata de un periodista que un día recibe en su casa un sobre conteniendo una llave y una nota con una dirección. El periodista, curioso, decide averiguar dónde cae el lugar y visitarlo. Al pasar al lado de la carnicería del barrio, el carnicero, un tipo con el que nunca había intercambiado una sola palabra, sale a saludarlo. El sujeto le comunica su admiración y le confiesa que tenía muchas ganas de conocerlo. El periodista, sin saber por qué, le confía la dirección a la que desea ir pero que no tiene idea de dónde pueda quedar. El carnicero conoce el lugar y se ofrece a acompañarlo. El periodista acepta. El carnicero cierra el comercio y le guía a través de cuadras para él desconocidas hasta un lugar en los arrabales donde unas casas de adobe empobrecían el paisaje. Llegan al lugar indicado y el periodista abre la puerta. Nada más abrirla un olor fétido les inunda y miles de moscas salen a recibirlos. El periodista, poniéndose un pañuelo en la nariz, entra en la estancia. Se trata de una pieza de perímetro regular sólo iluminada por tímidos haces de luz que penetran a través de unos tablones que tachan la ventana. El olor es nauseabundo. El enjambre de moscas parece venir de un cuarto a la izquierda. El periodista se dirige hacia él y se detiene en el umbral.

    El espectáculo es horrendo. En un tubo de baño sucio yace lo que parece un cuerpo humano salvajemente mutilado. Hay sangre en el suelo y en las paredes. El carnicero, que no lleva cubierta la nariz, se acerca al cuerpo, levanta un miembro suelto, se lo enseña al periodista y lo deja caer de nuevo en la pila del baño. El periodista observa que el carnicero tiene manchas de sangre en las puntas de los zapatos. Piensa que debe haberle goteado el trozo de carne que ha sostenido en la mano. Pero la sangre parecía ya coagulada. Por señas el periodista le dice al carnicero que ya es suficiente, que deben irse.

    Ya en la calle el periodista se quita el pañuelo de la cara y respira hondo varias veces. Sin cruzar palabra los dos personajes vuelven al centro de la población. Junto al establecimiento del carnicero, se despiden. El periodista informa a la policía del descubrimiento y no olvida mencionarles las manchas de sangre sobre los zapatos del carnicero y sus sospechas de que la sangre del cadáver ya estaba seca.

    La policía registra la casa del carnicero y halla un montón de cuchillos sangrientos. Lo detienen. La sangre, tras los pertinentes análisis, resulta ser la de la víctima hallada en la casa de las afueras. El carnicero es juzgado y condenado. Y así termina la historia. Tato Valdez deja caer la revista al suelo. Se encuentra mal, un dolor sordo le muerde el pecho.

    Suenan unos golpes en la puerta. Asustado, se levanta, se tambalea hasta la mesa de la pequeña estancia y esconde precipitadamente en uno de los cajones una serie de cuchillos que chorrean sangre. Unas gotas le manchan las puntas de los zapatos. Tato Valdez, limpiándose las manos en la trasera del pantalón, se dirige hacia la puerta para abrir a la policía.”

    Publicación November 15, 2020
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