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    EL LEGADO DE LOS CASTELLS

    Mi hijo es demasiado pequeño para jurar, y yo nunca he creído en fantasmas.

    Tal vez ni siquiera crea ahora, aunque tengo buenas razones para que no sea así. Sin embargo, s que en el fondo debe existir alguna explicación racional, algún tipo de respuesta que yo no he explorado, algo que pueda sacarme de mi actual estado. Y nada me gustaría más. Nada.

    El pasado 4 de abril, fui por fin a visitar a mi padre. Hacía más de diez meses que no iba a verle, y me había estado llamando ocasionalmente, pidiéndome que me acercase por Barcelona, donde vive solo desde la muerte de mamá, hace cinco años. Reconozco que no est bien dejar de visitar a un padre durante tanto tiempo, pero también es cierto que mi padre no era de esos ancianos que no pudieran valerse por sí mismos o que necesitasen constante atención. Apenas contaba con sesenta y ocho años, y se encontraba mucho mejor que yo mismo en muchos aspectos. Se mantenía vital y equilibrado, y tan sólo una leve sordera en el oído izquierdo había sido motivo de atención médica alguna que otra vez. Yo vivo en Compostela desde hace m s de ocho años, aquí encontré mi trabajo, y posteriormente encontré a Asun, la que hoy es mi mujer, y con la que he formado mi familia. La distancia hasta el otro extremo de la península no hubiera sido un obstáculo en otro tiempo, pero actualmente mi profesión me mantiene demasiado ocupado como para descuidarla con visitas a familiares lejanos.

    Sin embargo, hace apenas dos semanas todo esto cambió. La llamada de mi padre fue angustiosa, y nunca antes lo había sido. Cuando me pedía que fuera a verle, lo hacía con ese tono informal que da por sobreentendido que no va a obtener una respuesta afirmativa. En esta ocasión los ruegos de papá fueron mucho más allá de una simple petición. Estaba suplicándome, y eso nunca antes lo había hecho. No me lo dijo con esas palabras, pero su tono fue revelador, estaba suplicando, y me requería con urgencia.

    Tuve que pedir una semana de permiso en el trabajo, y la obtuve sin excesivas complicaciones, puesto que no disfruto de vacaciones desde hace tanto tiempo que casi no puedo ni recordarlo, de no ser por esas absurdas fotografías que mi mujer se empeña en enseñarme una y otra vez. Así pues, tomé el primer avión al día siguiente, y me presenté en casa de papá.

    A pesar de su estupendo recibimiento, me pareció que había algo sutilmente distinto en su tono de voz:

    • Carlos, me alegro mucho de verte. Esto ha sido una sorpresa maravillosa.
    • ¿Sorpresa? Bueno, creí que después de tu llamada de anteayer…
    • ¿Qué? - Papá parecía realmente esperar algo más.
    • Quiero decir que creí que me dabas a entender que me esperabas, eso es todo. - Si él no quería desvelarlo a la primera, yo tampoco iba a forzarle.
    • Siempre te espero, y siempre serás bienvenido en mi casa.

    Y eso fue todo. Apenas si me dejó intentar seguir con el sondeo de sus intenciones. Est bien. Pensé que me lo diría más tarde, tal vez en una ocasión más propicia. Debía ser algo más penoso de lo que yo creí en un principio, si no se atrevía a contármelo ya. Toda clase de suposiciones pasaron por mi mente, pero llegué a la conclusión de que mi padre debía padecer alguna enfermedad. Posiblemente, el médico se lo comunicó el martes, cuando me telefoneó. Hoy, ya más calmado, no estaba dispuesto a permitir que su propio hijo le viera derrumbarse otra vez. Me lo diría, sí, pero en la ocasión ideal.

    Yo temía, por supuesto, que se tratase de algo realmente grave. Una noticia así podría haber sido el origen de todo el asunto, y yo sólo podía esperar a que papá se decidiese a contármela. Mi esperanza era que no se tratase de lo peor, de lo incurable, del cáncer. Yo no quería ver sufrir a mi padre, como vi a mamá sufrir agónicamente hasta el final. Aquello nos rompió el corazón a los dos, y aunque papá parecía totalmente recuperado del golpe, sin duda la noticia de que él mismo padecía la enfermedad habría sido suficiente para destrozarle, provocando su ansiosa llamada de auxilio.

    Más tarde, después de pasar todo el día en casa, y cuando papá se levantaba del sofá, para retirarse a dormir, lo intenté de nuevo:

    • Papá, ¿te pasa algo?
    • ¿Algo? No, nada, hijo.
      Puse mi mejor cara de seriedad, y le hice la pregunta:
    • ¿Te encuentras bien de salud?
    • No podía estar mejor. A mis años, al menos. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tan mala cara tengo?
    • No, no es eso. Es que te… - Yo ya no sabía cómo salir de aquel lío en el que me había metido al preguntar tan pronto, y le dije lo primero que se me ocurrió. - Bueno, parece que han aumentado tus ojeras, eso es todo.
    • Ah, es eso. - Se tocó los párpados cansados - Ultimamente no duermo muy bien. - Se sentó pesadamente, de nuevo. - Es que…
    • ¿Qué? ¿Tienes insomnio?
    • No, no es eso. Son… las voces. - Y cerró los ojos, como si acabara de soltar algo realmente gordo.
    • ¿Las voces? ¿Qué voces?
    • Son en mi cuarto. Espero que a ti no te molesten.
    • ¿De qué voces me hablas? ¿Es que los vecinos no te dejan dormir?
    • No son los vecinos. Ya sabes que en el piso de abajo no vive nadie, y arriba no hay nadie más, este edificio sólo tiene tres plantas.
    • Ya, ya, pues no sé. ¿A qué tipo de voces te refieres?
    • Son voces de gente, es como si hubiera un montón de gente hablando a mi alrededor, casi como cuchichearan, pero no puedo entender lo que dicen, ni una palabra.
      Hice un gesto con la boca y alcé los hombros:
    • Ya. ¿No ser la radio, que la dejas encendida?
    • No, no. Y además, ya sabes que yo no puedo dormir si está la radio encendida. A tu madre le gustaba oírla hasta tarde, y no me dejaba dormir.
    • Serían de la calle.
    • Por aquí no pasa nadie de noche. Además, ya te he dicho que las voces se oyen dentro de la habitación.
    • ¿Y las paredes? Esta es una casa vieja, tal vez dejen pasar alguna conversación o algún ruido de la casa de al lado, o pueden ser las tuberías, que por ellas se oyen ruidos, a veces.
    • Sí muy bien lo que oigo, no son las tuberías, Carlos. Y las paredes de esta casa son muy gruesas, no se oye nada de los edificios de al lado. De todas formas, ninguno de los dos alcanza la altura de este tercer piso.
    • Bueno, pues no sé. ¿Y dices que no te dejan dormir?
    • Eso es.

    Ya no supe qué más decir. Sabía que era inútil insistir en los ruidos exteriores, porque la ligera sordera de papá le dejaba casi imposibilitado para oír nada afuera, especialmente si se dormía sobre su lado derecho. Lo único que se me ocurría es que oyese voces en su cabeza, pero no podía decirle eso sin llamarle “loco” a la cara. Ni siquiera se me ocurrió que este tema, sacado a última hora, pudiera tener lo más mínimo que ver con su petición telefónica del martes.

    Pero al día siguiente, por la mañana, se me acercó de nuevo:

    • ¿Las has oído?
    • ¿A quiénes? - Ya ni me acordaba de nuestra conversación.
    • Las voces.
    • Ah.
      “Mierda” - pensé - “Ya está otra vez con esto. Mi padre chochea”.
    • No, no las he oído. ¿Y tú?
    • Sí. Toda la noche. Hasta que salió el sol.
    • Entonces no habrás dormido nada, papá. Venga, siéntate y te hago un café. Luego me dices qué pasó.
    • No hace falta que me prepares nada, Carlos. Puedo hacerlo yo mismo, y no me mires con esa cara. Sé lo que estás pensando. Que estoy loco. Que chocheo.
    • No, no, ¿cómo puedes creer que yo…?
      “Joder. ¿Me lee el pensamiento o qué?”
    • Claro que sí, hijo. Es lo que pensaría yo. Es lo que pensé cuando me pasó por primera vez.
    • ¿Cuándo fue eso?
    • El lunes.
      “Así que era eso. Esta tontería de las voces” - Me sentí como un idiota, por haber venido corriendo mil kilómetros, sólo para que mi padre me contase historias ridículas.
    • ¿Por eso me llamaste?
    • Estaba muy asustado.
    • ¿Asustado? ¿De algo así? Venga, papá, por favor.
    • No sabes el resto. Deja que te lo cuente.

    Entonces me contó “el resto”. Su miedo venía originado porque hacía dos semanas había estado con un amigo en casa de Purificación Asensi, otra amiga suya, y habían jugado con una de esas tablas que llaman “ouija”.

    • Nunca lo hubiera hecho, hijo, compréndeme, pero yo no sabía que así podría encontrarme. He precipitado todo. - No entendí lo que quería decir papá con esto, pero estaba lanzado, y siguió explayándose.

    Después de aquella experiencia, que no me quiso relatar, a Jorge Torras, otro de los que participaron en el juego, le había ocurrido un accidente espantoso. Se cayó por las escaleras de su casa y se rompió la cabeza.

    • Venga, papá - traté de tranquilizarle. Mi padre nunca había sido de esa clase de viejos que se asustan de los fantasmas y fantasmones - No puedes creer que tenga ninguna relación. Es absurdo. Una tontería.
    • Déjame acabar, Carlos. Es importante.
    • Como quieras - dije levantando los hombros.

    Según me relató papá, en el funeral de Jorge, Purificación, una mujer separada que nunca se había caracterizado por ser lo que se dice muy creyente, le pidió que le aconsejase algún sacerdote.

    • Te ha impresionado esta muerte sin sentido, ¿verdad? - le dijo mi padre.
    • No es eso, Jaime, es que yo sabía que iba a ocurrir.
    • ¿Qué me dices, mujer? - le dijo cogiéndole la mano. - Estás muy nerviosa.
    • No sin motivos. Jorge me dijo que había oído voces en su dormitorio un par de días antes de lo que le ocurrió. Me dijo que esas voces le habían anunciado su muerte.
    • ¡Qué barbaridad! Esas cosas no hay que contarlas en un momento así, Puri.
    • Te las cuento porque esta noche yo también he oído esas voces. Aquello dejó atónito a mi padre. Y también a mí. Traté, de todas formas, de buscarle algún sentido:
    • Pero tú no crees que de todas formas…
    • Claro que sí. Hijo, el lunes me dieron una noticia. Me dijeron que Puri había muerto. Al salir de casa, le atropelló un automóvil. Luego se dio a la fuga.
    • ¡Es horrible! - hice una pausa - Pero aún así, es todo por casualidad. No puedes creer que haya una relación, papá. Tú nunca has sido supersticioso.
    • Tú no sabes lo que soy o he sido, Carlos. No sé si existe una relación, pero las voces están ahí, son una realidad.
    • Ahí está la clave, papá. Tú crees que son una realidad, pero lo que pasa es que estás tan impresionado con toda esta historia, que crees oír voces donde no hay nada. Debes tranquilizarte, es conveniente que veas a alguien, a un psicólogo, en mi opinión. O si quieres, a ese cura que dijiste. Ya verás cómo ellos te…
    • ¿Me convencen? No, Carlos, nadie me va a convencer.
    • Papá. Por favor. Estás pasando por una mala racha, dos amigos tuyos han muerto muy seguido, es lógico que te pase esto.
    • No es lógico, Carlos. Esa es la cuestión. No hay nada de lógica en todo este maldito asunto.

    Papá estaba inamovible en su postura. Estaba convencido de que oía esas voces, así que hice lo único que se me ocurrió que podría hacer, al menos antes de obligarle a visitar a un profesional:

    • Esta noche dormiré en tu habitación, contigo. Voy a llevarme ahora mismo un sofá.

    Aunque trató de convencerme de que era una mala idea, y me suplicó que no interfiriera en sus problemas, esta vez fui yo el que se mostró inflexible. Arrastré el sofá hasta su dormitorio, y lo dispuse lo mejor posible para dormir en él.

    Esa noche mi padre se acostó temprano, como era habitual en él. A las diez y media se marchó a su habitación, y aunque yo hubiera querido quedarme viendo la tele un rato más, me fui con él. Aún estuvo algo más de media hora leyendo un libro, pero a mí no me gusta leer, así que tuve que quedarme allí esperando. Por fin, cuando yo ya estaba casi totalmente dormido, sentí que apagaba las luces.

    Como era de esperar, yo no sentí nada en toda la noche. Me desperté temprano, y fui a la cocina a prepararme un desayuno. Una hora después, mientras yo, ya vestido, leía con curiosidad uno de esos periódicos locales, papá entró en la cocina. Estaba lívido.

    -¡Papá! ¿Qué te ha pasado? ¡Estás pálido como una sábana!
    -Me lo han dicho. Las voces me lo han dicho.
    -Papá, no empieces. Esta noche he dormido contigo, y yo no he oído nada.
    -¿Por qué ibas a oírlo? Me lo han dicho a mí.
    -Venga ya, por favor. Siéntate, dime qué te han dicho esas voces tuyas.
    -Que me toca a mí.

    Era el colmo. No tuve ni siquiera fuerzas para asustarme. Simplemente, me enfadé, y mucho, con mi padre. Estaba llevando al límite aquellas imaginaciones suyas.

    -¡Ya basta! Venga, vístete, porque ahora mismo nos vamos a un psicólogo, a que te vea.
    -Vamos donde tú quieras, pero eso no va a cambiar nada. Es mi turno. Está claro. Voy a morir pronto.
    -No vuelvas a decir eso. Es ridículo, y lo sabes. Cuanto más lo digas, más te lo creerás y será peor.

    Pero una vez más, mi padre logró convencerme. Me dijo que no volvería a hablar del tema, pero que yo debía estar dispuesto para arreglar todo con respecto a su muerte. Me comentó que guardaba una carta en el cajón de su mesa, con un testamento, y que debía cumplir sus últimas voluntades. Yo me resistí, me enfadé y me ofendí, y quise dar el tema por concluido. Ya que él no quería ayuda de un profesional, le rogué que al menos no volviera a sacar el tema en mi presencia. Suponía que eso arreglaría las cosas, por lo menos provisionalmente.

    De este modo transcurrieron dos días más. Papá no volvió a salir a la calle, ni a hablarme de las voces, yo volví a dormir a mi habitación, y aunque se notaba que él no dormía apenas, yo creí que había logrado por lo menos ganar el primer “round”.

    Hasta el martes.

    La mañana del martes me levanté con intención de comunicar a papá que me marcharía al día siguiente, ya que tenía que reincorporarme al trabajo. Como siempre, me duché, me vestí, bajé a la calle a comprar un periódico, y volví a preparar el desayuno. Normalmente papá ya estaba despierto para entonces, pero el martes aún no había salido de su dormitorio. No me extrañó, puesto que aún era temprano. Sin embargo, dos horas después, a las diez, comencé a preocuparme. Con cuidado, me asomé a su habitación. Aún estaba en la cama.

    Pero aún lo estaba a las once. Y a las doce. Finalmente, a las doce y media, entré con intención de despertarle.

    Pero ya estaba muerto.

    Llamé a Compostela, pedí a Asun que viniese a ayudarme con el funeral.

    Yo estaba demasiado hundido para hacer nada, y mi mujer tuvo que ocuparse de atender todos los asuntos: el médico, la funeraria, el ataúd, el entierro, el funeral. Para mí, transcurrieron tres días en una casi total alucinación. Absurdamente, me sentía culpable. Yo estaba allí, con él, y no había hecho nada. El médico que vino, muy amable, me dijo que él mismo había atendido en su consulta a mi padre un mes antes, para un chequeo rutinario, y que no le había encontrado nada. La muerte se produjo por un fallo cardíaco, si bien su corazón se encontraba perfectamente. Aparentemente, se había detenido sin ningún motivo.

    Tres días después, aún estábamos allí instalados, en la casa de mi padre, en la calle Farreras número quince. Asun me dijo un día:

    • ¿Qué vas a hacer? Tienes que regresar, este ambiente no es bueno, y hemos dejado a los niños en Santiago. Cuando estemos allí, ya nos ocuparemos de vender la casa.

    Tuve que estar de acuerdo. Su razonamiento era totalmente lógico. Esa tarde, preparamos las maletas, y aproveché para recorrer la casa de mi padre, en busca de recuerdos: fotografías, para los álbumes de Asun, y algunas cosas de valor que no podía dejar allí abandonadas. En el cajón de una mesa encontré una bolsita de cuero junto a un sobre cerrado. Estaba amarillento, con los bordes ya apolillados. Debía haber sido escrito hacía machismo tiempo, y sin embargo, allí lo ponía bien claro: “Para mi hijo”.

    Lo abrí. Había una carta, en un papel igualmente amarillento y quebradizo, escrita con la impecable letra caligráfica de mi padre. Su contenido, que aquí reproduzco, me causó una profunda impresión:

    Barcelona, 24 de junio de 1942
    Querido hijo,
    Aún no te conozco, pero te escribo esto porque hoy he hablado con mi padre, tu abuelo, y debes saber lo que ahora espero de tí, por tu propio bien.

    Hace muchos años que ocurrió una desgracia en nuestra familia. No puedo decirte cuándo exactamente, porque esta historia me la ha relatado mi padre tal y como la escuchó de oídos del suyo.

    A la puerta del padre del bisabuelo de mi padre llegó un día un hombre joven, sumamente apuesto, de unos treinta años. Estaba enfermo, según dijo, pero no de nada del cuerpo. Aseguraba que le quedaba poco tiempo de vida, porque su tiempo se había cumplido. Nuestro antepasado le preguntó que cómo era eso posible, si estaba bien de salud y aún era joven. Este hombre le contó que había firmado un pacto con alguien “que no tenía rostro”, según el cual dicho extraño personaje le concedería su mayor deseo, el corazón de una bella mujer, a cambio de su alma. Nuestro antepasado no creía especialmente en pactos diabólicos, pero aún así, se asustó, y quiso echar al joven. Sin embargo, éste le tentó: extrajo una bolsita de piel marrón del interior de su camisa, y la abrió. Dentro había gemas, diamantes, esmeraldas, todas del tamaño de nueces maduras. Una fortuna incalculable. El joven le dijo que aquel tesoro sería suyo, si a cambio aceptaba jurar ante los Sagrados Evangelios la responsabilidad de librarle de su mal.

    -¿Y en qué consiste esa responsabilidad, exactamente? - quiso saber nuestro antepasado, sin duda muy interesado en el trato.
    -No puedo decírselo, señor, puesto que es distinta en cada hombre. Vos sólo debéis jurarlo de esa manera, ante los libros sagrados.

    No parecía difícil en absoluto, y lo que le pedía no era aparentemente nada malo o erróneo. Así pues, nuestro antepasado aceptó, y tomando una Biblia, puso su mano sobre ella:
    -Juro que acepto que recaiga sobre mí la responsabilidad de librar a este hombre de su mal.

    Y nada más decirlo, el apuesto joven cayó al suelo, muerto.

    A lo largo de los años siguientes, nuestro tatarabisabuelo prosperó enormemente, gracias a la estratégica venta de una de las gemas de la bolsita. A pesar de sus esfuerzos, y sin que supiera por qué, no logró vender ninguna piedra preciosa más. De todas formas, su negocio llegó a ser famoso en toda la región, hasta que las tropas de Napoleón lo arrasaron en 1809. Pero antes de morir, un día se le apareció en su lecho una figura negra encapuchada, y bajo la capucha no se veía rostro alguno. Aquel ser le dijo así:

    “Tú has aceptado morir por aquel desdichado. Sea, pues. No me iré sin cobrar mi tributo. Tu alma será mía, si tu hijo no acepta tu responsabilidad. Y sólo podrás utilizar una piedra, lo mismo que ese necio al que juraste suceder.”

    Aquello parecía la alucinación propia de un hombre moribundo, pero aún así nuestro antepasado no quiso arriesgarse: hizo jurar a su hijo que él tomaría la responsabilidad. Y cuando su hijo fue a morir, temiendo que su padre hubiera dicho la verdad respecto a aquella historia, hizo lo mismo con su propio hijo, y éste con el suyo. Y así, hasta hoy, cuando mi padre me ha contado la historia, y me hecho jurar lo que ya sabes. Sin embargo, yo no juré. La vista de mi padre está demasiado cansada, y en lugar de la Biblia, he utilizado un libro cualquiera. Mi juramento ha sido sacrílego y carece de validez. A mí no me perseguirá la maldición.

    Aún no te conozco, pero sé que ya te amo, y no permitiré que este horror continúe. No sé si seré castigado por mi actitud, pero al menos mi consuelo es que tú no padecerás lo mismo.

    Adiós para siempre, y reza por mi alma.

    Jaime Castells y Fabra”

    Ante aquella carta, cualquiera se hubiera reído, pensando que se trataba de las figuraciones de un chiflado, y yo me sentí tentado a hacerlo así, pero cuando abrí la bolsita de cuero, una piedra verde cayó en la palma de mi mano. Era una esmeralda, la más grande que he visto en mi vida. Si debía creer lo que decía la carta, cada uno de mis antepasados había gastado una gema, y la que quedaba pertenecía a mi padre.

    Guardé todo, y regresé a Compostela. He estado tratando de olvidar los hechos que acontecieron en la casa de mi padre, pero esta mañana no pude aguantar más, cogí la esmeralda y la llevé a la joyería. Me han prometido dieciocho millones de pesetas por ella. Tal vez otro joyero quiera ofrecerme más, pero para mí sería suficiente.

    El problema es que esta noche he escuchado voces en mi dormitorio.

    Voces que hablaban sin decir nada. Las Voces de los Muertos. Y ahora sé que vienen a por mí, y que nadie podrá salvarme.

    Publicación May 14, 2022
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